RAYMOND CHANDLER
(1888 – 1959)
EL SIMPLE ARTE DE
MATAR
LA LITERATURA DE FICCIÓN siempre, en todas sus formas, intentó ser realista.
Novelas anticuadas, que ahora parecen pomposas y artificiales, hasta el punto
de resultar ridículas, no lo parecían a las personas que las leyeron por
primera vez. Escritores como Fielding y Smollett podrían parecer realistas en
el sentido moderno, porque en general dibujaban personajes sin inhibiciones,
muchos de los cuales no estaban muy lejos de la frontera de la ley, pero las
crónicas de Jane Austen sobre personas muy inhibidas, contra un fondo de
aristocracia rural, parecen bastante reales en términos psicológicos. En la
actualidad abunda ese tipo de hipocresía moral y social. Agréguesele una dosis
liberal de presuntuosidad intelectual, y se obtendrá el tono de la página
literaria de su periódico y el sincero y fatuo ambiente engendrado por los
grupos de discusión de los pequeños clubes. Esas son las personas que apuntaban
a los best-sellers, que son trabajos de promoción basados en una especie de
explotación indirecta del esnobismo, cuidadosamente escoltados por las focas
adiestradas de la fraternidad crítica, y cuidados y regados con amor por
ciertos grupos de presión demasiado poderosos, cuyo negocio consiste en vender
libros, aunque prefieren que uno crea que están estimulando la cultura.
Atrásese un poco en sus pagos y descubrirá cuán idealistas son.
El relato policial, por varias razones, puede ser objeto de promoción en
muy raras ocasiones. Por lo general se refiere a un asesinato, y por lo tanto
carece del elemento promocionable. El asesinato, que es una frustración del
individuo y por consiguiente una frustración de la raza, puede poseer -y en
rigor posee- una buena proporción de inferencias sociológicas. Pero existe
desde hace demasiado tiempo como para constituir una noticia. Si la novela de
misterio es realista (cosa que muy pocas veces es), está escrita con cierto
espíritu de desapego; de lo contrario nadie, salvo un psicópata, querría
escribirla o leerla. La novela de crímenes tiene también una forma deprimente
de dedicarse a sus cosas, solucionar sus problemas y contestar sus preguntas.
Nada queda por analizar, aparte de si está lo bastante bien escrita como para
ser buena literatura de ficción, y de todos modos la gente que contribuye a las
ventas de medio millón de dólares nada sabe de esas cosas. La búsqueda de la
calidad en la literatura es ya bastante difícil para aquellos que hacen de esa
tarea una profesión, sin tener que prestar además demasiada atención a las ventas
anticipadas.
El relato de detectives (quizá será mejor que lo llame así, pues la
fórmula inglesa sigue dominando el oficio) tiene que encontrar su público por
medio de un lento proceso de destilación. Así lo hace, y se aferra a él con
gran tenacidad, y eso es un hecho; las razones por las cuales lo hace exigen un
estudio de mentalidades más pacientes que la mía. Tampoco es parte de mi tesis
la de que constituya una forma vital e importante del arte. No existen tales
formas vitales e importantes del arte; sólo existe el arte, y en muy escasa
proporción. El crecimiento de las poblaciones no aumentó en manera alguna esa
proporción; no hizo más que acrecentar la destreza con que se producen y
expenden los sustitutos.
Y, sin embargo, el relato detectivesco, aun en su forma más
convencional, ofrece dificultades para ser bien escrito. Las buenas muestras de
arte son mucho más raras que las buenas novelas serias. Mercancías de segunda
fila sobreviven a la mayor parte de la literatura de ficción de alta velocidad,
y muchas de las que jamás habrían debido nacer se niegan, lisa y llanamente, a
morir. Son tan perdurables como las estatuas que hay en los paseos públicos, e
igualmente aburridas.
Esto resulta muy molesto para la gente que posee lo que se llama discernimiento.
No les gusta que las obras de ficción penetrantes e importantes, de hace
algunos años, ocupen sus propios anaqueles especiales en la librería, con el rótulo
de «best-sellers de años ha», y que nadie se acerque a ellos, salvo uno que otro
cliente miope que se inclina, lanza una breve mirada y se aleja a toda prisa;
en tanto que las ancianas se empujan unas a otras ante la estantería de los
misterios para atrapar alguna muestra de la misma vendimia, con un título como El caso del triple asesinato o El inspector Pinchbottle acude a la escena. No les gusta que «los
libros realmente importantes» acumulen polvo en el mostrador de las
reimpresiones, mientras La muerte usa
ligas amarillas se publica en ediciones de cincuenta o cien mil ejemplares,
se distribuye en los quioscos de revistas de todo el país, y es evidente que no
está en ellos sólo para decir adiós al que pasa.
A decir verdad, a mí tampoco me gusta mucho. En mis momentos menos campanudos
yo también escribo relatos de detectives, y toda esa inmortalidad proporciona
un exceso de competencia. Ni siquiera Einstein podría ir muy lejos si todos los
años se publicaran trescientos tratados de física superior y varios millares de
otros, en una u otra forma, rondaran por ahí en excelentes condiciones, y
además se los leyera.
Hemingway dice en alguna parte que el buen escritor compite sólo con los
muertos. El buen escritor de relatos detectivescos (a fin de cuentas tiene que
haber unos pocos) compite no sólo con los muertos no enterrados, sino también
con todas las multitudes de los vivientes. Y en términos casi de igualdad,
porque una de las cualidades de ese tipo de literatura consiste en que lo que
hace que la gente la lea nunca pierde el estilo. Es posible que la corbata del
protagonista esté un poco pasada de moda y que el bueno y canoso inspector
llegue en un carricoche y no en un sedán aerodinámico, con la sirena aullando,
pero lo que hace cuando llega es el mismo antiguo ocuparse de comprobaciones de
horas y de trozos de papel chamuscado, y de quién pisoteó la vieja y querida
planta en flor que crece bajo la ventana de la biblioteca.
Sin embargo, yo tengo un interés menos sórdido en el asunto. Me parece
que la producción de relatos de detectives en tan gran escala, y por escritores
cuya recompensa inmediata es tan pequeña, y cuya necesidad de elogio crítico es
casi nula, no sería en modo alguno posible si el trabajo exigiera algún
talento. En ese sentido, la ceja enarcada del crítico y la sospechosa
comercialización del editor son perfectamente lógicas. El relato detectivesco
común quizá no sea peor que la novela común, pero uno nunca ve la novela común.
No se la publica. La novela detectivesca común, o apenas por encima de lo
común, sí se publica. Y no sólo es publicada, sino que es vendida en pequeñas
cantidades a bibliotecas ambulantes, y es leída. Inclusive hay unos pocos
optimistas que la compran al precio de dos dólares al contado, porque tiene un
aspecto tan fresco y nuevo, y porque hay en la cubierta el dibujo de un
cadáver.
Y lo extraño es que ese producto de una literatura de ficción
absolutamente irreal y mecánica, más que medianamente aburrida y marchita, no
es muy distinto de lo que se denomina obras maestras del arte. Se arrastra con
un poco más de lentitud, el diálogo es un tanto más gris, el cartón del que se
ha recortado a los personajes es apenas más delgado y las trampas un poco más
evidentes. Pero es el mismo tipo de libro. En tanto que una buena novela no es
en modo alguno el mismo tipo de libro que la mala novela. Se refiere a cosas
distintas desde cualquier punto de vista. Pero el buen relato de detectives y
el mal relato de detectives se refieren exactamente a las mismas cosas, y se
refieren a ellas más o menos de la misma manera. (También existen motivos para
esto, y motivos para los motivos; siempre es así.)
Supongo que el principal dilema de la novela de detectives tradicional,
clásica, directamente deductiva o de lógica y deducción consiste en que para
acercarse en alguna medida a la perfección, exige una combinación de cualidades
que no se puede encontrar en el mismo espíritu. El constructor frío no siempre
crea al mismo tiempo personajes vivaces, un diálogo agudo, un sentido del ritmo
y un penetrante empleo del detalle observado. El torvo lógico obtiene tanto
ambiente como el que hay en un tablero de dibujo. El investigador científico
tiene un bonito y reluciente laboratorio nuevo, pero lo siento mucho, no puedo
recordar su cara. El tipo que puede escribirle a uno una prosa vívida y llena
de colorido no se molesta en absoluto con el trabajo de coolie de atacar las
coartadas inatacables.
El maestro poseedor de raros conocimientos vive, en términos
psicológicos, en la época de las faldas de miriñaque. Si uno sabe todo lo que
debería saber sobre cerámica o sobre la labor de costura egipcia, no sabe nada
sobre la policía. Si sabe que el platino no se funde por debajo de los 2.800
grados Fahrenheit, pero que sí lo hace bajo la mirada de un par de ojos
intensamente azules; cuando se le pone cerca de una barra de plomo no sabe cómo
hacen el amor los hombres en el siglo XX. Y si sabe lo suficiente sobre la
elegante flanerie de la Riviera francesa de preguerra como para hacer que su
relato se desarrolle en ese escenario, entonces no sabe que un par de cápsulas
de barbital lo bastante pequeñas para ser tragadas no sólo no matan a un
hombre, sino que ni siquiera consiguen hacerle dormir si él se resiste a
dormirse.
Todos los escritores de relatos de detectives cometen errores, y ninguno
sabrá nunca tanto como debería. Conan Doyle cometió errores que invalidaron por
completo algunos de sus relatos, pero fue un precursor, y a fin de cuentas
Sherlock Holmes es sobre todo una actitud y algunas docenas de líneas de un
diálogo inolvidable. Los que realmente me tumban son las damas y caballeros de
lo que Howard Haycraft (en su libro Murder
for Pleasure) llama la Edad de Oro de la ficción detectivesca. Esa edad no
es remota. Para los fines de Haycraft, empieza después de la Primera Guerra
Mundial y dura más o menos hasta 1930. Para todos los fines prácticos, todavía
existe. Dos terceras o tres cuartas partes de todas las narraciones detectivescas
publicadas todavía siguen la fórmula que los gigantes de esa era crearon,
perfeccionaron, pulieron y vendieron al mundo como problemas de lógica y deducción.
Estas son palabras severas, pero no se alarmen. Son sólo palabras.
Echemos una mirada a una de las glorias de la literatura, una obra maestra
reconocida del arte de engañar al lector sin estafarlo. Se llama El misterio de la casa roja, fue escrita
por A. A. Milne, y Alexander Wollcott (un hombre más bien rápido con los
superlativos) la consideró «uno de los tres mejores relatos de misterio de
todos los tiempos».
Palabras de esas dimensiones no se pronuncian con ligereza. El libro se
publicó en 1922, pero es casi intemporal, y con suma facilidad habría podido
ser publicado enjulio de 1939 o, con unos pocos y leves cambios, la semana
pasada. Tuvo trece ediciones y parece haberse vendido, en su tamaño primitivo,
durante dieciséis años.
Eso sucede con muy pocos libros, de cualquier tipo que fueren. Es un
libro agradable, ligero, divertido, al estilo de Punch, escrito con una engañosa suavidad que no es tan fácil como
parece.
Se refiere a la suplantación, por Mark Ablett, de su hermano Robert, a
modo de broma a sus amigos. Mark es el dueño de la Casa Roja, una típica casa
de campo inglesa, y tiene un secretario que le alienta y ayuda en su
suplantación, porque el secretario piensa asesinarle si logra hacerla bien. En
la Casa Roja nadie ha visto nunca a Robert, desde hace quince años ausente en
Australia y conocido de todos por su reputación de pillastre. Se habla de una
carta de Robert, pero nunca es mostrada. Anuncia su llegada, y Mark insinúa que
no será una ocasión placentera. Y entonces, una tarde llega el supuesto Robert,
se identifica ante una pareja de sirvientes, se le hace pasar al estudio y Mark
(según declaraciones prestadas en el sumario judicial) le sigue. Después se
encuentra a Robert muerto en el suelo, con un agujero de bala en la cara, y,
por supuesto, Mark ha desaparecido. Llega la policía, sospecha que Mark debe de
ser el asesino, elimina los restos y lleva adelante la investigación, y a su
debido tiempo el sumario judicial.
Milne tiene conciencia de un obstáculo muy difícil, y trata de superarlo
como mejor puede. Como el secretario va a asesinar a Mark en cuanto éste se
haya establecido como Robert, la suplantación tiene que continuar y burlar a la
policía.
Pero además, como todos en la Casa Roja conocen íntimamente a Mark, es necesario
un disfraz. Esto se logra afeitando la barba de Mark, haciendo más rudas sus
manos («no las manos manicuradas de un caballero»: declaración) y usando una
voz gruñona y de modales toscos.
Pero eso no es suficiente. Los policías tendrán el cadáver, las ropas
que lo cubren y el contenido de los bolsillos de éstas. Por consiguiente, nada
de eso debe sugerir a Mark. Milne trabaja entonces como una locomotora de
maniobras para imponer la idea de que Mark es un actor tan engreído que se
disfraza inclusive en lo que respecta a los calcetines y la ropa interior (de
todo lo cual el secretario ha eliminado las marcas del fabricante), como un mal
actor que se ennegrece la cara para representar a Otelo. Milne calcula que si
el lector se traga eso (y las cifras de ventas muestran que así ha sucedido),
estará pisando terreno firme. Pero por frágil que pueda ser la textura del
relato, es presentado como un problema de lógica y deducción.
Si no es eso, no es ninguna otra cosa. Nada tiene que lo convierta en
ninguna otra cosa. Si la situación es falsa, ni siquiera se la puede aceptar
como una novela ligera, pues no hay relato alguno que la novela ligera tenga
como contenido. Si el problema no contiene los elementos de verdad y
plausibilidad, no es un problema; si la lógica es una alusión, nada hay que
deducir. Si la personificación es imposible en cuanto se informa al lector de
las condiciones que debe tener, entonces toda la novela es un fraude. No un
fraude deliberado, porque Milne no habría escrito la novela si hubiese sabido
con qué tropezaría. Porque tiene ante sí gran cantidad de cosas mortíferas,
ninguna de las cuales es objeto de su consideración. Y por lo que parece
tampoco las tiene en cuenta el lector casual, quien desea que el relato le agrade
y, por lo tanto, lo toma en su valor nominal. Pero el lector no está obligado a
conocer los hechos de la vida; el experto en el caso es el autor. Y he aquí lo
que ese autor ignora:
1. El juez de instrucción lleva a cabo un sumario judicial respecto de
un cadáver del cual no se ofrece una identificación legalmente competente. Un
juez de instrucción, por lo general en una gran ciudad, realiza a veces un
sumario con un cadáver que no se puede identificar, cuando el registro de
semejante sumario tiene o puede tener un valor (incendio, desastre, pruebas de
asesinato, etc.). Pero aquí no existen esos motivos, y no hay nadie que pueda
identificar el cadáver. Un par de testigos han dicho que el hombre afirmó que
era Robert Ablett. Eso es pura presunción, y sólo tiene peso si no existe nada
que lo contradiga. La identificación es prerrequisito de un sumario judicial.
Aun en la muerte, un hombre tiene derecho a su propia identidad. El juez de
instrucción tiene que imponer ese derecho, donde tal cosa sea humanamente
posible. Hacer caso omiso de ello constituiría una violación de las
obligaciones de su cargo.
2. Como Mark Ablett, desaparecido y sospechoso de asesinato, no puede defenderse,
son vitales todas las pruebas de sus movimientos antes y después del asesinato
(como también si posee dinero con el cual huir). Y, sin embargo, todas las pruebas
en ese sentido son ofrecidas por el hombre que está más próximo al asesinato, y
carecen de corroboración. Resultan automáticamente sospechosas, hasta que se
demuestre que son verdaderas.
3. La policía descubre, por investigación directa, que Robert Ablett no
gozaba de buena reputación en su aldea natal. Alguien en ella debe de haberle
conocido. Ninguna de esas personas comparece durante el sumario judicial. (El
relato no lo toleraría.)
4. La policía sabe que hay un elemento de amenaza en la supuesta visita
de Robert, y tiene que resultarle evidente que está vinculado con el asesinato,
y, sin embargo, no intenta seguir los pasos de Robert en Australia, o descubrir
qué reputación tenía allá, o qué vinculaciones, o inclusive si es cierto que ha
ido a Inglaterra, y con quién. (Si lo hubiera hecho, habría descubierto que
estaba muerto desde hacía tres años.)
5. El médico forense examina el cadáver, que tiene una barba recién
afeitada (deja al descubierto una piel no atezada), manos artificialmente
maltratadas, pero que es el cuerpo de un hombre adinerado, de vida ociosa,
residente desde hace tiempo en un clima fresco. Robert era un individuo rudo y
había vivido durante quince años en Australia. Esa es la información del
médico. Es imposible que no haya advertido nada que la contradijese.
6. Las ropas son anónimas, no contienen nada, y marcas del fabricante
han sido quitadas. Pero el hombre que las usaba declaró una identidad. La
presunción de que no era quien decía ser resulta abrumadora. Nada se hace en
relación con esta circunstancia. Jamás se menciona que se trata de una
circunstancia peculiar.
7. Ha desaparecido un hombre -y un hombre de la localidad, muy conocido-
y hay en el depósito un cadáver que se le parece mucho. Es imposible que la
policía elimine en el acto la posibilidad de que el desaparecido sea el muerto.
Nada sería más fácil que probarlo. Pero ni siquiera pensar en ello resulta
increíble. Convierte a los policías en idiotas, para que un descarado
aficionado asombre al mundo con una falsa solución.
El detective del caso es un negligente aficionado llamado Anthony
Gillingham, un buen muchacho de mirada alegre, cómodo apartamento londinense y
modales vivaces. No gana ningún dinero con su tarea, pero está siempre cerca
cuando los gendarmes locales pierden su libreta de anotaciones. La policía
inglesa parece soportarle con su acostumbrado estoicismo, pero tiemblo cuando
pienso en lo que le harían los muchachos de la oficina de homicidios de mi
ciudad.
Hay ejemplos menos plausibles que éste. En El último caso de Trent (a menudo llamado «el perfecto relato
detectivesco») hay que aceptar la premisa de que un gigante de las finanzas
internacionales, cuyo más ligero fruncimiento de cejas hace que Wall Street se
estremezca como un chihuahua, tramará su propia muerte para lograr el
ajusticiamiento de su secretario, y que éste, cuando es arrestado, mantenga un
aristocrático silencio; es posible que ello se deba a que es un viejo licenciado
de Eton. He conocido relativamente pocos financieros internacionales, pero se
me ocurre que el autor de la novela ha conocido (si ello es posible) a muchos
menos.
Hay una novela de Freeman Wills Crofts (el más sólido constructor de
todos, cuando no se pone muy fantasioso) en la que un asesino, con la ayuda de maquillaje,
sincronización de fracciones de segundo y una muy bonita huida, personifica al
hombre que acaba de asesinar, con lo cual logra tenerlo vivo y lejos del lugar
del asesinato. Hay una de Dorothy Sayers en la cual un hombre es asesinado de
noche, en su casa, por medio de un peso que se suelta mecánicamente, y que
funciona porque él siempre enciende la radio en tal y cual momento, siempre se
mantiene en tal y cual posición delante del aparato, y siempre se inclina hasta
tal y cual punto. Un par de centímetros de más hacia un lado o hacia el otro, y
los clientes tendrían que esperar a otra oportunidad. Esto es lo que vulgarmente
se conoce como hacer que Dios se le siente a uno en el regazo. Un asesino que
necesita tanta ayuda de la Providencia debe de haberse dedicado al oficio
equivocado.
Y hay un argumento de Agatha Christie que presenta en primer plano a M. Hercules
Poirot, el ingenioso belga que habla en una traducción literal de francés escolar,
según el cual, mediante el adecuado empleo de sus «pequeñas células grises», M.
Poirot decide que ninguno de los ocupantes de determinado coche-cama había
podido realizar el asesinato por sí solo, y que por lo tanto todos lo
cometieron juntos, y entonces divide el proceso en una serie de operaciones
simples, como si montara una batidora de huevos. Pertenece al tipo garantizado
para convertir la mente más aguda en pulpa. Sólo un idiota podría adivinarlo.
Hay argumentos mucho mejores de estos mismos escritores y de otros de su
escuela. Puede que en alguna parte exista alguno que realmente soporte un
examen atento. Sería divertido leerlo, aunque hubiese que volver a la página 47
para refrescar la memoria en cuanto al momento exacto en que el segundo jardinero
trasplantó a una maceta la begonia rosa de té que ganó el primer premio. Nada
hay nuevo en esos relatos, y nada viejo. Los que menciono son todos ingleses,
sólo porque las autoridades (las que existen) parecen entender que los
escritores ingleses llevaban cierta ventaja en esta monótona rutina, y que los
norteamericanos (inclusive el creador de Philo Vance, quizás el personaje más
asnal de la literatura de ficción detectivesca) sólo llegaron a los cursos
preparatorios de la universidad.
Esta novela clásica de detectives no aprendió nada ni olvidó nada. Es la
narración que uno encuentra casi todas las semanas en las grandes revistas satinadas,
con bonitas ilustraciones, y que prestan su debido homenaje al amor virginal y
al tipo correcto de artículos suntuarios. Quizás el ritmo se haya hecho un tanto
más rápido y el diálogo un poco más voluble. Se piden más daiquiris helados y menos
vasos de oporto añejo y anticuado; hay más ropas de Vogue y decorados de House
Beautiful, más elegancia, pero no más veracidad. Nos pasamos más tiempo en
hoteles de Miami y en colonias veraniegas de Cape Cod, y no vamos con tanta frecuencia
a contemplar el viejo y grisáceo reloj de sol del jardín isabelino.
Pero en lo fundamental se trata del mismo cuidadoso agrupamiento de sospechosos,
la misma treta absolutamente incomprensible de cómo alguien apuñaló a la señora
Pottington Postlethwaite III con el sólido puñal de platino, en el preciso
instante en que ella tocaba el bemol en lugar del sostenido en la nota más alta
de la Canción de la campana, de Lakmé, en presencia de
quince invitados mal elegidos; la misma ingenua de pijama con adornos de piel,
que grita por la noche para hacer que la gente entre en las habitaciones y
salga de ellas corriendo, para confundir todas las tablas de horarios; el mismo
silencio lúgubre al día siguiente, cuando están sentados sorbiendo cócteles Singapur y mirándose con expresión despectiva,
en tanto que los investigadores se arrastran de un lado a otro, bajo las alfombras
persas, con el sombrero hongo hundido en la cabeza.
Por lo que a mí respecta, me gusta más el estilo inglés. No es tan
frágil, y por lo general la gente usa ropa y bebe bebidas. Hay más sentido del
escenario, como si Cheesecake Manor existiera de veras y por completo, y no sólo
la parte que ve la cámara; hay más largas caminatas por los páramos, y los
personajes no tratan de comportarse todos como si acabaran de ser sometidos a
prueba por la MGM. Es posible que los ingleses no sean siempre los mejores
escritores del mundo, pero son, sin comparación alguna, los mejores escritores
aburridos del mundo.
Es preciso hacer una afirmación muy sencilla en lo que respecta a todos
estos relatos: en el plano intelectual no aparecen como problemas, y en el
plano artístico no aparecen como ficción. Están demasiado elaborados, y tienen
demasiado poca conciencia de lo que sucede en el mundo. Tratan de ser honrados,
pero la honradez es un arte. El mal escritor es deshonesto sin saberlo, y el
escritor más o menos bueno puede ser deshonesto porque no sabe en relación con
qué ser honesto.
Piensa que un plan complicado para un asesinato, que ha desconcertado al
lector perezoso porque no se molesta en hacer una lista de los detalles,
desconcertará también a la policía, que tiene la obligación de ocuparse de los
detalles.
Los muchachos que apoyan los pies sobre el escritorio saben que el caso
de asesinato que más fácil resulta solucionar es aquel con el cual alguien ha
tratado de pasarse de listo; el que realmente les preocupa es el asesinato que
se le ocurrió a alguien dos minutos antes de llevarlo a cabo. Pero si los
escritores de este tipo de ficción escribieran sobre los asesinatos que ocurren
en la realidad, también estarían obligados a escribir sobre el auténtico sabor
de la vida, tal como es vivida. Y como no pueden hacerlo, fingen que lo que
hacen es lo que se debe hacer. Y esa es una petición de principio... y los
mejores de ellos lo saben.
En su introducción al primer Omnibus
of Crime, Dorothy Sayers escribía: «[El relato detectivesco] no llega, y
por hipótesis nunca puede llegar, al plano más alto de logro literario.» Y en
otra parte sugería que ello se debe a que se trata de una «literatura de
evasión» y no de una «literatura de expresión». No sé cuál es el plano más alto
de logro literario; tampoco lo sabían Esquilo ni Shakespeare; tampoco lo sabe
Dorothy Sayers. Cuando los demás elementos son iguales -cosa que nunca sucede-,
un tema más poderoso provoca una ejecución más poderosa. Pero se han escrito
algunos libros muy aburridos acerca de Dios, y algunos muy buenos sobre la manera
de ganarse la vida y seguir siendo honrado. Siempre es cuestión de quién es el
que escribe y de qué tiene adentro para escribir.
En cuanto a literatura de expresión y literatura de evasión, pertenece a
la jerga de los críticos, es una utilización de palabras abstractas como si
tuviesen significados absolutos. Todo lo que se escribe con vitalidad expresa
esa vitalidad; no hay temas vulgares; sólo hay mentalidades vulgares. Todos los
que leen escapan de algo hacia lo que hay detrás de la página impresa; puede
discutirse la calidad del sueño, pero la liberación que ofrece se ha convertido
en una necesidad funcional.
Todos los hombres tienen que escapar en ocasiones del mortífero ritmo de
sus pensamientos íntimos. Ello forma parte del proceso de la vida entre los
seres pensantes. Es una de las cosas que los distingue del perezoso de tres
dedos; en apariencia -uno nunca puede estar seguro- éste se conforma con colgar
cabeza abajo de la rama, y ni siquiera le interesa leer a Walter Lippman. No
tengo una predilección especial por la novela detectivesca como evasión ideal.
Simplemente digo que todo lo que se lee por placer es una evasión, se trate de
un texto en griego, de un libro de matemáticas, de uno de astronomía, de uno de
Benedetto Croce o de El diario del hombre
olvidado. Decir lo contrario es ser un esnob intelectual y un principiante
en el arte de vivir.
No creo que tales consideraciones movieran a Dorothy Sayers en su ensayo
de frivolidad crítica.
Creo que lo que en realidad le torturaba los pensamientos era la lenta adquisición
de la conciencia de que su tipo de relato detectivesco era una fórmula árida
que ya no podía satisfacer siquiera sus propias inferencias. Era una literatura
de segundo grado porque no se refería a las cosas que podían constituir una literatura
de primer grado. Si empezaba por referirse a personas reales (y ella sabía escribir
sobre esas personas; sus personajes menores lo demuestran), estas tendrían que
hacer muy pronto cosas irreales a fin de elaborar el esquema artificial exigido
por el argumento. Cuando hacían cosas irreales, dejaban de ser personas reales.
Se convertían en muñecos, en enamorados de cartón y en villanos de cartón piedra,
y en detectives de exquisita e imposible gracia.
El único tipo de escritor que podría sentirse dichoso con estas
propiedades es el que no sabe qué es la realidad. Los relatos de Dorothy Sayers
muestran que le molestaba esa trivialidad; el elemento más débil en ellas es la
parte que los convierte en narraciones detectivescas, y el más fuerte la parte
que se podría eliminar sin tocar el «problema de lógica deducción», y, sin
embargo, no pudo o no quiso dar a sus personajes libertad para que construyeran
su propio misterio. Para lograrlo hacía falta una mente más sencilla y directa
que la de ella.
En The Long Week-end, que es
una exposición drásticamente competente de la vida y los modales ingleses en la
década posterior a la Primera Guerra Mundial, Robert Graves y Alan Hodge
prestaron cierta atención al relato detectivesco. Eran tan tradicionalmente
ingleses como los adornos de la Edad de Oro, y escribían acerca de la época en
que esos escritores eran tan conocidos como cualquier escritor del mundo. De
una u otra forma, sus libros se vendían por millones, y en una docena de
idiomas. Ésas fueron las personas que fijaron la forma, establecieron las reglas
y fundaron el famoso Detection Club, que es un Parnaso de los escritores ingleses
de novelas de misterio. Entre sus miembros se cuentan prácticamente todos los
escritores importantes de novelas de detectives, a partir de Conan Doyle.
Pero Graves y Hodge decidieron que durante todo ese período un solo
escritor de primera línea había escrito novelas de detectives. Un norteamericano,
Dashiell Hammett. Tradicionales o no, Graves y Hodge no eran almidonados
conocedores de lo de segunda fila; veían lo que estaba pasando en el mundo,
cosa que no era percibida por el relato detectivesco de su tiempo; y tenían
conciencia de que los escritores que poseen la capacidad y la visión necesarias
para producir una verdadera literatura de ficción no producen una literatura de
ficción irreal.
No es fácil decidir ahora, aunque tenga importancia, cuán original fue
en verdad Hammett como escritor. Fue uno en un grupo, el único que logró el
reconocimiento de la crítica, pero no el único que escribió o trató de escribir
verdaderas novelas de misterio realistas. Todos los movimientos literarios son
así: se elige a un individuo como representante de todo el movimiento; por lo
general es la culminación de éste.
Hammett fue el as del grupo, pero no hay en su obra nada que no esté
implícito en las primeras novelas y cuentos cortos de Hemingway.
Y, sin embargo, por lo que sé, es posible que Hemingway haya aprendido
algo de Hammett, y también de escritores como Dreiser, Ring Lardner, Carl
Sandburg, Sherwood Anderson y él mismo. Hacía tiempo que se llevaba a cabo un desenmascaramiento
más o menos revolucionario, tanto en el lenguaje como en el material de la literatura
de ficción. Es probable que comenzara en la poesía; casi todo comienza en ella.
Si se desea, se puede remontar hasta Walt Whitman. Pero Hammett aplicó ese
desenmascaramiento al relato detectivesco, y éste, debido a su gruesa costra de
elegancia inglesa y de pseudo elegancia norteamericana, fue muy difícil de
poner en movimiento.
Dudo que Hammett tuviese algún objetivo artístico deliberado; trataba de
ganarse la vida escribiendo algo acerca de lo cual contaba con información de primera
mano. Una parte la inventó; todos los escritores lo hacen; pero tenía una base
en la realidad; estaba compuesta de cosas reales. La única realidad que los escritores
ingleses de novelas de detectives conocían era el acento que usaban en su
conversación los habitantes de Surbiton y de Bognor Regis. Aunque escribían sobre
duques y jarrones venecianos, los conocían tan poco, por propia experiencia, como
lo que conoce el personaje adinerado de Hollywood sobre los modernistas franceses
que cuelgan de las paredes de su castillo de Bel-Air o sobre el semiantiguo
Chippendale, antes banco de remendón, que usa como mesita para el café. Hammet
extrajo el crimen del jarrón veneciano y lo depositó en el callejón; no tiene
por qué permanecer allí para siempre, pero fue una buena idea empezar por alejarlo
todo lo posible de la idea de una Emily Post acerca de como roe un ala de pollo
la debutante bien educada.
Hammett escribió al principio (y casi hasta el final) para personas con
una actitud aguda y agresiva hacia la vida. No tenían miedo del lado peor de
las cosas; vivían en ese lado. La violencia no les acongojaba. Hammett devolvió
el asesinato al tipo de personas que lo cometen por algún motivo, y no por el
solo hecho de proporcionar un cadáver. Y con los medios de que disponían, y no
con pistolas de duelo cinceladas a mano, curare y peces tropicales. Describió a
esas personas en el papel tales como son, y las hizo hablar y pensar en el
lenguaje que habitualmente usaban para tales fines.
Tenía estilo, pero su público no lo sabía, porque lo desarrollaba en un
lenguaje que no se suponía capaz de tales refinamientos. Pensaron que estaban
recibiendo un buen melodrama carnal, escrito en el tipo de jerga que creían
hablar ellos mismos. Y en cierto sentido así era, pero al mismo tiempo era
mucho más. Todo el lenguaje comienza con el lenguaje hablado, y en especial con
el que hablan los hombres comunes, pero cuando se desarrolla hasta el punto de
convertirse en un medio literario, sólo tiene la apariencia de lenguaje
hablado. En sus peores aspectos, el estilo de Hammett era tan formalizado como
una página de Mario el epicúreo; en el mejor de sus momentos podía decir casi
cualquier cosa. Yo creo que ese estilo, que no pertenece a Hammett ni a nadie,
sino que es el lenguaje norteamericano (y ya ni siquiera exclusivamente eso),
puede decir cosas que él no sabía cómo decir ni sentía la necesidad de decir.
En sus manos no tenía matices, no dejaba un eco, no evocaba una imagen más allá
de una colina distante.
Se dice que a Hammett le faltaba corazón, y sin embargo el relato que a
él más le gustaba era la descripción del afecto de un hombre por un amigo. Era
espartano, frugal, empedernido, pero una y otra vez hizo lo que sólo los
mejores escritores pueden llegar a hacer. Escribió escenas que en apariencia
nunca se habían escrito hasta entonces.
Y a pesar de todo no destrozó el relato detectivesco formal. Nadie puede
hacerlo: la producción exige una forma que se pueda producir. El realismo exige
demasiado talento, demasiado conocimiento, demasiada conciencia. Es posible que
Hammett lo haya aflojado un poco aquí y aguzado un tanto allá. Por cierto que
todos, salvo los más estúpidos y prostituidos de los escritores, tienen más
conciencia que antes de su artificialidad. Y él demostró que el relato de
detectives puede ser una forma de literatura importante. Puede que El halcón maltés sea o no una obra
genial, pero un autor que es capaz de esa novela no es, en principio, incapaz
de nada. En cuanto a que un relato detectivesco puede ser tan bueno como ése,
sólo los pedantes negarán que podría ser mejor aún.
Hammett hizo algo más: hizo que resultase divertido escribir novelas de detectives,
y no un agotador encadenamiento de claves insignificantes. Es posible que sin
él no llegara a existir un misterio regional tan inteligente como Inquest, de Percival Wilde, o un estudio
irónico tan diestro como el Veredicto de
doce, de Raymond Postgate, o una salvaje muestra de virtuosismo intelectual
como The Dagger of the Mind, de
Kenneth Fearing, o una idealización tragicómica del asesino como en Mr. Bowling Buys a Newspaper, de Donald Henderson, o inclusive una alegre y enmarañada
cabriola hollywoodense como Lazarus Nº. 7,
de Richard Sale.
Es fácil abusar del estilo realista: por prisa, por falta de conciencia,
por incapacidad para franquear el abismo que se abre entre lo que a un escritor
le gustaría poder decir y lo que en verdad sabe decir. Es fácil falsificarlo;
la brutalidad no es fuerza, la ligereza no es ingenio, y esa manera de escribir
nerviosa, al-bordede- la-silla, puede resultar tan aburrida como la manera
vulgar; los enredos con las rubias promiscuas pueden ser muy fatigosos cuando
los describe un joven gotoso que no tiene en la cabeza otro objetivo que
describir un enredo con rubias promiscuas. Y se ha hecho tanto de esto, que
cuando un personaje de una narración de detectives dice Yeah, el autor es
automáticamente un imitador de Hammett.
Y hay todavía por ahí algunas personas que dicen que Hammett no escribía
relatos detectivescos, sino simples crónicas empedernidas de calles del hampa,
con un superficial elemento de misterio dejado caer como una aceituna en un
martini.
Son las ancianas aturdidas -de ambos sexos (o de ninguno) y de casi
todas las edades- que prefieren sus misterios perfumados con capullos de
magnolia y no les agrada que se les recuerde que el asesinato es un acto de
infinita crueldad, aunque los que lo cometen tengan a veces el aspecto de
jóvenes de la buena sociedad, profesores universitarios o encantadoras mujeres
maternales, de cabello suavemente encanecido.
Hay también algunos asustadísimos defensores del misterio formal o
clásico, quienes entienden que ningún relato es un relato de detectives si no
postula un problema formal y exacto, y si no dispone a su alrededor todas las
claves, con claros rótulos. Esas personas señalan, por ejemplo, que al leer El halcón maltés a nadie le preocupa
quién mató al socio de Spade, Archer (que es el único problema formal de la
narración), porque al lector se le hace pensar constantemente en otra cosa.
Pero en La llave de cristal se le
recuerda al lector a cada rato que el interrogante es quién mató a Taylor
Henry, y se obtiene exactamente el mismo efecto; un efecto de movimiento, de
intriga, de objetivos entrecruzados, y el gradual esclarecimiento de lo que son
los personajes, que de cualquier manera es todo lo que la novela detectivesca
tiene derecho a ser. Lo demás es hojarasca.
Pero todo esto (y además Hammett) no es suficiente para mí. El realista
de esta rama literaria escribe sobre un mundo en el que los pistoleros pueden
gobernar naciones y casi gobernar ciudades, en el que los hoteles, casas de
apartamentos y célebres restaurantes son propiedad de hombres que hicieron su
dinero regentando burdeles; en el que un astro cinematográfico puede ser el
jefe de una pandilla, y en el que ese hombre simpático que vive dos puertas más
allá, en el mismo piso, es el jefe de una banda de controladores de apuestas;
un mundo en el que un juez con una bodega repleta de bebidas de contrabando
puede enviar a la cárcel a un hombre por tener una botella de un litro en el
bolsillo; en que el alto cargo municipal puede haber tolerado el asesinato como
instrumento para ganar dinero, en el que ninguno puede caminar tranquilo por
una calle oscura, porque la ley y el orden son cosas sobre las cuales hablamos,
pero que nos abstenemos de practicar; un mundo en el que uno puede presenciar
un atraco a plena luz del día, y ver quién lo comete, pero retroceder
rápidamente a un segundo plano, entre la gente, en lugar de decírselo a nadie,
porque los atracadores pueden tener amigos de pistolas largas, o a la policía
no gustarle las declaraciones de uno, y de cualquier manera el picapleitos de
la defensa podrá insultarle y zarandearle a uno ante el tribunal, en público,
frente a un jurado de retrasados mentales, sin que un juez político haga algo más
que un ademán superficial para impedirlo.
No es un mundo muy fragante, pero es el mundo en el que vivimos, y
ciertos escritores de mente recia y frío espíritu de desapego pueden dibujar en
él tramas interesantes y hasta divertidas. No es gracioso que le asesinen por
tan poca cosa, y que su muerte sea la moneda de lo que llamamos civilización. Y
todo esto sigue sin ser suficiente.
En todo lo que se puede llamar arte hay algo de redentor. Puede que sea tragedia
pura, si se trata de una tragedia elevada, y puede que sea piedad e ironía, y puede
ser la ronca carcajada de un hombre fuerte. Pero por estas calles bajas tiene que
caminar el hombre que no es bajo él mismo, que no está comprometido ni asustado.
El detective de esa clase de relatos tiene que ser un hombre así. Es el protagonista,
lo es todo. Debe ser un hombre completo y un hombre común, y al mismo tiempo un
hombre extraordinario. Debe ser, para usar una frase más bien trajinada, un
hombre de honor por instinto, por inevitabilidad, sin pensarlo, y por cierto
que sin decirlo. Debe ser el mejor hombre de este mundo, y un hombre lo bastante
bueno para cualquier mundo. Su vida privada no me importa mucho; creo que
podría seducir a una duquesa, y estoy muy seguro de que no tocaría a una virgen.
Si es un hombre de honor en una cosa, lo es en todas las cosas.
Es un hombre relativamente pobre, pues de lo contrario no sería
detective. Es un hombre común, pues de lo contrario no viviría entre gente
común. Tiene un cierto conocimiento del carácter ajeno, o no conocería su
trabajo. No acepta con deshonestidad el dinero de nadie ni la insolencia de
nadie sin la correspondiente y desapasionada venganza. Es un hombre solitario,
y su orgullo consiste en que uno le trate como a un hombre orgulloso o tenga
que lamentar haberle conocido. Habla como habla el hombre de su época, es
decir, con tosco ingenio, con un vivaz sentimiento de lo grotesco, con
repugnancia por los fingimientos y con desprecio por la mezquindad.
El relato es la aventura de este hombre en busca de una verdad oculta, y
no sería una aventura si no le ocurriera a un hombre adecuado para las
aventuras.
Tiene una amplitud de conciencia que le asombra a uno, pero que le
pertenece por derecho propio, porque pertenece al mundo en que vive. Si hubiera
bastantes hombres como él, creo que el mundo sería un lugar muy seguro en el
que vivir, y sin embargo no demasiado aburrido como para que no valiera la pena
habitar en él.
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