LEONEL ROCHE (1926 – 2012)
H.G.V.
Reproduzco este capítulo de mi
libro EL TALLER DE LA VIDA / CONFESIONES como despedida a uno de mis maestros
integrales: un verdadero Hombre Nuevo, que me enseñó a pensar con el corazón y
a abrazar con el cerebro.
EL TABOR
Al otro año me prestaron una guitarra brasilera de tapa azul y empecé a
estudiar con Leonel Roche, un vecino que había sido alumno de Olga Pierri. No
me quiso cobrar las clases porque nosotros conocíamos a Chichita, su esposa,
una visitadora social que también daba inyecciones a domicilio y a veces traía
a casa a sus tres hijas: Amalia, Julia Elena y Liliana.
Mi profesor de guitarra andaba por los treinta y pico y ya era un hombre
completo. Su madre, la legendaria Julia Arévalo de Roche, fue la primera
senadora comunista del Uruguay, y Leonel siempre dice que lo mismo pudo haber
terminado como monja misionera en la China. Pero era una heroína-loba de formación
stalinista que desde que vivían en el campo caía presa a cada rato y según el
hijo se hubiera animado a morderle las venas a los caballos de los milicos en
las manifestaciones.
En los desfiles patrios no lo dejaba comprar la banderita uruguaya.
Leonel militó espartanamente hasta pasados los veinte años, aunque nunca pudo
gritar Viva el Partido Comunista en
un acto y una vez que un prominente camarada le trajo un busto de Stalin desde
la URSS lo regaló enseguida.
Yo aprendí rapidísimo a leer algunas obras clásicas y a cantar lo que
llamábamos folklore, que en aquel
tiempo venía de la Argentina. Y a los diecinueve años, después que ya tenía la
banda beatlera y sacaba solo las canciones, Leonel me pasó unas clases de una
guardería porque no daba abasto y me salvó la vida laboral hasta hoy. Llevo
cuarenta años ganando un sueldo digno con este trabajo paradisíaco.
Y sin embargo mi propio profesor tuvo que reengancharse con su primer
oficio, el de carpintero y lustrador, porque en las clases se quedaba tanto
tiempo charlando con los alumnos o las madres de los alumnos, que pasó de ser
un docente musical a un enamorador de la
perfección humana a domicilio y se le volvió imposible cumplir con una
agenda.
Lo que nunca dejó de hacer fue organizar campamentos en la Sierra de las
Ánimas o el Arequita o el salto del Penitente con cuidadosísima ciencia, y lo
que se generaba en esas peregrinaciones donde convivía gente de muy distintas
edades era una especie de transfiguración
grupal realmente meteórica. Yo fui unas cuantas veces lidiando con mis
miedos y malacrianzas y nunca disfruté del todo de la comunión con el verdor
salvaje y los pozos azules y los cielazos que transformaron al mismísimo
Artigas en un Hombre Nuevo capaz de diseñar una comunidad digna de la mejor
historia del planeta, pero cuando la espiral ascendente nos transportaba a
todos a una Más Dimensión como la que respiraron Jesús y Pedro y Juan y
Santiago en el Tabor entendía que la fe
en el trasluz misterioso de lo que nos trasciende es absolutamente invencible.
Leonel tiene ochenta años y es posible que abandone este mundo sin poder
aceptar conceptualmente su religiosidad. Pero desde que lo conozco aseguro que
él jamás se hubiese salvado si no lo
hubiese protegido algo. Y esa es la
única definición perfecta que yo conozco de religiosidad.
En mi caso, tuve que esperar a tener veinticinco años y vivir a la
intemperie en París para sentir esa protección
infalible, y mucho más exacta que la previsible causalidad física, que
sobrevuela a la pureza hermética.
Porque, Teilhard de Chardin dixit, Dios
no hace: hace hacer. Y cada uno de nosotros es el que elige hacer penetrar al Dueño en su Morada.
Las consignas que nos proponía Roche en los viajes eran No fallar, No quejarse y De lo bueno poco. Y un atardecer lo
descubrí en el campamento observando con pobreza de espíritu la fotito de su
segunda hija, Julia Elena, que sufría de una cardiopatía congénita y murió de
una operación cuando todavía a la escuela.
En aquellas peregrinaciones nunca
nos salió mal nada. Los que fueron lo saben. Y además nadie puede haber
escuchado quejarse a Leonel Roche de las injusticias
de la vida. Porque él nació sabiendo que el universo está bien hecho.
Lo que es capaz de desesperarlo casi hasta el desequilibrio, como al
Seymour Glass de J.D. Salinger, es la bestialidad del hombre-masa. Y su
cerrazón dogmática sobre el papel
moralizante que debe cumplir el arte es más insoportable que la de Platón o
la de Joaquín Torres García. Y aunque eso me enoje mucho, hay que reconocer que
no está mal acompañado.
En París le pregunté a Atahualpa Yupanqui si se acordaba del hijo más
chico de doña Julia Arévalo y el trovador con esqueleto de piedra sonrió: Claro. Aquellos ojazos mojados que me
iluminaban desde un rincón.
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