LEON CHESTOV
KIERKEGAARD Y LA FILOSOFÍA EXISTENCIAL
(Vox clamantis in deserto)
traducción
de José Ferrater Mora
TERCERA ENTREGA
A MODO DE INTRODUCCIÓN (2)
KIERKEGAARD Y DOSTOIEVSKI
(Conferencia dada en la Sociedad rusa de
Religión y de Filosofía de París)
II
He tenido que detenerme un poco en la filosofía especulativa de Hegel,
ya que la tarea esencial de Dostoievski y Kierkegaard (el primero no se daba
cuenta de esto, pero el segundo poseía de ello una plena conciencia) consistía
en luchar contra el conjunto de ideas que encarnaba el hegelianismo,
culminación del desarrollo milenario del pensamiento europeo. La ruptura del
vínculo natural que liga entre sí a los fenómenos, ruptura en la cual se
manifestaba el poder Creador sobre el mundo y su omnipotencia, era Hegel la
cosa más insoportable, las más terrible: se trata para él de una ”violación del
espíritu”. Hegel se burla de las narraciones de la Biblia. Todas ellas
pertenecen, en su sentir, a la “historia”. No nos hablan sino de lo finito, de
esta realidad finita que el hombre que pretende vivir en el espíritu y en la
verdad debe rechazar enérgicamente. Esto es lo que Hegel llamaba “conciliar” la
religión y la razón. De este modo la religión quedaba justificada por la
filosofía, la cual percibe a través de la diversidad de las múltiples
concepciones religiosas la “verdad necesaria”, y descubre en esta verdad
necesaria “la idea eterna”.
La razón queda así, sin ningún género de dudas, plenamente satisfecha.
Pero, ¿qué queda de la religión que de tal manera se ha justificado ante la
razón? No hay duda tampoco de que, tras haber reducido el contenido de la
“religión absoluta” a la unidad de la naturaleza divina y la naturaleza humana,
Hegel y sus seguidores lograban ser, tal como el tentador lo había prometido a
Adán, scientes, es decir, descubrían
en el Creador una naturaleza idéntica a la que percibían en su propio ser.
Pero, ¿nos encaminamos hacia la religión para concebir el saber? Belinsky
exigía que se le diera cuenta de todas las víctimas del azar, de la
inquisición, etc. Pero, ¿se preocupa el saber de dar cuenta de esas víctimas?
¿Es capaz siquiera de hacerlo? Por el contrario, el que “sabe”, y sobre todo el
que sabe que la naturaleza de Dios y la del hombre son una y la misma, sabe
también perfectamente que Belinsky exige algo imposible. Ahora bien, exigir lo
imposible significa, como decía ya Aristóteles, mostrar la propia debilidad del
espíritu. Todas las pretensiones humanas deben enmudecer allí donde comienza el
dominio de lo imposible, allí donde, para hablar como Hegel, acaban todos los
intereses del espíritu.
Pero, tras haber topado con esa misma realidad que en nombre de los
intereses del espíritu, Hegel quería que se rechazara, Kierkegaard -que, sin
embargo, se había nutrido de Hegel y lo veneraba en su juventud- comprendió
repentinamente que la filosofía de su maestro ocultaba un embuste fatal, una
perfidia, una tentación peligrosa. Reconoció en ella el eritis scientes de la serpiente bíblica; un llamamiento para
sustituir la fe en un Creador viviente y libre, la fe que no tiene miedo a
nada, por la sumisión a las verdades inmutables, que disponen de un poder
absoluto sobre todo, pero que son indiferentes a todo. Abandonando al glorioso
filósofo, al gran sabio, Kierkegaard se dirigió o, mejor dicho, se precipitó
hacia su único salvador, hacia un “pensador privado”, hacia el Job de la
Biblia. Y de Job pasó a Abraham; no a Aristóteles, el maestro de los que saben,
sino al que la Escritura llama el padre de la fe. Por Abraham abandonó incluso
a Sócrates. También Sócrates “sabía”. Gracias al “conócete a ti mismo”, el dios
pagano le había manifestado la verdad de las naturalezas divina y humana cinco
siglos antes de que la Biblia llegase a Europa. Sócrates sabía que para Dios,
así como el hombre, no todo es posible, y que lo posible y lo imposible están
determinados, no por Dios, sino por las leyes eternas a las cuales tanto Dios
como el hombre están sometidos. He aquí que Dios no tiene poder sobre la
historia, es decir, sobre la realidad.
“Hacer que lo que ha sido no fuera es imposible en el mundo sensible;
esto es posible sólo de modo interior, en espíritu”. Así habla Hegel. Y esta
verdad no la ha descubierto, ciertamente, en la Escritura, que repite tantas
veces y con tanta insistencia que nada es imposible para Dios y que inclusive
promete al hombre que dispondrá de poder sobre todo lo que existe en el mundo.
“Nada imposible habrá para vosotros si poseéis la fe como un grano de mostaza.”
Pero la filosofía del espíritu no entiende estas palabras; no quiere
entenderlas. Estas palabras le causan indignación; el milagro, recordémoslo, es
una violación del espíritu. Pero la fuente de lo “milagroso” es la fe, y una fe
que tiene la audacia de no intentar justificarse ante la razón, que no busca
justificación en parte alguna, que convoca ante su tribunal todo lo que existe
en el mundo. La fe se halla por encima del saber, más allá del saber. Cuando
Abraham se dirigía a la tierra prometida, dice el apóstol, marchaba sin saber
él mismo hacia dónde iba. No tenía ninguna necesidad de saber, pues tenía la
promesa: allí donde llegue -y por el hecho de que llegue allí-, estará la
tierra prometida. Semejante fe no existe para la filosofía del espíritu. Para
la filosofía del espíritu la fe no es sino un saber imperfecto, un saber a
crédito que solamente resultará verdadero cuando obtenga el reconocimiento de
la razón. Nadie tiene derecho a discutirlo; nadie tiene la fuerza suficiente
para luchar contra la razón y las verdades racionales. Las verdades racionales
son verdades eternas: hay que aceptarlas sin reservas e impregnarse de ellas.
La fórmula hegeliana -“Todo lo real es racional”- es la traducción libre de la
fórmula spinoziana -non ridere, non
lugere, neque detestari, sed intelligere. El Creador se inclina, lo mismo
que la criatura, ante las verdades eternas. La filosofía especulativa no
renunciará por nada del mundo a este principio, lo defenderá con todas sus
fuerzas. El saber, la comprensión, le son más caros que la salvación eterna. Y
por esto proclamaba Spinoza con inquebrantable confianza: no llorar, no
maldecir, sino comprender.
Ahora bien, precisamente en este punto, en esta “realidad racional”,
presintió y descubrió Kierkegaard la significación de ese vínculo misterioso,
para nosotros tan enigmático, que establece la narración del Génesis entre el
saber y la caída.
Sin embargo, la Escritura no rechaza ni en modo alguno prohíbe el saber
en el sentido propio del término. Por el contrario, la escritura dice que el
hombre fue llamado a dar sus nombres a todas las cosas. Pero el hombre no quiso
hacerlo; no quiso contentarse con denominar las cosas creadas por Dios. Es lo que
Kant expresó perfectamente en la primera edición de la Crítica de la Razón Pura: “La experiencia -dice- nos muestra lo que
existe, pero no nos muestra que lo que existe debe necesariamente existir de
ese modo (como existe y no de otra manera). Por eso la experiencia no nos
proporciona una verdadera generalidad. Así, la razón que aspira ávidamente a
tal género se saber se halla más bien irritada que satisfecha con la
experiencia.” La razón aspira ávidamente a entregar al hombre el poder de la
necesidad, y el acto libre de la creación a que se refiere la Escritura no
solamente no la satisface, sino que la irrita, la perturba y la asusta. Más
prefiere abandonarse al poder de la necesidad -con sus principios eternos,
universales, inmutables- que a su Creador. Así dice el primer hombre, seducido
o hechizado por las palabras del tentador. Así lo hacemos todos nosotros,
incluyendo los más grandes representantes del pensamiento humano. Aristóteles,
hace veinte siglos, Spinoza, Kant, Hegel en los tiempos modernos, han estado
poseídos por la necesidad irresistible de entregarse, de abandonar la humanidad
a la necesidad. Y ni siquiera han sospechado que ahí radica precisamente la
caída: en el saber han visto no su pérdida, sino la salvación.
También Kierkegaard había sido instruido por los antiguos, y en su
juventud había admirado apasionadamente a Hegel. Sólo cuando por la voluntad
del destino quedó por entero en poder de esa necesidad a la cual su razón tan
ávidamente aspiraba, comprendió la significación profunda, desconcertante de
las palabras de la Biblia sobre la caída del hombre. Hemos cambiado la fe que
determina la relación entre la criatura y el Creador y que constituye una
promesa de libertad ilimitada y de posibilidades infinitas, hemos cambiado esta
fe por el saber, por la esclavitud, por la total sumisión a los principios
eternos, petrificados y petrificadores. ¿Puede imaginarse una caída más honda,
más terrible? Y entonces Kierkegaard sintió que el comienzo de la filosofía no
era, como lo enseñaban los griegos, la admiración, sino la desesperación: De profundis at te, Domine, clamavi.
Comprendió que podía hallarse en el “pensador privado” Job lo que ni siquiera
se le había ocurrido al célebre profesor, al tan glorificado filósofo.
Contra Spinoza y contra quienes, antes y después de Spinoza, buscaban en
la filosofía la “comprensión” (intelligere)
y convertían la razón humana en juez del propio Creador, Job nos enseña,
mediante su ejemplo, que para descubrir la verdad no hay que rechazar ni
prohibir el lugere et detestari,
sino, al contrario, hay que tomarlos como puntos de partida. El saber, es
decir, la disposición a aceptar como verdadero todo lo que parece evidente,
todo lo que perciben nuestros ojos “abiertos” tras la caída (Spinoza les llama oculi mentis; Hegel habla de la visión
“espiritual”), este saber conduce inevitablemente al hombre a su pérdida. “El
justo vivirá por la fe” dice el profeta, y el apóstol repite sus palabras.
“Todo lo que no viene de la fe es pecado”. Sólo por medio de estas palabras
podremos vencer la tentación, eritis
scientes, a la cual sucumbió el primer hombre y a cuyo poder estamos todos
sometidos. Job devuelve a los llantos y a los gritos (lugere et destestari), rechazados por la filosofía especulativa,
sus derechos eternos, el derecho de juzgar cuando se busca dónde está la
verdad, dónde se encuentra la mentira. “La cobardía humana no puede soportar lo
que nos dicen la locura y la muerte”, y los hombres vuelven sus espaldas a los
horrores de la existencia, contentándose con las “consolaciones” preparadas por
la filosofía del espíritu. ”Pero Job -prosigue Kierkegaard- atestiguó la
amplitud de su concepción del mundo mediante la inquebrantable firmeza con que
se opuso a todas las añagazas de la ética” (es decir, de la filosofía del
espíritu: los amigos de Job le decían lo que posteriormente proclamó Hegel en
su “filosofía del espíritu”). Y agregó: “La grandeza consiste en que su tensión
no puede ser aliviada y ahogada por medio de promesas mentirosas” (de esa misma
filosofía del espíritu). Y, finalmente: “Job fue bendecido. Todo le fue
devuelto por partida doble. Y esto es lo que se llama la repetición… ¿Cuándo se
produce la repetición? Difícil resulta explicarlo por medio de palabras
humanas. ¿Cuándo se produjo para Job? Cuando
todas las probabilidades humanamente pensables demostraban su imposibilidad.”
Y Kierkegaard anota en su Diario: “Sólo el horror que ha llegado hasta la
desesperación desarrolla en el hombre sus más altas fuerzas”.
Para Kierkegaard y para su filosofía -que por oposición a la filosofía
especulativa llamó filosofía existencial, es decir, la que proporciona al
hombre, no la “comprensión”, sino la vida (“el justo vivirá por la fe”)-, los
gritos de Job no son solamente gritos, es decir, clamores absurdos, inútiles,
fatigosos. Una nueva dimensión del pensamiento se revela para Kierkegaard en esos
gritos; llevan dentro de sí una fuerza activa que, como las trompetas de
Jericó, harán desplomarse las murallas de la fortaleza. Es el tema fundamental
de la filosofía existencial. Ciertamente, Kierkegaard sabe tan bien como todos
que desde el punto de vista de la filosofía especulativa la filosofía
existencial es el peor de los absurdos. Pero esto no lo detiene; por el
contrario, lo arrebata. Es en el “objetivismo” de la filosofía especulativa
donde ve su vicio esencial. “Los hombres -escribe- se han hecho demasiado
objetivos para lograr la bienaventuranza eterna, pues la bienaventuranza eterna
consiste justamente en un interés personal infinitamente apasionado.” Y este
interés infinito constituye el principio de la fe. “Si renuncio a todo (tal
como lo exige la filosofía especulativa, que por medio de la dialéctica de lo
finito ‘libera’ al espíritu humano), esto no es aun la fe -escribe Kierkegaard
a propósito del sacrificio de Abraham-: esto no es más que la sumisión. Ejecuto
este movimiento con mis propias fuerzas. Y si no lo hago, se debe tan sólo a
miedo y flaqueza. Pero si poseo la fe, no renuncio a nada. Por el contrario: por la fe consigo
todo -quien posee la fe como un grano de mostaza puede mover las montañas. Se
necesita un valor puramente humano para renunciar a lo temporal en favor de lo
eterno. Pero se necesita un valor paradójico y humilde para coger en virtud de
lo Absurdo cuanto sea temporal. Es el valor de la fe: Abraham no perdió a Isaac
por la fe: por la fe lo obtuvo”. Podría citarse gran número de pasajes de
Kierkegaard que expresan la misma idea. “El caballero de la fe -declara- es un
hombre verdaderamente dichoso, que posee todo lo finito”.
Kierkegaard se da perfectamente cuenta de que semejantes declaraciones constituyen un desafío a todas sugestiones del natural pensamiento humano. Por eso busca la protección, no en la razón, con sus juicios necesarios y generales a los que Kant tan ávidamente aspira, sino en lo Absurdo, esto es, en la fe que la razón estima como lo Absurdo. Sabe por propia experiencia que “creer contra la razón es un martirio”. Pero sólo una tal fe, una fe que nos busca y no puede hallar justificación en la razón, es, según Kierkegaard, la fe de la Escritura. Sólo ella da al hombre la esperanza de vencer esa necesidad que, por medio de la razón, se ha introducido en el mundo y en él reina. Cuando Hegel transforma la verdad de la Escritura, la verdad revelada, en verdad metafísica; cuando, en vez de decir: Dios se ha hecho hombre, o el hombre ha sido creado a imagen y semejanza de Dios, proclama que “la idea fundamental de la religión absoluta es la unidad de la naturaleza divina y de la naturaleza humana”, mata la fe. El sentido de las palabras de Hegel es idéntico al de las palabras de Spinoza: Deus ex solis suae naturae legibus et a nemine coactus agit: “Dios actúa solamente de acuerdo con las leyes de su propia naturaleza y no está sujeto a nada”. Y el contenido de la religión absoluta se reduce también al principio de Spinoza: Res nullo alio modo vel ordine a Deu produci potuerund quam productae sunt: “las cosas no podían ser producidas por Dios de otro y en otro orden, que como han sido producidas”. La filosofía especulativa no puede existir sin la idea de necesidad; esta idea le es tan indispensable como el aire al hombre, como el agua al pez. Por esto las verdades de la experiencia causan tal irritación a la razón. Estas palabras testimonian el “fiat” divino y no proporcionan el verdadero saber; dicho de otro modo, el saber que obliga. Mas el sabor que obliga es para Kierkegaard una abominación, la fuente del pecado original. Por medio del eritis scientes provocó el tentador la caída del hombre.
De acuerdo con esto, “lo contrario del pecado no es -para Kierkegaard-
la virtud, sino la libertad”; mas aun: “lo contrario del pecado es la fe”. La
fe, sólo la fe, libera al hombre del pecado; sólo la fe puede arrancar al hombre
de manos del poder de las verdades necesarias que se han apoderado de su
conciencia tras haber gustado el fruto prohibido. Y sólo la fe le proporciona
al hombre el valor y la audacia necesarios para mirar de hito en hito la muerte
y la locura, para no inclinar, impotente, ante ellas. “Figuraos -dice Kierkegaard-
un hombre que, con toda la tensión de su fantasía aterrorizada, se ha imaginado
algo inaudito, terrible, tan terrible que es absolutamente imposible
soportarlo. Y he aquí que esta cosa terrible se encuentra en su camino, se ha
convertido en realidad. Según el juicio humano, su pérdida es inevitable… Mas
para Dios todo es posible. En esto
consiste la lucha de la fe; la loca lucha por la posibilidad. Pues sólo la
posibilidad allana el camino de la salvación. No se cree sino cuando no se descubre
otra posibilidad. Dios significa que todo es posible, y que todo es posible
significa Dios. Y sólo aquel cuyo ser haya sido trastornado hasta el punto de
convertirse en espíritu y concebir que todo es posible, se habrá aproximado a
Dios.” Así se expresa Kierkegaard en sus libros, y así lo repite continuamente
en su Diario.
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