LEÓN TOLSTOI (1828 -1910)
LA MUERTE DE
IVAN ILICH
DUODÉCIMA ENTREGA
12
A partir de ese momento empezó un aullido que no se interrumpió durante
tres días, un aullido tan atroz que no era posible oírlo sin espanto a través
de dos puertas. En el momento en que contestó a su mujer Ivan Ilich comprendió
que estaba perdido, que no había retorno posible, que había llegado el fin, el
fin de todo, y que sus dudas estaban sin resolver, seguían siendo dudas.
-Oh, oh, oh! -gritaba en varios tonos.
Había empezado por gritar «No quiero!» y había continuado gritando con
la letra O.
Esos tres días, durante los cuales el tiempo no existía para él, estuvo
resistiendo en ese saco negro hacia el interior del cual le empujaba una fuerza
invisible e irresistible. Resistía como resiste un condenado a muerte en manos
del verdugo, sabiendo que no puede salvarse; y con cada minuto que pasaba
sentía que, a despecho de todos sus esfuerzos, se acercaba cada vez más a lo
que tanto le aterraba. Tenía la sensación de que su tormento se debía a que le
empujaban hacia ese agujero negro y, aún más, a que no podía entrar sin
esfuerzo en él. La causa de no poder entrar de ese modo era el convencimiento
de que su vida había sido buena. Esa justificación de su vida le retenía, no le
dejaba pasar adelante, y era el mayor tormento de todos.
De pronto sintió que algo le golpeaba en el pecho y el costado,
haciéndole aún más difícil respirar; fue cayendo por el agujero y allá, en el
fondo, había una luz. Lo que le ocurría era lo que suele ocurrir en un vagón de
ferrocarril cuando piensa uno que va hacia atrás y en realidad va hacia
delante, y de pronto se da cuenta de la verdadera dirección.
«Sí, no fue todo como debía ser -se dijo-, pero no importa. Puede serlo.
¿Pero cómo debía ser?» -se preguntó y de improviso se calmó.
Esto sucedía al final del tercer día, un par
de horas antes de su muerte. En ese momento su hijo, el colegial, había entrado
calladamente y se había acercado a su padre. El moribundo seguía gritando desesperadamente
y agitando los brazos. Su mano cayó sobre la cabeza del muchacho. Éste la cogió,
la apretó contra su pecho y rompió a llorar.
En ese mismo momento Ivan Ilich se hundió, vio la luz y se le reveló
que, aunque su vida no había sido como debiera haber sido, se podría corregir
aún. Se preguntó: «¿Cómo debe ser?» y calló, oído atento.
Entonces notó que alguien le besaba la mano. Abrió los ojos y miró a su
hijo. Tuvo lástima de él. Su mujer se le acercó. Le miraba con los ojos
abiertos, con huellas de lágrimas en la nariz y las mejillas y un gesto de
desesperación en el rostro. Tuvo lástima de ella también.
«Sí, los estoy atormentando a todos -pensó. -Les tengo lástima, pero
será mejor para ellos cuando me muera.» Quería decirles eso, pero no tenía
fuerza bastante para articular las palabras. «¿Pero, en fin de cuentas, para
qué hablar? Lo que debo es hacer» -pensó. Con una mirada a su mujer apuntó a su
hijo y dijo:
-Llévatelo... me da lástima... de ti también...
Quiso decir asimismo «perdóname», pero dijo «perdido», y sin fuerzas ya
para corregirlo hizo un gesto de desdén con la mano, sabiendo que Aquél cuya
comprensión era necesaria lo comprendería.
Y de pronto vio claro que lo que le había estado sujetando y no le
soltaba le dejaba escapar sin más por ambos lados, por diez lados, por todos
los lados. Les tenía lástima a todos, era menester hacer algo para no hacerles
daño: liberarlos y liberarse de esos sufrimientos. «Qué hermoso y qué sencillo!
-pensó. -¿Y el dolor? -se preguntó. -¿A dónde se ha ido? A ver, dolor, ¿dónde
estás?»
Y prestó atención.
«Sí, aquí está. Bueno, ¿y qué? Que siga ahí.» «Y la muerte... ¿dónde
está?» Buscaba su anterior y habitual temor a la muerte y no lo encontraba.
«¿Dónde está? ¿Qué muerte?» No había temor alguno porque tampoco había muerte.
En lugar de la muerte había luz.
-¡Con que es eso! -dijo de pronto en voz alta-. ¡Qué alegría!
Para él todo esto ocurrió en un solo instante, y el significado de ese
instante no se alteró. Para los presentes la agonía continuó durante dos horas
más. Algo borbollaba en su pecho, su cuerpo extenuado se crispó bruscamente,
luego el borbolleo y el estertor se hicieron menos frecuentes.
-Este es el fin! -dijo alguien a su lado.
Él oyó estas palabras y las repitió en su alma. «Éste es el fin de la
muerte» -se dijo-. «La muerte ya no existe.» Tomó un sorbo de aire, se detuvo
en medio de un suspiro, dio un estirón y murió.
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