LEÓN TOLSTOI (1828 -1910)
LA MUERTE DE
IVAN ILICH
CUARTA ENTREGA
4
Todos disfrutaban de buena salud, porque no podía llamarse indisposición
el que Ivan Ilich dijera a veces que tenía un raro sabor de boca y un ligero
malestar en el lado izquierdo del estómago.
Pero aconteció que ese malestar fue en aumento y, aunque todavía no era
dolor, sí era una continua sensación de pesadez en ese lado, acompañada de mal
humor. El mal humor, a su vez, fue creciendo y empezó a menoscabar la
existencia agradable, cómoda y decorosa de la familia Golovin. Las disputas
entre marido y mujer iban siendo cada vez más frecuentes, y pronto dieron al
traste con el desahogo y deleite de esa vida. Aun el decoro mismo sólo a duras
penas pudo mantenerse. Menudearon de nuevo los dimes y diretes. Sólo quedaban,
aunque cada vez más raros, algunos islotes en que marido y mujer podían
juntarse sin dar ocasión a un estallido.
Y Praskovya Fyodorovna se quejaba ahora, y no sin fundamento, de que su
marido tenía muy mal genio.
Con su típica propensión a exagerar las cosas decía que él había tenido
siempre ese genio horrible y que sólo la buena índole de ella había podido
aguantado veinte años. Cierto que quien iniciaba ahora las disputas era él,
siempre al comienzo de la comida, a menudo cuando empezaba a tomar la sopa. A
veces notaba que algún plato estaba descantillado, o que un manjar no estaba en
su punto, o que su hijo ponía los codos en la mesa, o que el peinado de su hija
no estaba como debía, y de todo ello echaba la culpa a Praskovya Fyodorovna. Al principio ella le contradecía y le contestaba
con acritud, pero una o dos veces, al principio de la comida, Ivan Ilich se
encolerizó a tal punto que ella, comprendiendo que se trataba de un estado
morboso provocado por la toma de alimentos, se contuvo; no contestó, sino que
se apresuró a terminar de comer, considerando que su moderación tenía muchísimo
mérito. Habiendo llegado a la conclusión de que Ivan Ilich tenía un genio atroz
y era la causa de su infortunio, empezó a compadecerse de sí misma; y cuanto
más se compadecía, más odiaba a su marido. Empezó a desear que muriera, a la
vez que no quería su muerte porque en tal caso cesaría su sueldo; y ello
aumentaba su irritación contra él. Se consideraba terriblemente desgraciada
porque ni siquiera la muerte de él podía salvada, y aunque disimulaba su
irritación, ese disimulo acentuaba aún más la irritación de él.
Después de una escena en la que Ivan Ilich se mostró sobremanera injusto
y tras la cual, por vía de explicación, dijo que, en efecto, estaba irritado,
pero que ello se debía a que estaba enfermo, ella le dijo que, puesto que era
así, tenía que ponerse en tratamiento, e insistió en que fuera a ver a un
médico famoso. y él así lo hizo. Todo sucedió como lo había esperado; todo
sucedió como siempre sucede. La espera, los aires de importancia que se daba el
médico -que le eran conocidos por parecerse tanto a los que él se daba en el
juzgado-, la palpación, la auscultación, las preguntas que exigían respuestas
conocidas de antemano y evidentemente innecesarias, el semblante expresivo que
parecía decir que «si usted, veamos, se somete a nuestro tratamiento, lo arreglaremos
todo; sabemos perfecta e indudablemente cómo arreglarlo todo, siempre y del
mismo modo para cualquier persona». Lo mismísimo que en el juzgado. El médico
famoso se daba ante él los mismos aires que él, en el tribunal, se daba ante un
acusado.
El médico dijo que tal-y-cual mostraba que el enfermo tenía tal-y-cual;
pero que si el reconocimiento de tal-y-cual no lo confirmaba, entonces habría
que suponer tal-o-cual. y que si se suponía tal-o-cual, entonces..., etc. Para
Ivan Ilich había sólo una pregunta importante, a saber: ¿era grave su estado o
no lo era? Pero el médico esquivó esa indiscreta pregunta. Desde su punto de
vista era una pregunta ociosa que no admitía discusión; lo importante era
decidir qué era lo más probable: si riñón flotante, o catarro lo importante era
decidir qué era lo más probable: si riñón flotante, o catarro o apendicitis.
No era cuestión de la vida o la muerte de Ivan Ilich, sino de si aquello
era un riñón flotante o una apendicitis. Y esa cuestión la decidió el médico de
modo brillante -o así le pareció a Ivan Ilich- a favor de la apendicitis, a
reserva de que si el examen de la orina daba otros indicios habría que volver a
considerar el caso. Todo ello era cabalmente lo que el propio Ivan Ilich había
hecho mil veces, y de modo igualmente brillante, con los procesados ante el
tribunal. El médico resumió el caso de forma asimismo brillante, mirando al
procesado triunfalmente, incluso gozosamente, por encima de los lentes. Del
resumen del médico Ivan Ilich sacó la conclusión de que las cosas iban mal,
pero que al médico, y quizá a los demás, aquello les traía sin cuidado, aunque para
él era un asunto funesto. Y tal conclusión afectó a Ivan Ilich lamentablemente,
suscitando en él un profundo sentimiento de lástima hacia sí mismo y de
profundo rencor por la indiferencia del médico ante cuestión tan importante.
Pero no dijo nada. Se levantó, puso los honorarios del médico en la mesa y
comentó suspirando:
-Probablemente nosotros los enfermos hacemos a menudo preguntas
indiscretas. Pero dígame: ¿esta enfermedad es, en general, peligrosa o no?..
El médico le miró severamente por encima de los lentes como para
decirle: «Procesado, si no se atiene usted a las preguntas que se le hacen me
veré obligado a expulsarle de la sala.»
-Ya le he dicho lo que considero necesario y conveniente. Veremos qué
resulta de un análisis posterior -y el médico se inclinó.
Ivan Ilich salió despacio, se sentó angustiado en su trineo y volvió a
casa. Durante todo el camino no cesó de repasar mentalmente lo que había dicho
el médico, tratando de traducir esas palabras complicadas, oscuras y
científicas a un lenguaje sencillo y encontrar en ellas la respuesta a la
pregunta: ¿Es grave lo que tengo? ¿Es muy grave o no lo es todavía? y le
parecía que el sentido de lo dicho por el médico era que la dolencia era muy
grave. Todo lo que veía en las calles se le antojaba triste: tristes eran los
coches de punto, tristes las casas, tristes los transeúntes, tristes las
tiendas. El malestar que sentía, ese malestar sordo que no cesaba un momento,
le parecía haber cobrado un nuevo y más grave significado a consecuencia de las
oscuras palabras del médico. Ivan Ilich lo observaba ahora con una nueva y
opresiva atención.
Llegó a casa y empezó a contar a su mujer lo ocurrido. Ella le
escuchaba, pero en medio del relato entró la hija con el sombrero puesto, lista
para salir con su madre. La chica se sentó a regañadientes para oír la
fastidiosa historia, pero no aguantó mucho. Su madre tampoco le escuchó hasta
el final.
-Pues bien, me alegro mucho -dijo la mujer-. Ahora pon mucho cuidado en
tomar la medicina con regularidad. Dame la receta y mandaré a Gerasim a la
botica -y fue a vestirse para salir.
«Bueno -se dijo él-. Quizá no sea nada al fin y al cabo.»
Comenzó a tomar la medicina y a seguir las instrucciones del médico, que
habían sido alteradas después del análisis de la orina. Pero he aquí que surgió
una confusión entre ese análisis y lo que debía seguir a continuación. Fue
imposible llegar hasta el médico y resultó, por consiguiente, que no se hizo lo
que le había dicho éste. O lo había olvidado, o le había mentido u ocultado
algo. Pero, en todo caso, Ivan Ilich siguió cumpliendo las instrucciones y al
principio obtuvo algún alivio de ello.
La principal ocupación de Ivan Ilich desde su
visita al médico fue el cumplimiento puntual de las instrucciones de éste en lo
tocante a higiene y la toma de la medicina, así como la observación de su
dolencia y de todas las funciones de su organismo. Su interés principal se centró
en los padecimientos y la salud de otras personas. Cuando alguien hablaba en su
presencia de enfermedades, muertes, o curaciones, especialmente cuando la
enfermedad se asemejaba a la suya, escuchaba con una atención que procuraba
disimular, hacía preguntas y aplicaba lo que oía a su propio caso.
No menguaba el dolor, pero Ivan Ilich se esforzaba por creer que estaba
mejor. Y podía engañarse mientras no tuviera motivo de agitación. Pero tan
pronto como surgía un lance desagradable con su mujer o algún fracaso en su
trabajo oficial, o bien recibía malas cartas en el vint, sentía al
momento el peso entero de su dolencia. Anteriormente podía sobrellevar esos
reveses, esperando que pronto enderezaría lo torcido, vencería los obstáculos,
obtendría el éxito y ganaría todas las bazas en la partida de cartas. Ahora,
sin embargo, cada tropiezo le trastornaba y le sumía en la desesperación. Se
decía: «Hay que ver: ya iba sintiéndome mejor, la medicina empezaba a surtir
efecto, y ahora surge este maldito infortunio, o este incidente
desagradable...» y se enfurecía contra ese infortunio o contra las personas que
habían causado el incidente desagradable y que le estaban matando, porque
pensaba que esa furia le mataba, pero no podía frenarla. Hubiérase podido creer
que se daría cuenta de que esa irritación contra las circunstancias y las
personas agravaría su enfermedad y que por lo tanto no debería hacer caso de
los incidentes desagradables; pero sacaba una conclusión enteramente contraria:
decía que necesitaba sosiego, vigilaba todo cuanto pudiera estorbarlo y se
irritaba ante la menor violación de ello. Su estado empeoraba con la lectura de
libros de medicina y la consulta de médicos. Pero el empeoramiento era tan
gradual que podía engañarse cuando comparaba un día con otro, ya que la
diferencia era muy leve. Pero cuando consultaba a los médicos le parecía que
empeoraba, e incluso muy rápidamente. Y, ello no obstante, los consultaba
continuamente.
Ese mes fue a ver a otro médico famoso, quien le dijo casi lo mismo que
el primero, pero a quien hizo preguntas de modo diferente. Y la consulta con
ese otro célebre facultativo sólo aumentó la duda y el espanto de Ivan Ilich.
El amigo de un amigo suyo -un médico muy bueno- facilitó por su parte un
diagnóstico totalmente diferente del de los otros, y si bien pronosticó la
curación, sus preguntas y suposiciones desconcertaron aún más a Ivan Ilich e
incrementaron sus dudas. Un homeópata, a su vez, diagnosticó la enfermedad de
otro modo y recetó un medicamento que Ivan Ilich estuvo tomando en secreto
durante ocho días, al cabo de los cuales, sin experimentar mejoría alguna y
habiendo perdido la confianza en los tratamientos anteriores y en éste, se
sintió aún más deprimido. Un día una señora conocida suya le habló de la
eficacia curativa de unas imágenes sagradas. Ivan Ilich notó con sorpresa que
estaba escuchando atentamente y empezaba a creer en ello. Ese incidente le
amedrentó. «¿Pero es posible que esté ya tan débil de la cabeza?» -se preguntó.
-«jTonterías! Eso no es más que una bobada. No debo ser tan aprensivo, y ya que
he escogido a un médico tengo que ajustarme estrictamente a su tratamiento. Eso
es lo que haré. Punto final. No volveré a pensar en ello y seguiré
rigurosamente ese tratamiento hasta el verano. Luego ya veremos. De ahora en
adelante nada de vacilaciones...»
Fácil era decirlo, pero imposible llevarlo a cabo. El dolor del costado
le atormentaba, parecía agravarse y llegó a ser incesante, el sabor de boca se hizo
cada vez más extraño. Le parecía que su aliento tenía un olor repulsivo, a la
vez que notaba pérdida de apetito y debilidad física. Era imposible engañarse:
algo terrible le estaba ocurriendo, algo nuevo y más importante que lo más
importante que hasta entonces había conocido en su vida. Y él era el único que
lo sabía; los que le rodeaban no lo comprendían o no querían comprenderlo y
creían que todo en este mundo iba como de costumbre. Eso era lo que más
atormentaba a Ivan Ilich. Veía que las gentes de casa, especialmente su mujer y
su hija -quienes se movían en un verdadero torbellino de visitas- no entendían
nada de lo que le pasaba y se enfadaban porque se mostraba tan deprimido y
exigente, como si él tuviera la culpa de ello. Aunque trataban de disimularlo,
él se daba cuenta de que era un estorbo para ellas y que su mujer había
adoptado una concreta actitud ante su enfermedad y la mantenía a despecho de lo
que él dijera o hiciese.
Esa actitud era la siguiente:
-¿Saben ustedes? -decía a sus amistades. -Ivan Ilich no hace lo que
hacen otras personas, o sea, atenerse rigurosamente al tratamiento que le han
impuesto. Un día toma sus gotas, come lo que le conviene y se acuesta a la hora
debida; pero al día siguiente, si yo no estoy a la mira, se olvida de tomar la
medicina, come esturión -que le está prohibido- y se sienta a jugar a las
cartas hasta las tantas.
-¡Vamos, anda! ¿Yeso cuándo fue? -decía Ivan Ilich enfadado. -Sólo una
vez, en casa de Pyotr Ivanovich. Y ayer en casa de Shebek. Bueno, en todo caso
el dolor no me hubiera dejado dormir.
-Di lo que quieras, pero así no te pondrás nunca bien y seguirás fastidiándonos.
La actitud evidente de Praskovya Fyodorovna, según la manifestaba a
otros y al mismo Ivan Ilich, era la de que éste tenía la culpa de su propia
enfermedad, con la cual imponía una molestia más a su esposa. Él opinaba que
esa actitud era involuntaria, pero no por eso era menor su aflicción.
En los tribunales Ivan Ilich notó, o creyó notar, la misma extraña
actitud hacia él: a veces le parecía que la gente le observaba como a quien
pronto dejaría vacante su cargo. A veces también sus amigos se burlaban
amistosamente de su aprensión, como si la cosa atroz, horrible, inaudita, que
llevaba dentro, la cosa que le roía sin cesar y le arrastraba irremisiblemente
hacia Dios sabe dónde, fuera tema propicio a la broma. Schwartz, en particular,
le irritaba con su jocosidad, desenvoltura y agudeza, cualidades que le
recordaban lo que él mismo había sido diez años antes.
Llegaron los amigos a echar una partida y tomaron asiento. Dieron las
cartas, sobándolas un poco porque la baraja era nueva, él apartó los oros y vio
que tenía siete. Su compañero de juego declaró «sin-triunfos» y le apoyó con
otros dos oros. ¿Qué más se podía pedir? La cosa iba a las mil maravillas.
Darían capote. Pero de pronto Ivan Ilich sintió ese dolor agudo, ese mal sabor
de boca, y le pareció un tanto ridículo alegrarse de dar capote en tales
condiciones.
Miró a su compañero de juego Mihail Mihailovich. Éste dio un fuerte
golpe en la mesa con la mano y, en lugar de recoger la baza, empujó cortés y
compasivamente las cartas hacia Ivan Ilich para que éste pudiera recogerlas sin
alargar la mano. «¿Es que se cree que estoy demasiado débil para estirar el
brazo?», pensó Ivan Ilich. Y olvidando lo que hacía sobrepujó los triunfos de
su compañero y falló dar capote por tres bazas. Lo peor fue que notó lo molesto
que quedó Mihail Mihailovich y lo poco que a él le importaba. Y era atroz darse
cuenta de por qué no le importaba.
Todos vieron que se sentía mal y le dijeron: «Podemos suspender el juego
si está usted cansado. Descanse.»
¿Descansar? No, no estaba cansado en lo más
mínimo; terminarían la mano. Todos estaban sombríos y callados. Ivan Ilich
tenía la sensación de que era él la causa de esa tristeza y mutismo y de que no
podía despejadas. Cenaron y se fueron. Ivan Ilich se quedó solo, con la
conciencia de que su vida estaba emponzoñada y empozoñaba la vida de otros, y
de que esa ponzoña no disminuía, sino que penetraba cada vez más en sus
entrañas.
Y con esa conciencia, junto con el sufrimiento físico y el terror, tenía
que meterse en la cama, permaneciendo a menudo despierto la mayor parte de la
noche. Y al día siguiente tenía que levantarse, vestirse, ir a los tribunales,
hablar, escribir; o si no salía, quedarse en casa esas veinticuatro horas del
día, cada una de las cuales era una tortura. Y vivir así, solo, al borde de un
abismo, sin nadie que le comprendiese ni se apiadase de él.
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