ROBERTO ARLT (1900 – 1942)
CONVERSACIONES DE LADRONES
(UN AGUAFUERTE PORTEÑA)
A veces,
cuando estoy aburrido, y me acuerdo de que en un café que conozco se reúnen
algunos señores que trabajan de ladrones, me encamino hacia allí para escuchar
historias interesantes.
Porque
no hay gente más aficionada a las historias que los ladrones.
¿Este
hábito provendrá de la cárcel? Como es lógico, yo nunca he pedido determinadas
informaciones a esta gente que sabe que escribo, y que no tengo nada que ver
con la policía. Además que el ladrón no gusta de ser preguntado. En cuanto se
le pregunta algo, tuerce el gesto como si se encontrara frente a un auxiliar y
en el despacho de una comisaría. Yo no sé si muchos de ustedes han leído Cuentos
de un soñador, de Lord Dunsany. Lord Dunsany tiene, entre sus relatos
maravillosos, uno que me parece viene a cuento. Es la historia de un grupo de
vagabundos. Cada uno de ellos cuenta una aventura. Todos lloran menos el
narrador. Terminado el relato, el narrador se incorpora al círculo de oyentes;
otro, a su vez, reanuda una nueva novela que hace llorar también al reciente
narrador.
Bueno;
el caso es que entre los ladrones ocurre lo mismo. Siempre es a la una o a las
dos de la madrugada. Cuando, por A o por B, no tienen que trabajar, es casi
siempre en un período de vida en que anuncian un formal propósito de vivir
decentemente. Aquí ocurre algo extraño. Cuando un ladrón anuncia su propósito
de vivir decentemente, lo primero que hace es solicitar que le "levanten
la vigilancia". En este intervalo de vacaciones prepara el plan de un
"golpe" sorprendente. La policía lo sabe; pero la policía necesita de
la existencia del ladrón; necesita que cada año se arroje una nueva hornada de
ladrones sobre la ciudad, porque si no su existencia no se justificaría.
En dicho
intervalo, el ladrón frecuenta el café. Se reúne con otros amigos.
Es
después de cenar. Juega a los naipes, a los dados o al dominó. Algunos también
juegan al ajedrez.
El
comisario Romayo, me enseñó una vez el cuaderno de un ladrón, en cuya casa
acababa de hacer un allanamiento. Este ladrón, que trabajaba de carrero, era un
ajedrecista excelente. Tenía anotados nombres de maestros y soluciones de
problemas ajedrecísticos resueltos por él. Este asaltante hablaba de Bogoljuboff
y Alekhine con la misma familiaridad con que un "burrero" habla de
pedigrees, aprontes y performances.
A la una
o las dos de la madrugada, cuando se han aburrido de jugar, cuando algunos se
han ido y otros acaban de llegar, se hace en torno de cualquier mesa un círculo
adusto, aburrido, canalla. Círculo silencioso, del cual, de pronto, se escapan
estas palabras:
-¿Saben?
En Olavarría lo trincaron al Japonés.
Todos
los malandras levantan la cabeza. Uno dice:
-¡El
Japonés! ¿Te acordás cuando yo anduve por Bahía Blanca? Las corrimos juntos con
el Japonés.
Ahora el
aburrimiento se ha disuelto en los ojos, y los cogotes se atiesan en la espera
de una historia. Podría decirse que el que habló estaba esperando que cualquier
frase dicha por otro le sirviera de trampolín, para lanzar las historias que
envasa.
-El
Japonés. ¿No era el que estuvo en… ? Dicen que estuvo en el asalto con la
Vieja…
Uno me
mira a mí.
-Son
"mulas de investigaciones". ¡Qué va estar en el asalto!
-Cierto
es que si usted de noche se lo encuentra al Japonés…
-Mira
che. El Japonés es como una niña, de educado.
Estalla
una carcajada, y otro:
-Será
como una niña, pero te lo regalo. ¿De dónde sacas que es como una niña?
-Cuando
yo tenía dieciséis años estuve detenido con él, en Mercedes… Era como una
niña, te digo. Venían las señoras de caridad, nos miraban y decían:
"¡Pero es posible que esos chicos sean ladrones!". Y me acuerdo que
yo contestaba: "No señoritas, es un error de la policía. Nosotros somos
de familia muy bien". Y el Japonés decía: "Yo quiero ir con mi
mamita"… Si te digo que es como una niña.
Estallan
las risas, y un ladrón me toma del brazo y me dice:
-Pero no
le crea. Usted ve la jeta que tengo yo, ¿no? Bueno. Yo soy un angelito al lado
del Japonés. Pero mire: lo encuentra al Japonés un "lonyi", y de sólo
verlo, raja como si viera la muerte. Y éste dice que era una niña… Yo me
acuerdo de una quesería que asaltamos con el Japonés… Nos llevamos como
doscientos quesos en un carrito. ¡El laburo para venderlos!… . ¡Y el olor! Si
se seguía la pista con solo olernos…
Otro:
-Lo que
es ahora el oficio está arruinado. Se han llenado de mocosos batidores.
Cualquier gil quiere ser ladrón.
Yo miro,
reflexiono y digo:
-Efectivamente,
ustedes tienen razón; ladrón no puede ser cualquiera…
-¡Pero
claro! Es lo que digo yo … Si yo me quisiera meter a escribir sus notas, no las
podría hacer. ¿No?… Y así es con el "oficio". A ver; dígame, ¿cómo
haría usted para robarle ahora al patrón que está en la caja?… Vea que el cajón
está abierto…
-No sé…
-¡Pero
amigo! ¡Que no se diga! Vea; se acerca al mostrador y le dice al patrón:
"Alcánceme esa botella de vermouth". El patrón ladea el cuerpo para
ese lado del estante. En cuanto el hombre está por retirar la botella, usted le
dice: "No, esa no: la de más arriba". Como el trompa está de espalda,
usted puede limpiarle la caja… ¿Se da cuenta?… -Yo me admiro convencionalmente,
y el otro continúa-: ¡Oh! Eso no es nada. Hay "trabajos" lindos…
limpios… Ese del robo de la agencia Nassi… Esa es muchachada que promete…
-¿Y el
Japonés? Me acuerdo: veníamos una vez en el tren… íbamos para Santa Rosa…
Son las
tres de la madrugada. Son las cuatro. Un círculo de cabezas… un narrador.
Digase lo que se quiera, las historias de ladrones son magníficas; las
historias de la cárcel… Cinco de la madrugada. Todos miran sobresaltados el
reloj. El mozo se acerca somnoliento y, de pronto, en diversas direcciones,
pegados casi a las paredes, elásticos como panteras y rápidos en la
desaparición, se escurren los malandrines. Y de cinco de ellos, cuatro tienen
pedido levantamiento de vigilancia. ¡Para mejor robar!
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