LEÓN TOLSTOI (1828 -1910)
LA MUERTE DE
IVAN ILICH
SEGUNDA ENTREGA
2
La historia de la vida de Ivan Ilich había sido sencillísima y
ordinaria, al par que terrible en extremo.
Había sido miembro del Tribunal de justicia y había muerto a los
cuarenta y cinco años de edad. Su padre había sido funcionario público que
había servido en diversos ministerios y negociados y hecho la carrera propia de
individuos que, aunque notoriamente incapaces para desempeñar cargos
importantes, no pueden ser despedidos a causa de sus muchos años de servicio;
al contrario, para tales individuos se inventan cargos ficticios y sueldos nada
ficticios de entre seis y diez mil rublos, con los cuales viven hasta una
avanzada edad.
Tal era Ilya Yefimovich Golovin, Consejero
Privado e inútil miembro de varios organismos inútiles. Tenía tres hijos y una
hija. Ivan Ilich era el segundo. El mayor seguía la misma carrera que el padre
aunque en otro ministerio, y se acercaba ya rápidamente a la etapa del servicio
en que se percibe automáticamente ese sueldo. El tercer hijo era un
desgraciado. Había fracasado en varios empleos y ahora trabajaba en los
ferrocarriles. Su padre, sus hermanos y, en particular, las mujeres de éstos no
sólo evitaban encontrarse con él, sino que olvidaban que existía salvo en casos
de absoluta necesidad. La hija estaba casada con el barón Greff, funcionario de
Petersburgo del mismo género que su suegro. Ivan Ilich era le phénix de la
famille, como decía la gente. No era tan frío y estirado como el hermano
mayor ni tan frenético como el
menor, sino un término medio entre ambos: listo, vivaz, agradable y discreto.
Había estudiado en la Facultad de Derecho con su hermano menor, pero éste no
había acabado la carrera por haber sido expulsado en el quinto año. Ivan Ilich,
al contrario, había concluido bien sus estudios. Era ya en la facultad lo que
sería en el resto de su vida: capaz, alegre, benévolo y sociable, aunque
estricto en el cumplimiento de lo que consideraba su deber; y, según él, era
deber todo aquello que sus superiores jerárquicos consideraban como tal. No
había sido servil ni de muchacho ni de hombre, pero desde sus años mozos se
había sentido atraído, como la mosca a la luz, por las gentes de elevada
posición social, apropiándose sus modos de obrar y su filosofía de la vida y
trabando con ellos relaciones amistosas. Había dejado atrás todos los
entusiasmos de su niñez y mocedad, de los que apenas quedaban restos, se había
entregado a la sensualidad y la soberbia y, por último, como en las clases
altas, al liberalismo, pero siempre dentro de determinados límites que su
instinto le marcaba puntualmente.
En la facultad hizo cosas que anteriormente le habían parecido sumamente
reprobables y que le causaron repugnancia de sí mismo en el momento mismo de
hacerlas; pero más tarde, cuando vio que tales cosas las hacía también gente de
alta condición social que no las juzgaba ruines, no llegó precisamente a darlas
por buenas, pero sí las olvidó por completo o se acordaba de ellas sin sonrojo.
Al terminar sus estudios en la facultad y habilitarse para la décima
categoría de la administración pública, y habiendo recibido de su padre dinero
para equiparse, Ivan Ilich se encargó ropa en la conocida sastrería de
Scharmer, colgó en la cadena del reloj una medalla con el lema respice
finem, se despidió de su profesor y del príncipe patrón de la facultad,
tuvo una cena de despedida con sus compañeros en el restaurante Donon, y con su
nueva maleta muy a la moda, su ropa blanca, su traje, sus utensilios de afeitar
y adminículos de tocador, su manta de viaje, todo ello adquirido en las
mejores tiendas, partió para una de las provincias donde, por influencia de su
padre, iba a ocupar el cargo de ayudante del gobernador para servicios
especiales.
En la provincia Ivan Ilich pronto se agenció una posición tan fácil y
agradable como la que había tenido en la Facultad de Derecho. Cumplía con sus
obligaciones y fue haciéndose una carrera, a la vez que se divertía agradable y
decorosamente. De vez en cuando salía a hacer visitas oficiales por el
distrito, se comportaba dignamente con sus superiores e inferiores -de lo que
no podía menos de enorgullecerse- y desempeñaba con rigor y honradez
incorruptible los menesteres que le estaban confiados, que en su mayoría tenían
que ver con los disidentes religiosos.
No obstante su juventud y propensión a la jovialidad frívola, era
notablemente reservado, exigente y hasta severo en asuntos oficiales; pero en
la vida social se mostraba a menudo festivo e ingenioso, y siempre benévolo,
correcto y bon enfant, como decían de él el gobernador y su esposa,
quienes le trataban como miembro de la familia.
En la provincia tuvo amoríos con una señora deseosa de ligarse con el
joven y elegante abogado; hubo también una modista; hubo asimismo juergas con
los edecanes que visitaban el distrito y, después de la cena, visitas a calles
sospechosas de los arrabales; y hubo, por fin, su tanto de coba al gobernador y
su esposa, pero todo ello efectuado con tan exquisito decoro que no cabía
aplicarle calificativos desagradables.
Todo ello podría colocarse bajo la conocida rúbrica francesa: Il faut
que jeunesse se passe. Todo ello se llevaba a cabo con manos limpias, en
camisas limpias, con palabras francesas y, sobre todo, en la mejor sociedad y,
por ende, con la aprobación de personas de la más distinguida condición.
De ese modo sirvió Ivan Ilich cinco años hasta que se produjo un cambio
en su situación oficial. Se crearon nuevas instituciones judiciales y hubo
necesidad para ellas de nuevos funcionarios. Ivan Ilich fue uno de ellos. Se le
ofreció el cargo de juez de instrucción y lo aceptó, a pesar de que estaba en
otra provincia y le obligaba a abandonar las relaciones que había establecido y
establecer otras. Los amigos se reunieron para despedirle, se hicieron con él
una fotografía en grupo y le regalaron una pitillera de plata. E Ivan Ilich
partió para su nueva colocación.
En el cargo de juez de instrucción Ivan Ilich fue tan comme il faut y
decoroso como lo había sido cuando estuvo de ayudante para servicios
especiales: se ganó el respeto general y supo separar sus deberes judiciales de
lo atinente a su vida privada. Las funciones mismas de juez de instrucción le
resultaban muchísimo más interesantes y atractivas que su trabajo anterior. En
ese trabajo anterior lo agradable había sido ponerse el uniforme confeccionado
por Scharmer y pasar con despreocupado continente por entre los solicitantes y
funcionarios que, aguardando temerosos la audiencia con el gobernador, le
envidiaban por entrar directamente en el despacho de éste y tomar el té y fumarse un cigarrillo con él. Pero
personas que dependían directamente de él había habido pocas: sólo jefes de
policía y disidentes religiosos cuando lo enviaban en misiones especiales, y a
esas personas las trataba cortésmente, casi como a camaradas, como haciéndoles
creer que, siendo capaz de aplastarlas, las trataba sencilla y amistosamente.
Pero ahora, como juez de instrucción, Ivan Ilich veía que todas ellas -todas
ellas sin excepción-, incluso las más importantes y engreídas, estaban en sus
manos, y que con sólo escribir unas palabras en una hoja de papel con cierto
membrete tal o cual individuo importante y engreído sería conducido ante él en
calidad de acusado o de testigo; y que si decidía que el tal individuo no se
sentase lo tendría de pie ante él contestando a sus preguntas. Ivan Ilich nunca
abusó de esas atribuciones; muy al contrario, trató de suavizarlas; pero la
conciencia de poseerlas y la posibilidad de suavizarlas constituían para él el
interés cardinal y el atractivo de su nuevo cargo. En su trabajo, especialmente
en la instrucción de los sumarios, Ivan Ilich adoptó pronto el método de
eliminar todas las circunstancias ajenas al caso y de condensarlo, por
complicado que fuese, en forma que se presentase por escrito sólo en sus
aspectos externos, con exclusión completa de su opinión personal y, sobre todo,
respetando todos los formalismos necesarios. Este género de trabajo era nuevo,
e Ivan Ilich fue uno de los primeros funcionarios en aplicar el nuevo Código de
1864.
Al asumir el cargo de juez de instrucción en una nueva localidad Ivan
Ilich hizo nuevas amistades y estableció nuevas relaciones, se instaló de forma
diferente de la anterior y cambió perceptiblemente de tono. Asumió una actitud
de discreto y digno alejamiento de las autoridades provinciales, pero sí
escogió el mejor círculo de juristas y nobles ricos de la ciudad y adoptó una
actitud de ligero descontento con el gobierno, de liberalismo moderado e
ilustrada ciudadanía. Por lo demás, no alteró en lo más mínimo la elegancia de
su atavío, cesó de afeitarse el mentón y dejó crecer libremente la barba.
La vida de Ivan Ilich en esa nueva ciudad tomó un cariz muy agradable.
La sociedad de allí, que tendía a oponerse
al gobernador, era buena y amistosa, su sueldo era mayor y empezó a
jugar al vint, juego que por aquellas fechas incrementó bastante los placeres
de su vida, pues era diestro en el manejo de las cartas, jugaba con gusto,
calculaba con rapidez y astucia y ganaba por lo general.
Al cabo de dos años de vivir en la nueva
ciudad, Ivan Ilich conoció a la que había de ser su esposa. Praskovya
Fyodorovna Mihel era la muchacha más atractiva, lista y brillante del círculo
que él frecuentaba. Y entre pasatiempos y ratos de descanso de su trabajo
judicial Ivan Ilich entabló relaciones ligeras y festivas con ella.
Cuando había sido funcionario para servicios especiales Ivan Ilich se
había habituado a bailar, pero ahora, como juez de instrucción, bailaba sólo
muy de tarde en tarde. También bailaba ahora con el fin de demostrar que,
aunque servía bajo las nuevas instituciones y había ascendido a la quinta
categoría de la administración pública, en lo tocante a bailar podía dar quince
y raya a casi todos los demás. Así pues, de cuando en cuando, al final de una
velada, bailaba con Praskovya Fyodorovna, y fue sobre todo durante esos bailes
cuando la conquistó. Ella se enamoró de él. Ivan Ilich no tenía intención clara
y precisa de casarse, pero cuando la muchacha se enamoró de él se dijo a sí
mismo: «Al fin y al cabo ¿por qué no casarme?»
Praskovya Fyodorovna, de buena familia hidalga, era bastante guapa y
tenía algunos bienes. Ivan Ilich hubiera podido aspirar a un partido más
brillante, pero incluso éste era bueno. Él contaba con su sueldo y ella -así lo
esperaba él- tendría ingresos semejantes. Buena familia, ella simpática, bonita
y perfectamente honesta. Decir que Ivan Ilich se casó por estar enamorado de
ella y encontrar que ella simpatizaba con su noción de la vida habría sido tan
injusto como decir que se había casado porque el círculo social que frecuentaba
daba su visto bueno a esa unión. Ivan Ilich se casó por ambas razones: sentía
sumo agrado en adquirir semejante esposa, a la vez que hacía lo que
consideraban correcto sus más empingorotadas amistades.
Y así, pues, Ivan Ilich se casó.
Los preparativos para la boda y el comienzo de la vida matrimonial, con
las caricias conyugales, el flamante mobiliario, la vajilla nueva, la nueva
lencería... todo ello transcurrió muy gustosamente hasta el embarazo de su
mujer; tanto así que Ivan Ilich empezó a creer que el matrimonio no sólo no
perturbaría el carácter cómodo, placentero, alegre y siempre decoroso de su vida,
aprobado por la sociedad y considerado por él como natural, sino que, al
contrario, lo acentuaría. Pero he aquí que, desde los primeros meses del
embarazo de su mujer, surgió algo nuevo, inesperado, desagradable, penoso e
indecoroso, imposible de comprender y evitar.
Sin motivo alguno, en opinión de Ivan Ilich -de gaieté de coeur como
se decía a sí mismo-, su mujer comenzó a perturbar el placer y decoro de su
vida. Sin razón alguna comenzó a tener celos de él, le exigía atención
constante, le censuraba por cualquier cosa y le enzarzaba en disputas enojosas
y groseras.
Al principio Ivan Ilich esperaba zafarse de lo molesto de tal situación
por medio de la misma fácil y decorosa relación con la vida que tan bien le
había servido anteriormente: trató de no hacer caso de la disposición de ánimo
de su mujer, continuó viviendo como antes, ligera y agradablemente, invitaba a
los amigos a jugar a las cartas en su casa y trató asimismo de frecuentar el
club o visitar a sus conocidos. Pero un día su mujer comenzó a vituperarle con
tal brío y palabras tan soeces, y siguió injuriándole cada vez que no atendía a
sus exigencias, con el fin evidente de no cejar hasta que él cediese, o sea,
hasta que se quedase en casa víctima del mismo aburrimiento que ella sufría, que
Ivan Ilich se asustó. Ahora comprendió que el matrimonio -al menos con una
mujer como la suya- no siempre contribuía a fomentar el decoro y la amenidad de
la vida, sino que, al contrario, estorbaba el logro de
ambas cualidades, por lo que era preciso protegerse de semejante estorbo. Ivan
Ilich, pues, comenzó a buscar medios de lograrlo. Uno de los que cabía imponer
a Praskovya Fyodorovna eran sus funciones judiciales, e Ivan Ilich, apelando a
éstas y a los deberes anejos a ellas, empezó a bregar con su mujer y a defender
su propia independencia.
Con el nacimiento de un niño, los intentos de alimentarlo debidamente y
los diversos fracasos en conseguirlo, así como con las dolencias reales e
imaginarias del niño y la madre en las que se exigía la compasión de Ivan Ilich
-aunque él no entendía pizca de ello-, la necesidad que sentía éste de crearse
una existencia fuera de la familia se hizo aún más imperiosa.
A medida que su mujer se volvía más irritable y exigente, Ivan Ilich fue
desplazando su centro de gravedad de la familia a su trabajo oficial. Se
encariñaba cada vez más con ese trabajo y acabó siendo aún más ambicioso que
antes.
Muy pronto, antes de cumplirse el primer aniversario de su casamiento,
Ivan Ilich cayó en la cuenta de que el matrimonio, aunque aportaba algunas
comodidades a la vida, era de hecho un estado sumamente complicado y difícil,
frente al cual -si era menester cumplir con su deber, o sea, llevar una vida
decorosa aprobada por la sociedad- habría que adoptar una actitud precisa, ni
más ni menos que con respecto al trabajo oficial.
Y fue esa actitud ante el matrimonio la que hizo suya Ivan Ilich.
Requería de la vida familiar únicamente aquellas comodidades que, como la
comida casera, el ama de casa y la cama, esa vida podía ofrecerle y, sobre
todo, el decoro en las formas externas que la opinión pública exigía. En todo
lo demás buscaba deleite y contento, y quedaba agradecido cuando los
encontraba; pero si tropezaba con resistencia y refunfuño retrocedía en el acto
al mundo privativo y enclaustrado de su trabajo oficial, en el que hallaba
satisfacción.
A Ivan Ilich se le estimaba como buen funcionario y al cabo de tres años
fue ascendido a Ayudante Fiscal. Sus nuevas obligaciones, la importancia de
ellas, la posibilidad de procesar y encarcelar a quien quisiera, la publicidad
que se daba a sus discursos y el éxito que alcanzó en todo ello le hicieron aún
más agradable el cargo.
Nacieron otros hijos. Su esposa se volvió más quejosa y malhumorada,
pero la actitud de Ivan Ilich frente a su vida familiar fue barrera
impenetrable contra las regañinas de ella.
Después de siete años de servicio en esa ciudad, Ivan Ilich fue
trasladado a otra provincia con el cargo de Fiscal. Se mudaron a ella, pero
andaban escasos de dinero y a su mujer no le gustaba el nuevo domicilio. Aunque
su sueldo superaba al anterior, el coste de la vida era mayor; murieron además
dos de los niños, por lo que la vida de familia le parecía aún más
desagradable.
Praskovya Fyodorovna culpaba a su marido de
todas las inconveniencias que encontraban en el nuevo hogar. La mayoría de los
temas de conversación entre marido y mujer, sobre todo en lo tocante a la
educación de los niños, giraban en torno a cuestiones que recordaban disputas
anteriores, y esas disputas estaban a punto de volver a inflamarse en cualquier
momento. Quedaban sólo algunos infrecuentes períodos de cariño entre ellos,
pero no duraban mucho. Eran islotes a los que se arrimaban durante algún
tiempo, pero luego ambos partían de nuevo para el océano de hostilidad secreta
que se manifestaba en el distanciamiento entre ellos. Ese distanciamiento hubiera
podido afligir a Ivan Ilich si éste no hubiese considerado que no debería
existir, pero ahora reconocía que su situación no sólo era normal, sino que
había llegado a ser el objetivo de su vida familiar. Ese objetivo consistía en
librarse cada vez más de esas desazones y darles un barniz inofensivo y
decoroso; y lo alcanzó pasando cada vez menos tiempo con la familia y tratando,
cuando era preciso estar en casa, de salvaguardar su posición mediante la
presencia de personas extrañas. Lo más importante, sin embargo, era que contaba
con su trabajo oficial, y en sus funciones judiciales se centraba ahora todo el
interés de su vida. La conciencia de su poder, la posibilidad de arruinar a
quien se le antojase, la importancia, más aún, la gravedad externa con que
entraba en la sala del tribunal o en las reuniones de sus subordinados, su
éxito con sus superiores e inferiores y, sobre todo, la destreza con que
encauzaba los procesos, de la que bien se daba cuenta -todo ello le procuraba
sumo deleite y llenaba su vida, sin contar los coloquios con sus colegas, las
comidas y las partidas de whist. Así pues, la vida de Ivan Ilich seguía siendo
agradable y decorosa, como él juzgaba que debía ser.
Así transcurrieron otros siete años. Su hija mayor tenía ya dieciséis,
otro hijo había muerto, y sólo quedaba el pequeño colegial, objeto de
disensión. Ivan Ilich quería que ingresara en la Facultad de Derecho, pero
Praskovya Fyodorovna, para fastidiar a su marido, le matriculó en el instituto.
La hija había estudiado en casa y su instrucción había resultado bien; el
muchacho tampoco iba mal en sus estudios.
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