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CON MARCELLO MASTROIANNI Y VITTORIO GASSMAN
“¡MAESTRA SERÁ TU MADRE!”
Por Eugenio Scalfaro
(La Repubblica, 6 de julio
de 1996)
PRIMERA ENTREGA
No soy tímido, y además la profesión que he
elegido no me lo permitiría, pero ante los actores y los grandes cantantes me
corto de pronto, me vuelvo timidísimo y casi vergonzoso. Entre Paolo
Villaggio y yo hay un viejo contencioso: sostiene que cuando nos encontramos
en algún aeropuerto lo veo y no lo saludo; él, por su parte, hace lo propio
conmigo; nunca hemos sido presentados oficialmente. Y por eso -tímido él y
timidísimo yo- seguiremos ignorándonos mutuamente o, en una próxima ocasión,
nos arrojaremos el uno en brazos del otro para vencer la timidez.
Con los directores de cine y de orquesta nunca he sentido esta sensación de extrañeza y casi de temor hacia lo «distinto»: su oficio es idéntico al mío de tantos años, dirigir el trabajo de los demás y realizarse a sí mismo a través de los otros. Son sobre todo cuidadores, cuando no poseedores, de almas y por eso con ellos me siento a mis anchas; me pasa con Muti, me pasó con Federico Fellini. Los lectores habrán comprendido por esta breve premisa caracterológica la angustia, apenas velada por las obligaciones de la profesionalidad, con la que esperaba encontrarme con dos monstruos sagrados del espectáculo: Vittorio Gassman y Marcello Mastroianni. Los había invitado hacía unos días a una salita del Grand Hotel para una charla con tema libre que remataríamos con un almuerzo. Libre hasta cierto punto: los tres tenemos más o menos la misma edad y una larga vida a las espaldas rica en experiencias y también en éxitos, y mucha vitalidad todavía en reserva aunque sea dentro de un horizonte objetivamente definido. Había, pues, numerosas razones para encontrarse, hablar, conocerse. Los esperé, pues, con cierta inquietud mientras la fotógrafa había ya dispuesto los focos y el técnico de sonido preparaba las grabadoras para recoger nuestro diálogo. Al cabo de unos minutos llegó Mastroianni y luego, al poco tiempo, Gassman. Saludos, caluroso apretón de manos, falsa desenvoltura -al menos por mi parte, pues ellos parecían totalmente a sus anchas-. No habíamos coincidido nunca, aunque ellos sabían bastante de mí y yo casi todo de ellos: las películas que habían hecho, las piezas de teatro que habían interpretado, los grandes amores, las aventuras fugaces, las arrugas del rostro, los timbres de voz.
¿Cómo es un actor en la vida? ¿Se parece a alguno
de sus personajes o no se parece a ninguno? ¿Reflexiona sobre sí mismo y
sobre su trabajo o bien, tras quitarse el maquillaje y el traje, vuelve a ser
uno de nosotros, una persona cualquiera, anónima e irreconocible?
No sé si a ustedes les ocurre lo que a mí, pero
cuando me encuentro por casualidad con un militar a quien he visto cien veces
de uniforme y de repente aparece de paisano, me cuesta reconocerlo, y lo
mismo me pasa si me topo con el camarero que me sirve en mi restaurante
habitual o con el peluquero que lleva cortándome el pelo toda la vida: fuera
de su papel y de la ropa que exige el papel, se convierten en otros tantos
desconocidos a quienes nunca he visto ni oído.
¿Pasa eso frente a un actor cuando no pisa el
escenario y no está recitando?
Mastroianni llegó a la salita donde yo lo
esperaba por un corto pasillo; caminaba a pasitos, ligeramente cargado de
espaldas; llevaba gafas de concha, estaba visiblemente delgado y envejecido.
Pero ¿envejecido con respecto a cuándo? He visto muchísimas películas de Mastroianni,
incluso recientes, pero la imagen que conservo en la memoria es la del
protagonista de La dolce vita y de
Ocho y medio: un guapo chico un
poco disipado, un poco ingenuo, y también bastante ambiguo, ídolo de las
mujeres y -caso rarísimo- no antipático a los hombres. Pues bien, el tiempo
ha erosionado a fondo esa imagen de hace treinta años, y se nota.
Poco después, a pasos largos, hombros erguidos,
entró Gassman; también delgado, pero atlético, la cara surcada por cien
arrugas finas como las de la manzana reineta cuando está en plena madurez y
esa rugosidad presagia la fragancia de la pulpa y el zumo. Sin embargo, la
mirada, algo pasmada, vagaba a su alrededor como con miedo a descubrir algo
imprevisto, un peligro, una presencia inquietante, un misterio arriesgado.
-Ya ven -digo tras las cortesías de rigor-, entre
los tres sumamos más de dos siglos (Gassman ha cumplido 74 años y Mastroianni
72).
Sonrieron, pero no recogieron el tema. Empezaron
a hablar entre sí de amigos comunes y de comunes proyectos como si se
hubieran encontrado por casualidad en un bar, en vez de haber sido convocados
adrede. Ese tema, la vejez, el tiempo, la memoria, no tenían ganas de
afrontarlo, aunque estuviera allí, sobre la mesa, con todo su peso y su
amenaza. Daban vueltas a su alrededor lo desmitificaban, lo desdramatizaban.
Y siguieron haciéndolo en las tres horas que pasamos juntos.
¿Cuándo decidieron ser viejos?
Mastroianni: ¿Decidido? Eso no se decide, te cae encima
cuando menos te lo esperas. En cierto momento empiezan a llamarte maestro.
Maestro ¿de qué? Y me contestan: "Es por respeto." "¡Maestra será tu madre!", me dan ganas de decirles, pero comprendes que ha
sucedido algo, que algo ha cambiado. Será cuando una ruedecilla del engranaje
ya no funciona como antes, será un pliegue en la boca, una arruga en medio de
la frente, no sé: un modo distinto de mirar a las mujeres, más dulce, menos
agresivo.
Gassman: ¿Te has fijado, Marcello, en que después de
haber sido años y años el más joven de la compañía, en cierto momento, en
seis meses, te conviertes de pronto en el más viejo? Y comprendes que en
adelante siempre será así, serás el más viejo, te mirarán con respeto si te
va bien y si los jóvenes que tratas son bien educados, o con cierta
compasión, incluso con un sentimiento protector, con ganas de mandarte a la
cama temprano por miedo a que te canses o a lo mejor porque son ellos los que
se cansaron de ti. Amigo mío, por eso empiezan a llamarte maestro.
M.: Tienes razón, es eso. Las mujeres, además, te
das cuenta enseguida, se ponen maternales de repente.
G.: A veces es una ventaja.
M.: No digo que no, no digo que no. Cuando era
joven jugaba a hacerme el niño, pero después era fácil sacarse de la manga a
un amante lleno de fuego; ahora son ellas las que te quieren acunar y tú al
final te duermes tan feliz, quizá con cierta nostalgia. No sé si son felices
también ellas...
G.: Hasta los hijos adoptan una actitud
protectora.
M.: Mi hija, en París, cuando cruzamos la calle me
coge de la mano...
G.: A veces el respeto que siento en torno a mí
parece insultante.
Ustedes ahora hacen a menudo papeles de viejos.
La obra de teatro que usted, Mastroianni, interpreta en estas semanas gira
alrededor de este tema: un padre a quien su hijo interna en una residencia,
un padre orgulloso, caprichoso, y también un poco maligno...
M.: Un padre desesperado, dígalo ya. Pues mire: la
primera vez que representé este papel en el teatro Stabile de Trieste me
maquillé de viejo, me encanecí el pelo, ahondé las arrugas. La segunda vez me
dije: ¿qué demonios haces? ¿Te maquillas de viejo? Tienes 72 años, no tienes
la menor necesidad de maquillarte para ser verosímil. Tal cual.
G.: Eso significa que no te sentías viejo.
M.: Justamente, Vittorio, no me sentía, pero lo
era.
¿Y usted, Gassman? En la película de Scola La familia también interpreta el papel
de un viejo iracundo y sumamente tristón. ¿Qué efecto le hacía meterse en
aquel papel?
G.: Ningún efecto especial. Mire, para un actor,
el papel forma parte del oficio: uno entra en él y luego sale con
naturalidad.
M.: Muy bien, Vittorio, es exactamente eso. A mí
me fastidia ese cuento de los actores que estudian el papel meses y meses
para meterse en el personaje, impregnarse de él. A lo mejor se retiran un
tiempo infinito a un convento, engordan o adelgazan para estar más en
situación y, acabado el trabajo, necesitan otros meses de descompresión para
olvidarlo, para volver a ser ellos mismos. De Niro, por ejemplo: esa historia
de vivir el personaje a fondo se ha convertido en un chanchullo y con ella
ganan un montón de dinero. Yo no sé; a mí no me pasa. Me estudio el guión un
par de días, recito mi parte y se acabó. Todavía me acuerdo, Vittorio, de
cuando hacías de Hamlet: «Ser o no ser, ésa es la cuestión», con esa voz
tuya, grave, un poco soñadora; después, cuando te metías entre bastidores, le
decías al iluminador: «¡Eh, tú, esos focos!, ¿no ves que son un asco?»
¿Está usted de acuerdo, Gassman? ¿Se entra y se
sale del personaje como quien bebe un vaso de agua?
G.: Le parecerá raro, pero es así, también para mí
es así. Mire, el actor es como una caja vacía, y cuanto más vacía esté, mejor
que mejor; interpreta un personaje y la caja se llena, después termina el
trabajo y la caja se vacía. Me contaron que una vez Gary Cooper, de
jovencito, miraba fijamente al vacío, en silencio. Su madre le preguntó: «¿En
qué piensas?» Contestó: «No pienso absolutamente en nada.» Y la madre: «Pues
entonces serás un buen actor.» El actor no debe ser especialmente culto y ni
siquiera especialmente inteligente; incluso debe ser -quizá- un poco idiota.
Sí, sí, si fuese completamente idiota sería un grandísimo actor.
Veo que las palabras ya le han ganado la partida,
veo que está recitando y que su patio de butacas somos yo, la fotógrafa, el
técnico de sonido, la secretaria que nos ayuda y, naturalmente, Mastroianni.
Creo que se ha percatado de estos pensamientos míos, porque inmediatamente
baja el tono, aunque insiste en su punto de vista.
G.: Coja a una actriz, una gran actriz a quienes todos
apreciábamos como se merecía: la Morelli. Era perfecta, ¿verdad, Marcello?
M.: Perfecta, finísima, nunca un tono equivocado,
nunca un registro falso.
G.: Y ¿cómo era la Morelli fuera del trabajo?
Díselo, Marcello.
M.: Una cretina. Eso es, perdona, una caja vacía
como decías tú, como somos todos nosotros.
Vamos, no puedo creer que hablen ustedes en
serio. ¿Están jugando a tomarme el pelo? Usted, Gassman, ha interpretado un
repertorio clásico de los más difíciles, personajes de enorme envergadura, en
pugna con el hado, con lo divino, con los mitos, con los monstruos, con la
tragedia. Esas cosas no se hacen si uno es una caja vacía, esas cosas dejan
huella.
G.: No olvide que hay otra parte de mí que no se
parece en nada al repertorio que ha recordado, y hasta es todo lo contrario:
mis películas con Risi, con Monicelli, la comedia italiana. Muchos críticos
han dicho que esa ha sido la parte mejor de mi arte, si es que puedo usar
esta palabra. ¿Lo ve? En eso no hay nada de trágico: es la risa, la levedad,
la ironía.
Es la condición humana.
G.: La condición humana es siempre trágica. ¿Eso
quería decir?
Sí, era eso.
G.: Pero también es siempre lúdica.
M.: Vittorio tiene razón. Lo nuestro, lo de los
actores, es sobre todo un juego. Ya ve cómo se dice en otras lenguas: en
francés se dice jouer; en inglés, play, juego, jugar. Eso es el teatro,
sea comedia o tragedia, o bien el cine: siempre juego.
También la vida es juego.
M.: Estoy convencido.
¿La vida es teatro, entonces?
M.: En muchos aspectos creo que sí.
¿Y todos llevamos una máscara?
M.: La llevamos mientras jugamos a ese juego, pero
luego cuando nos la quitamos...
¿Qué?
M.: No hay nada. La identidad de un autor es muy
frágil.
G.: Tiene razón Marcello. Hasta el punto de que
también algunas enfermedades psicológicas que sufrimos muchos de nosotros,
como por ejemplo la depresión, provienen al menos en parte del oficio que
tenemos. La disociación de la personalidad, algunos aspectos casi de
esquizofrenia. Usted antes no parecía creerse mis juicios sobre la Morelli;
pues le contaré lo que Zacconi pensaba de la Duse. Los jóvenes le preguntamos
una vez: «Maestro, ¿cómo era la Duse?» Y él empezó alzando los brazos al
cielo, arqueando las cejas con aquella voz suya ronca, profunda: «¡Oh, la
Duse! -decía- ¡la Duse, la Duse!», y cada vez profería aquel nombre, aquellas
dos sílabas, con acentos distintos, tonos diversos, admirativos, exaltados,
conmovidos, devotos. Después se paró, hizo una pausa. Miró a su alrededor
contemplándonos uno por uno. Y luego dijo: «La Duse, grandísima, la más grande. No entendía nada,
absolutamente nada.»
¿Zacconi entendía? ¿Representaba a Sócrates y
entendía?
G.: ¿Qué había que entender? ¿Cree usted que
Zacconi había asimilado la lección de Sócrates? ¿Que era un socrático? Un
grandísimo actor, Zacconi, como Ruggeri, otro grandísimo y finísimo actor.
Pero no entendían nada. Lo que recitaban era la lectura de un guión.
Me permitirán decir, al menos, que ustedes son
bastante más ricos que la mayoría de los comunes mortales. No entenderán
nada, acepto la paradoja, pero viven y han vivido muchas vidas, aunque sólo
sean las vidas de sus personajes; una posibilidad reservada a muy pocos.
M.: Oiga, si ése es un privilegio lo compartimos
con muchísimos otros. Para empezar, con ustedes los periodistas; también
ustedes viven en cierto modo las vidas de la gente cuyos hechos cuentan y
cuyos pensamientos interpretan. Con los novelistas. Con los autores de cine y
de teatro. Y hasta diría que con todas las personas, con todos los seres
vivos. Todos estamos dotados de fantasía, todos nos imaginamos historias de
las cuales somos protagonistas, pasiones que en realidad no tenemos,
cultivando ilusiones inexistentes. Si eso es vivir muchas vidas, le aseguro
que no es un privilegio de los actores. La verdad es que la vida, la de
veras, es muy breve.
¿Cree usted?
M.: Sí, lo creo. Uno se acuerda aún de las
conversaciones de sus padres, del feliz período de la infancia como si fuese
ayer, y ahora descubre que el tiempo ha volado. La barba se ha vuelto cana,
¿verdad? Pero dejadme decidir a mí cuándo debe encanecer.
G.: ¡Cuánta razón tienes, Marcello! Yo siempre lo
digo: lo único que le reprocho al Padre Eterno, sobre el cual tengo ideas
confusas aunque tiendo a creer en su existencia, es habernos dado una vida
demasiado corta y demasiado única. Eso es, yo habría pedido por lo menos dos
vidas.
M.: Dos, pero conservando el recuerdo de la
anterior.
G.: Claro, Marcello, si no, ¿qué ventaja tendría?
Sí, eso es lo que yo quisiera.
M.: Sí. A veces me dicen: dentro de poco habrá
descubrimientos de la ciencia que alargarán la vida. Y por otra parte ya se
ha alargado bastante. Se alargará aún más. Pero a mí esos razonamientos me
consuelan muy poco. Vete a saber cuándo llegarán. Y, por lo demás, otros
treinta o cincuenta años...
G.: Sería exactamente igual que ahora, pasarían
volando.
M.: De todas formas, un plus de vida me
consolaría; me irrita mucho la idea de tener que desaparecer, porque además
no tengo una fe que me sostenga. Incluso así, medio hundido como estoy,
preferiría quedarme aquí un rato, y hasta un buen rato.
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