FELISBERTO
HERNÁNDEZ (1902 – 1963)
LA ENVENENADA
A
María Isabel G. de Hernández
I
En uno de los barrios
de los suburbios de una gran ciudad, uno de los literatos no tenía asunto. Esto
le pasó desde el 24 de agosto por la tarde -en la mañana había terminado un cuento-
hasta el 11 de octubre, también por la tarde. En la mañana del 11, el día le
amenazaba con normalidad: como uno de los tantos días él estaba encerrado en su
casa y no tenía ganas de salir; se paseaba por toda su pequeña casa, a grandes
pasos y a profundos pensamientos; quería atacar algún asunto, porque ningún
asunto venía hacia él; al mismo tiempo que sus piernas se le cansaban y se le
ponían pesadas, sentía angustia con pesimismo; pero se acostaba un raro y, a
medida que sus piernas descansaban, la angustia con pesimismo se le iba.
El 11 por la tarde,
cuando eran las 14 y 25 y se asomó a la puerta de su casa, se dio cuenta que el
día era lindo, pero igual a muchos días lindos -hacia tiempo le había pasado lo
mismo con unos días feos- entonces, como una de las tantas veces que en otros
días se había asomado a la puerta de su casa, llegó a la siguiente conclusión:
"si quiero asunto tengo que meterme en la vida". A las 15 y 12 fue
cuando por última vez en esa tarde se asomó a la puerta de su casa y pensó que
tenia que meterse en la vida: aparecieron tres hombres que desde la calle le
hicieron señas para que se acercara; cuando se acercó le dijeron que a pocas
cuadras y al borde de un arroyo, una mujer se había envenenado. Él tenía
pensado no ir a esta clase de espectáculos: le producían una cosa, que
sintetizando todo lo que hubiera podido escribir sobre esa cosa, le hubiera
llamado vulgarmente miedo. Sin embargo, como además de no tener asunto, había
leído una poesía que le había llevado a la conclusión de que un hombre podía
reaccionar y triunfar sobre sí mismo, entonces decidió aprovechar la invitación
que le hicieron los tres hombres y el espectáculo de la envenenada.
Apenas empezaron a
caminar uno de los tres hombres le demostró una antigua y secreta admiración;
había leído muchas cosas de él; los otros dos estaban cohibidos y la curiosidad
que hacía un rato tenían por la envenenada, se les había pasado para el
literato.
En el cerebro de los
cuatro hombres había una misma, idea: en tres, la curiosidad por el gesto de la
cara del literato, y en el literato la preocupación de lo que haría con su
cara. Si se abandonaba a la espontaneidad, tal vez pusiera una cara inexpresiva
e idiota y, además, no podría abandonarse a su espontaneidad porque sabía que lo
observaban; tal vez no podría ser espontáneo ni consigo mismo, porque aunque no
hubiera nadie, el mismo sería su observador, tendría la tensión de espíritu del
analítico y por más fuerte que fuera el espectáculo, su espíritu oscilaría
entre la impresión que le produciría y la impresión que él quería tomar de sí
mismo. Entonces se encontró con que no podía ni sabía sorprenderse y entonces
tenía que inventar un gesto interesante. Ni aun esto podía pensar
tranquilamente porque sus compañeros le iban dando los datos que conocían de la
envenenada y él tenía que escucharlos y comentarlos. Para esto inventó un gesto
y un comentario que le sirvió para abandonarse a pensar en todo lo que se le
antojaba, para dejar sus pensamientos libres cual una cosa libre; puso su cara
hacia el frente, pero no para mirar lo que tenía adelante, sino hacia lo que
los literatos habían definido como lo infinito, lo desconocido, etc.
El comentario fue el
silencio: muchas veces le había servido para muchas cosas, y ahora le permitía
dejar el pensamiento libre cual una cosa libre.
El admirador del
literato le contaba a éste, una vulgar historia de amantes; esa mañana, cuando
la historia tuvo su desenlace, ella había envuelto en un papel un vaso con
cianuro, y había puesto en la cartera un gran revólver; cuando se puso el gorro
de fieltro y salió de su casa la gente habría creído que iba a un lugar, lejos
de aquellos alrededores. Aquí los pensamientos del literato se prendieron
hambrientos de este detalle, y ya le pareció que hacía un cuento y que decía
que ella había ido más lejos de lo que la imaginación de la gente suponía:
había ido donde los literatos habían definido como lo infinito, lo desconocido,
etc. De pronto los pensamientos se le detuvieron y se fijó que los dos hombres
que callaban habían quedado algunos pasos atrás y ahora conversaban; entonces
sus pensamientos le volvieron a atacar y se imaginó que, al ellos caminar de
dos en dos, llevaban un ataúd. También se dio cuenta, analizando su propio yo,
que este último pensamiento decoraba muy bien el espectáculo que dentro de poco
verían.
II
Los cuatro hombres
iban por una orilla del arroyo; pero la envenenada estaba del otro lado;
entonces el literato pensó: ella está del otro lado del arroyo, y de la vida.
Los compañeros le dijeron que, como el arroyo era angosto, de este lado verían
bien, y que si fueran por el otro, tendrían que dar una vuelta muy grande; y el
literato pensó: para llegar del lado de la envenenada, habría que dar una
vuelta muy grande y esa sería la vuelta de la vida, porque ella está en la
muerte.
El paraje era
pintoresco como otros lugares pintorescos y nada más; a dos cuadras del suceso,
los cuatro hombres vieron entre los árboles un grupo de personas, y el literato
preparó la cara; frunció el entrecejo y nada más: pensaba que con eso bastaba
para ver y pensar tranquilo; y entonces, este ultimo pensamiento, le dio a su
cara un baño fijador. A medida que se acercaba, su espíritu oscilaba entre
conservar su yo y abandonarse a la curiosidad: parecía un elástico que se
estirara y se encogiera; pero el baño fijador que había dado a su cara le fue
eficaz; cuando estuvieron frente al lugar de la envenenada, él conservaba
entera su cara.
Pasado el segundo de
indefinida sensación, se apresuró a decirse a sí mismo: es una mujer envenenada
y nada más; y tuvo el valor de empezar a observarla y a pensar, sin hacer caso
de una especie de pelotón nebuloso y oscuro, que desde el primer momento se le
había formado en donde los otros literatos llamaban, el espíritu. Pero, a medida
que observaba y pensaba, de la envenenada salía algo que le agrandaba el
indefinido pelotón.
El espectáculo era
demasiado fuerte para el literato; en el cuerpo de la envenenada había cosas
extrañas, contradictorias y también irónicas: los píes estaban cruzados, y
había en ellos la tranquilidad de la persona que se ha acostado a dormir la
siesta y el cuerpo disfruta de la frescura del césped y de la placidez del
sueño; pero sin embargo, el cuerpo de la envenenada estaba arqueado, tenía por
puntos de apoyo un talón y los hombros, y todo el busto demasiado echado hacia
adelante; la cabeza estaba doblada y su posición hacía pensar en lo mismo de
los pies, pero la cara estaba muy descompuesta y los músculos en tensión; un
brazo lo tenía para arriba, rodeaba la cabeza como un marco y la posición era
tan tranquila como la cabeza y los pies; pero el puño estaba muy apretado. Lo
más terrible, la protesta más desesperante que había en la envenenada, estaba
en el otro brazo, en el que no le servía de marco a la cabeza: estaba muy
separado del cuerpo, y desde el codo hasta el puño había quedado parado como un
pararrayo; el puño no estaba cerrado del todo, y de entre los dedos que estaban
crispados y juntos, salía un pañuelito que flameaba con la brisa.
Cerca del cuerpo
estaba el vaso y el papel; el revólver ya lo había llevado la policía: vino
cerca de las 13 y quedó un guardia cuidando; eran las 16 y todavía no había
venido el juez; el guardia espantaba a la gente que se acercaba o tocaba y, los
que ya se sabían de memoria los detalles del asunto y del cuerpo de la
envenenada, se iban. A pocos pasos del literato había una muchacha que dijo,
que hacía rato había venido el amante de la envenenada, que después de mirarla
le bajó un poco la pollera porque le había quedado muy subida, y que después se
había ido. También dijo que nadie había tocado el vaso ni el papel entonces, se
pensaba que la envenenada habría visto aquello así antes de morirse, que su
pensamiento y la realización, con el vaso y el papel, habrían quedado igual que
en el momento en que ella se había envenenado, y esas horas que nosotros
medíamos después, se dislocaban y eran extrañas, porque pertenecían más a ella
que a nosotros.
También se pensaba,
que antes de salir de su casa el vaso, habría estado tranquilo encima de una
mesa, que ella lo habría sacado para llevarlo con ella como un animalito
doméstico; que todavía estaba cerca de su cuerpo, y miraba fijo, y no era
culpable de nada; que como un animalito doméstico habría estado lejos del
propósito de ella; pero que ahora el vaso y ella eran dos realidades parecidas.
III
Durante mucho rato el
literato quiso suponerse que estaba acostumbrado a espectáculos como aquél y
quiso empezar a construir su cuento, para no tener esa cosa que sintetizando
todo lo que hubiera podido escribir sobre ella, le hubiera llamado vulgarmente
miedo; tenía muy fruncido el entrecejo, pero los ojos se le habían quedado muy
abiertos y fijos.
De pronto se dio
cuenta que los pies se le movieron y le llevaron el cuerpo para otro lado;
también sintió sobre él todas las miradas y la responsabilidad que otros
literatos habían sentido cuando pensaban que en sus manos estaba el destino de
la humanidad. Ya había corrido por allí la noticia de que era escritor, y la
gente pensaría que tal vez él y no el juez, estaría más cerca del misterio de
aquella muerte. Cuando percibió el desenfado con que la gente andaba alrededor
de la envenenada y recordó sus momentos de esa cosa-miedo, se encontró con que
él había tenido una gran altura moral, por el respeto y la cosa-miedo que había
sentido, y dio un suspiro de satisfacción. Cuando los compañeros lo vieron
mover, les pareció que era algo así como una gran máquina moderna del
pensamiento, y que al moverse era porque ya tenía la solución; no sabían qué
solución buscaban, o la solución de qué; pero ellos presentían que en aquel
hombre, como gran máquina moderna del pensamiento se debía haber producido una
solución; entonces, uno de ellos, el antiguo admirador, lo interrogó. Él tuvo
el inesperado dominio de sí mismo, la gran serenidad, de responder no
contestando con palabras, sino haciendo una seña con la mano como para que
esperasen; al literato le parecía que alguien recitaba, y mientras tanto y
antes de que se terminara el poema, él tenía que preparar el juicio o el
elogio: aquí el poema terminaría cuando viniese el juez y se llevasen la
envenenada. Pero el literato tuvo pronto el juicio, el elogio o la solución
antes que viniera e! juez: seguiría con el silencio: esta nueva solución que
era igual a la de antes de ver a la envenenada, le había surgido al recordar
cómo otros literatos habían triunfado con el sencillo procedimiento de
insistir: el insistiría en su silencio; tal vez cuando los compañeros le
acompañaran hasta su casa, él no les diría ni buenas tardes, y esa descortesía
en aquel momento, haría crecer en el ánimo de los demás, el concepto que de él
tendrían.
Antes de empezar su
cuento, otro detalle más vino a detener su mente: la muchacha que estaba muy
cerca de ellos y que les había dado los datos del amante, la pollera, y e! vaso
de la envenenada, ahora miraba al literato con demasiada frecuencia; él lo
percibió y trató de escudriñar disimuladamente aquellas miradas: pero después
pensó en el papel que estaba desempeñando; su misión como hombre que algún día
tendría en sus manos el destino de la humanidad, le reclamaba la atención de la
envenenada y, entonces decidió no escudriñar la mirada de la joven; pero aunque
no la miró, se sintió preocupado un buen rato antes de empezar a construir su cuento.
IV
El primer detalle
interesante que acudió al cerebro del literato, fue el de la edad de sus
compañeros, de la envenenada, y de él: aproximadamente tendrían los cinco la
misma edad. Para él, esto tenía la importancia de hacerle sugerir que eran cinco
jóvenes de una clase dramática, y que en ese momento representaban un drama.
Claro está, que en seguida diría que lo más impresionante era que no había tal
clase, y que aquello era una espantosa realidad para la protagonista.
El segundo detalle
interesante le acudió al recordar que cuando era niño había visto en una escena
de figuras de cera, una mujer muerta; pero ahora él se permitía el atrevimiento
literario de decir, que esta vez la muerte tenía una vida especial que no había
en la muerta de cera; entonces haría resaltar el valor de las cosas naturales
sobre las artificiales.
Cuando el literato
tenía bastante relleno su cuento de cosas tan atrevidas como las que he citado,
se encontró con que no se le ocurría una metáfora interesante para el brazo que
había quedado parado como un pararrayo; pero cuando vino una brisa que hizo
flamear el pañuelito que salía de los dedos crispados y juntos de la
envenenada, se le ocurrió pensar que el brazo era un asta, y el pañuelito la
bandera de la muerte.
También le surgió esta
pregunta: ¿qué vale más? o ¿qué es más importante? ¿el asta o la banderita? En
este caso le pareció que era más importante el asta que la bandera; y pensó en
todas las astas y las banderas, y vio en todas las astas un valor que hasta ahora
no había visto; las veía apuntar al cielo, y su rigidez era de tanta fuerza y
tenían una protesta tan desesperante como el brazo de la envenenada. También le
pareció ridículo, que a las astas, que tenían una personalidad tan grande, les
arrimaran de cuando en cuando una bandera.
De pronto el literato
se sintió muy horrorizado: no hubiera podido precisar si tal horror se lo
producía la envenenada o sus pensamientos; entonces decidió irse sin esperar a
que viniera el juez; pero cuando ya iba a marcharse, su cuento tomó un aspecto
mucho más agradable: se encontró con la mirada de la joven de los datos, y se
atrevió a comprobar abiertamente si la joven se interesaba por él; al mismo
tiempo pensaba en la originalidad y el atrevimiento de su cuento, si resultaba
que al ir a ver una joven muerta se había enamorado de una viva. Pero eso no
ocurrió, porque cuando él menos lo esperaba, ella le sonrió con una sonrisa
enigmática, que él no hubiera podido decir si sencillamente se burlaba de él, o
habiendo comprendido sus equivocadas suposiciones le rechazaba con aquella
sonrisa.
Después, él tampoco se
dio cuenta que los pies lo llevaron a su casa, que sus amigos no lo
acompañaron, y que el cuento le quedó truncado.
V
Apenas llegó a su casa
se acostó; además de tener las piernas cansadas y la angustia con pesimismo,
sentía un extraño malestar. Desde la cama su mirada cruzó la habitación, el
patio, y se dio contra una vidriera de vidrios opacos; y entonces empezó a pensar
en la muerte: sintió miedo de haber nacido porque tenía que morir: hubiera
preferido no haber nacido. Al principio pensó en esos dos límites -el
nacimiento y la muerte- como sí él no perteneciera a la vida; pensó que a él le
había tocado una vida en el reparto misterioso; que su vida era una casualidad
como era una casualidad el día que nació y sería otra casualidad el día de su
muerte. Entonces, no le importaba que en él se hubiera formado una cosa humana:
era una cosa humana más en el montón y no tenía interés ni en darse cuenta que
él era una cosa humana más; le parecía ridículo que a cada uno le preocupara
tanto de qué padres había nacido y en qué día; le parecía extraño que esa cosa
humana tuviera condiciones especiales para sentir ternura por los padres de que
había nacido: ¿qué importaba eso cuando se tenía el concepto o el sentido de lo
que era el montón? ¿qué se le importaba que le hubiera tocado un cerebro con
ciertas ideas? era tan ridículo o sin sentido como cuando los niños se
preocupan en buscar la diferencia que hay en los pancitos que les han tocado:
él se comería el pancito y se acabó.
Sin darse cuenca la
mirada se le había salido de la vidriera, le había revoloteado un poco, y se le
había detenido en el bulto que los pies hacían debajo de las cobijas; entonces
empezó a filosofar sobre las puntas de los pies. Su cuerpo estaba en ese
relajamiento muscular del descanso; le parecía que la punta de los pies estaban
lejísimo de él; pensaba que solamente su cabeza trabajaba, y le asombraba su dominio:
con solamente a la cabeza antojársele, se moverían las puntas de los pies que
estaban lejisimo, y sin embargo, él no sentía correr la idea por su cuerpo, más
bien le parecía que la idea saltaba de la cabeza y la barajaban los pies. Todas
las partes de su cuerpo eran barrios de una gran ciudad que ahora dormía; eran
obreros brutos que ahora descansaban después de una gran tarea y que el
continuo trabajar y descansar no les dejaban pensar en nada inteligente;
solamente su cabeza estaba despierta y contemplaba con sabiduría y con
indiferencia todo aquello.
Después, su misma
sabiduría y su indiferencia le hizo sonreír al pensar en las metáforas que
hacia sobre su cuerpo que descansaba; no quería entregarse a ninguna fantasía,
porque ese día sentía la realidad indiferente; a él le habían tocado aquellas
piernas para andar como le podían haber tocado cualquier otras, y todavía -pensaba
sonriendo despectivamente- que para mejor le habían tocado unas que se le
cansaban enseguida.
Él se diferenciaba de
los demás literatos, en que ellos ignoraban los misterios y las casualidades de
la vida y la muerte, pero se empecinaban en averiguarlo; en cambio para él no
significaba nada haber sabido el por qué de esos misterios y casualidades, si
con eso no se evitaba la muerte. En total: no se le importaba la vida, ni su
misterio anterior ni el posterior; tampoco le importaba saber cuando moriría ni
de qué; el momento de la muerte sería para él como el momento de arrojar: no le
gustaba arrojar y hacía todo lo posible para evitarlo, pero cuando el primer
vómito le venía ya no pensaba: estaba pendiente del vómito y nada más. También
es cierto que un pequeñísimo instante antes del primer vómito pensaba en que
iba a vomitar.
Estaba en esas
reflexiones, cuando de pronto se dio cuenta que la punta de sus pies se movía
un poco, que hacía rato que sus ojos la estaban mirando y que él no había sido
consciente de ese hecho; entonces, sintió el mismo nebuloso y oscuro pelotón
indefinido que se le formó cuando miraba a la envenenada.
Después se levantó, y
empezó a pasearse por toda su pequeña casa a grandes pasos y a profundos
pensamientos.
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