ODA INSÓLITA A LA MANO:
un asedio a La
mano en el canal de Maryse Renaud
(Ediciones Corregidor,
Buenos Aires, 2012)
por el Prof. DAVID OSORIO
Esta novela de la
escritora francesa de origen martiniqués Maryse Renaud nos guía por la
trayectoria vital o, mejor dicho, a través de las múltiples sendas de Axel
Grangier, psicoanalista antillano de cierto renombre en el hormiguero parisino.
No por ello nuestro hombre está exento, desde su más tierna, pero también
conflictiva y accidentada infancia, de una existencia abundante en recodos y de
un destino zigzagueante. A la vez, su corazón diseña, o quizá sigue, un trazo
de picos y valles, impulsado por un profundo drama personal y los
electrochoques del capricho.
Nuestro
protagonista no sólo gravita en torno a su mente permeada por dilemas y
conflictos o alrededor de su mundo poblado de perfiles más o menos
desequilibrados, aquellos que irrumpen en su consultorio o acceden
discretamente, en busca de la serenidad racional y emocional de la que él mismo
carece. Igualmente ronda alrededor de Roxana y de Alba, madre y nodriza, astros
femeninos cuyo brillo y fuerza centrípeta, confundidos, alumbran y deslumbran a
Axel, y de los que él voluntariamente se hace satélite. Asimismo, él se siente
indefectiblemente ligado o completamente
arrancado, enteramente fundido o indudablemente separado de su hermano gemelo
Hugo, su doble y su álter ego, mímesis y Némesis, el modelo y la copia. Dos
individuos diferentes y un mismo cigoto verdadero: eso son Axel y Hugo, índice
y pulgar, que aun tras un mismo fin y enfocados en la misma direcciôn adoptan
posturas y movimientos diferentes, inclusive opuestos.
Como sucede
frecuentemente en el español de Latinoamérica, “mano” es mi hermano, a quien,
por trascendentales tonterías, suelo tender la mano sin reservas, pero con
quien puedo ir fácilmente a las manos ante idénticos motivos. Así una mano más
otra mano, son más que dos manos, dan inicio a un mano a mano. Y es aquí donde
aflora, a mi juicio, ese protagonista, tan silencioso como notorio, tan
explícito como subyacente, que recorre la historia antes que ser recorrido por
ella. Ese actor o esa actriz estelar, de cinco puntas, que aun inerte goza de
vida propia, que inclusive desprovisto del cuerpo que lo ha de sostener se las
arregla para permanecer autónomo, incólume. Que mima con ternura al niño
enfermizo y temeroso y empuña firmemente el fusil contra el traidor, aunque,
muchas veces, también contra el justo; que agrede como acaricia. Esta parte del
ser, ser de carne y hueso, tan capaz
de salvar al hombre de su propio cieno como de sumergirlo en él, se revela
siniestramente diestra, y orienta como confunde. Se erige en maestra del
estrangulamiento y de la resucitación, según cómo y dónde apriete, dependiendo
de los designios, las causas y las ideologías que la muevan y que pueden, en
fin, ser las suyas propias.
Mucho más viva,
vívida, aunque rígida o lívida que aquella paródica, aunque evocadora, que se
desliza por alguna película de horror humorístico, nuestra extremidad deja de
serlo sin abandonar para nada su habilidad prensil, su sensibilidad táctil, su
vena creadora y creativa. Es ella quien pasa por nosotros las páginas, haciendo
avanzar la historia atormentada del psicoanalista antillano aclimatado en el
frío corazón de l’Île-de-France, como fruta tropical que se confina por su
propia voluntad en un invernadero. Esta suma de apéndices estruja suavemente
corazones curtidos de luchadoras viajeras y de virilidades tan aplomadas como
indecisas, al tiempo que preserva rudamente vulnerables corazones de pajarillos
desorientados. A veces cree haber torturado,
muchas otras realmente lo ha hecho. Así como nutre labios infantiles,
rompe cejas adultas y, no sabemos si por descuido o adrede, esparce las huellas
de su anonimato. Pretenciosos, buscamos leer el destino en la mano, sin querer
convencernos de que es ella quien lo escribe, lo garrapatea, lo teclea a golpes
o a palpos. Cruza el océano, prescindiendo de un cuerpo para lograrlo y hasta
se las arregla, no sólo para hacer dinero, sino para contarlo sin ayuda de un
ojo que la supervise y, mejor o peor aun, para evidenciar cuán poco vale este
dinero. Prefiere entonces contar objetos, sentir texturas y percibir
temperaturas sin precio, invaluables. Allí está siempre, sola o acompañada,
apartando a quien se cree su dueño de apuros triviales, afectivos, financieros,
laborales, intelectuales, irracionales, dolorosos, placenteros, más o menos de
vida o muerte. E involucrándonos en otros, más o menos de vida o muerte. La
que, como juzga, delinque, aprieta gatillos y firma sentencias, redacta leyes
que luego vuelve jirones; como degenera, rehabilita; como hurta, dona; como
prescribe, proscribe; como cura, infecta; como estropea, repara. Inflige
castigos e infringe normas. Diagnostica y pronostica y esto sin precisar de
videncia. Es ella quien navega en el canal, enigmática, al final de la novela,
por debajo de las esclusas. Decide si lo
construye, lo destruye o lo obstruye; si respeta su cauce o lo altera. Si remonta
la corriente, desciende al mar o retoza en aguas calmas. Cinco ramas y una
palma, cinco yemas y una clara, que se apartan como se reúnen, perfecta
sinergia presta a empuñar una guitarra bonaerense, interpretar crustáceos caribeños o sazonar paisajes parisinos. O
inclusive para improvisar malabares con la comedia humana o con el bastón
hurtado de algún escritor romántico.
Tales son, en
esta fábula áspera y decididamente solidaria, las entrañables —concretas y
simbólicas— modalidades de la mano.
Un fragmento de La mano en el canal de Maryse Renaud
Axel,
generalmente tan mesurado, tan frío, era presa de extrañas sensaciones. La
situación se le escapaba de las manos. Tenía la impresión de desdoblarse, de
estar flotando en una suerte de semiinconsciencia. No era él quien contestaba a
los guardias, atónitos ante tanta audacia. Ese aplomo, ese tonillo insolente,
esa agresividad larvada cuyas posibles consecuencias parecía no medir
plenamente, llevaban la impronta de Hugo. Era la voz de su hermano gemelo,
calmadamente socarrona, la que se había filtrado en él, incitándolo a plantar
cara. Las palabras habían fluido de sus labios con una soltura y naturalidad
desconcertantes. Parecía querer implantarse en su cuerpo una voz a la vez
familiar y ajena, suya y otra : la de su doble carnal Hugo, para todos
idéntica, confundible con la suya, aunque con un leve toque de acidez que sólo
los dos hermanos y su madre eran capaces de detectar. Una voz cautivante,
discretamente zumbona, que desde la adolescencia había suscitado en él una
callada admiración, no exenta de un vago sentimiento de envidia.
El
cuerpo de Axel se hallaba al borde del canal, aterido de frío; su mente, en
cambio, se movía por territorios nebulosos en que culebreaban confusos deseos,
veleidades de enfrentamiento, cierto afán de afirmación personal y
reconocimiento. Sintió una extraña turbación. Se le ocurrió echarse atrás,
explicarse con los guardias, disculparse quizás. Pero se dijo que todo conato
de justificación arriesgaba con sonar más insólito aún, que no dejaría de
suscitar suspicacias, que nadie lo comprendería. Algo nuevo se estaba abriendo
paso en Axel, algo desconocido y turbio. Peligroso, tal vez.
Los
dos guardias lo contemplaban perplejos. Señor Grangier, psicoanalista. Apuesto,
vestido con esmero, un burgués adinerado. ¡Axel ! Vaya nombrecito... No se
atrevían a aprehenderlo. Otro intelectual desquiciado, un mestizo hinchado de
presunción, no faltaba más, y probablemente con influencias bajo la manga que
no dudaría en mover. Bueno, que circulara. ¡Venga! ¡Rápido !¡Que saliera de en
medio y se callara de una vez ! Ni le pidieron la documentación. Volvieron las
espaldas y se esfumaron veloces por una calle lateral, tal como habían llegado.
Habían resuelto poner un contundente punto final a este episodio dominical poco
glorioso para ellos.
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