ELIZABETH
KÜBLER-ROSS
LA
RUEDA DE LA VIDA
TRIGESIMQUINTA ENTREGA
SEGUNDA PARTE
"EL
OSO".
20.
ALMA Y CORAZÓN (2)
El voto de confianza
más inesperado llegó a comienzos de 1969. Después de más de tres años de
dirigir mis seminarios, recibí a una delegación del Seminario Luterano de
Chicago, que estaba muy cerca del hospital. Yo me imaginé que sostendríamos un
acalorado debate. Pero resultó que venían a pedirme que trabajara en su
facultad. Como era de esperar, yo traté de esquivar la tarea aduciendo todo
tipo de argumentos para demostrar que yo no les convenía, entre ellos mi
aversión a la religión. Pero ellos insistieron.
-No le pedimos que
enseñe teología -me explicaron-. Nosotros ya nos ocupamos de eso. Pero creemos
que usted puede enseñarnos qué significa un verdadero ministerio en la
práctica.
Era difícil disentir de
ello, ya que mi opinión personal era que convenía que el profesor hablara en
lenguaje no teológico acerca del trato con los moribundos. Con la excepción del
reverendo Gaines y de los estudiantes de teología, mis experiencias con
pastores de la Iglesia habían sido malísimas. Durante años la mayoría de los
pacientes que pedían hablar con el capellán del hospital quedaban decepcionados.
"Lo único que quieren es leer en su librito negro", era el comentario
que yo escuchaba una y otra vez. En efecto, el capellán se limitaba a eludir
hábilmente las preguntas importantes reemplazando la respuesta por alguna cita
de la Biblia y apresurándose a salir sin saber qué más hacer.
Esa actitud hacía más
daño que bien. Esto lo ilustra muy bien la historia de un niña de doce años
llamada Liz. La conocí varios años después, pero de todos modos viene al caso.
Cuando se estaba muriendo de cáncer, la enviaron a casa, donde yo ayudaba a sus
padres y tres hermanos a enfrentarse a las diversas dificultades que presentaba
el lento deterioro de la niña. Al final, la chica, convertida ya en un
esqueleto con un enorme vientre lleno de tumores cancerosos, sabía la realidad
de su estado, pero de todas formas se negaba a morir.
-¿Cómo es que no te
puedes morir? -le pregunté un día.
-Porque no me puedo ir
al cielo -me contestó llorosa-. Los curas y las hermanas me dijeron que nadie
se puede ir al cielo si no ama a Dios más que a nadie en el mundo entero. -Sus
sollozos arreciaron y se me acercó más-. Doctora Ross, yo quiero a mi mamá y a
mi papá más que a nadie en el mundo entero.
A punto de echarme a
llorar yo también, le hablé de por qué Dios le había asignado esa difícil
tarea: era igual que cuando los profesores dan los problemas más difíciles sólo
a los mejores alumnos. Ella lo entendió.
-Pues Dios no podría
haberle dado una tarea más difícil a ningún niño -comentó.
Eso fue útil, y a los
pocos días Liz fue capaz finalmente de marcharse. Pero ése era el tipo de caso
que me hacía odiar la religión. De todos modos, los luteranos me persuadieron,
y acepté el trabajo docente. Mi primera charla, que tuvo lugar sólo dos semanas
después de esa reunión, la di en una sala atiborrada de gente. A fin de hacerles
saber claramente mi opinión sobre la religión, comencé poniendo en tela de
juicio su concepto del pecado.
-Aparte de provocar
culpabilidad y miedo, ¿para qué sirve? No hace otra cosa que dar trabajo a los
psiquiatras -añadí riendo, para que supieran que también estaba representando
el papel de abogado del diablo.
En las clases
siguientes traté de inducirlos a examinar su compromiso con la vida de pastor.
Si consideraban difícil discutir por qué el mundo necesitaba diferentes
confesiones religiosas, muchas veces contradictorias, cuando todas ellas
pretendían enseñar las mismas verdades básicas, iban a encontrar bastante arduo
el futuro.
Me hice tan popular que
el seminario me propuso examinar a los candidatos a ministro del Señor y
eliminar a aquellos que no lo iban a conseguir. Eso fue interesante. Alrededor
de un tercio de los seminaristas acabaron abandonando el seminario para
convertirse en asistentes sociales o trabajar en campos afines. En general, la
experiencia de dar charlas y entrevistar a los estudiantes fue fascinante, pero
dejé ese trabajo al final del semestre. Las exigencias de mi ocupado programa
eran demasiadas, incluso para una adicta al trabajo como yo.
La tarea que realizaba
presentando los pacientes terminales a los profesionales de la medicina me
parecía de lo más interesante. No me sorprendía lo mucho que podía enseñar un
moribundo en uno de mis seminarios, ni tampoco lo que aprendían por sí mismos
los alumnos. Muchas veces me sentía mal cuando se me atribuía todo el mérito.
De hecho mi peor pesadilla era quedarme clavada diez minutos sola en el estrado
sin un paciente. La sola idea me producía terror. ¿Qué podía decir?
Pues un día me ocurrió
eso. Diez minutos antes de que comenzara el seminario, el enfermo que planeaba
entrevistar murió inesperadamente. Teniendo cerca de ochenta personas ya
sentadas en el auditorio, algunas de las cuales habían hecho un largo trayecto
para acudir al hospital, no quise cancelarlo. Por otro lado, no era posible
encontrar otro paciente. Paralizada en el pasillo, desde donde oía el murmullo
de los alumnos en la sala, no tenía idea de qué podía hacer sin la persona a
quien siempre presentaba como el verdadero profesor.
Pero una vez que estuve
sobre el estrado, me dejé llevar por la inspiración y la clase resultó fantástica.
Dado que en su mayor parte el público estaba formado por personas que
trabajaban en el hospital o estaban relacionadas con la Facultad de Medicina,
les pregunté cuál era el mayor problema que tenían en su trabajo diario. En
lugar de hablar con un enfermo, hablaríamos de los principales problemas que
tenían los asistentes.
-Decidme cuál es la mayor
dificultad con que topáis -les propuse.
Al principio reinó un
silencio absoluto en la sala, pero pasados unos incómodos instantes se alzaron
varias manos. Ante mi gran sorpresa, las primeras dos personas que hablaron
dijeron que su problema era un determinado médico, en realidad director de
departamento, que trabajaba casi exclusivamente con enfermos de cáncer muy
graves. Era un excelente médico, explicaron, pero si alguien llegaba a insinuar
siquiera que era posible que alguno de sus pacientes no respondiera al tratamiento,
él contestaba de modo muy desagradable. Otras personas que lo conocían hicieron
gestos de asentimiento con la cabeza.
Aunque yo no dije nada,
al instante comprendí de qué médico se trataba porque había tenido varios
encontronazos con él; no soportaba sus modales bruscos, su arrogancia ni su
falta de sinceridad. En dos ocasiones, en mi calidad de jefa del servicio de
enlace psicosomático, me habían llamado para visitar a sus pacientes
moribundos. Él me había dicho que uno no tenía cáncer y que la otra enferma era
sólo cuestión de tiempo que se sintiera mejor. En los dos casos las
radiografías mostraban metástasis extendidas e inoperables.
Ciertamente era el
médico quien necesitaba un psiquiatra. Tenía un grave problema con la muerte,
aunque yo no podía decirle eso a sus pacientes. No podía ayudarlos criticando a
otra persona, y mucho menos a alguien en quien confiaban. Pero en el seminario
era diferente. Hicimos cuenta de que el doctor M. era el enfermo y hablamos de
las dificultades que teníamos con él. Analizamos qué nos decían esos problemas
acerca de nosotros mismos. Casi todos los participantes reconocieron tener prejuicios
contra aquellos de sus colegas, médicos o enfermeros que tenían problemas. Los
consideraban de una manera distinta que a los pacientes normales. Yo estuve de acuerdo
e ilustré la situación con mis propios sentimientos por ese médico.
-No se puede ayudar a
alguien a menos que se le tenga una cierta simpatía. -A continuación hice la
pregunta-. ¿Hay alguien aquí que le tenga cierta simpatía?
Rodeada de miradas y
sonrisitas hostiles, una joven levantó la mano lentamente y con cierta vacilación.
-¿Estás trastornada? -le
pregunté medio en broma, medio sorprendida.
A eso siguió una buena
carcajada. Entonces la enfermera, se puso en pie y habló con una tranquilidad y
claridad llenas de nobleza.
-No conocéis a ese hombre
-dijo-. No conocéis a la persona. Nuevamente se hizo el silencio. Su frágil voz
lo rompió con una detallada descripción de cómo el doctor M. comenzaba su ronda
avanzada la noche, horas después de que se hubieran marchado a casa los demás
médicos.
-Empieza en la
habitación más alejada del puesto de enfermeras y va avanzando hacia donde yo me
siento habitualmente -explicó-. Entra en la primera habitación muy erguido, con
aspecto confiado y seguro. Pero cada vez que sale de una habitación tiene la
espalda más encorvada. Poco a poco su postura se va pareciendo más a la de un
anciano. -Con gestos representaba el drama nocturno obligando a todo el mundo a
imaginarse la escena-. Cuando sale de la habitación del último paciente, este
médico parece destrozado. Se ve claramente que no siente ni la más mínima alegría,
esperanza o satisfacción por su trabajo.
El simple hecho de
observar ese drama noche tras noche la afectaba. Imaginémonos cómo se sentía el
médico que lo vivía. Todos los asistentes tenían los ojos húmedos cuando la
enfermera explicó cuánto deseaba darle unas suaves palmaditas al doctor, como
haría un amigo, y decirle que sabía lo terrible y desesperanzado que era su
trabajo. Pero el sistema de castas del hospital impedía ese comportamiento tan
humano.
-Sólo soy una enfermera
-explicó. Sin embargo, ese tipo de compasión y amistosa comprensión era
justamente la ayuda que necesitaba ese médico, y puesto que esa joven enfermera
era la única en la sala que se preocupaba por él, era ella quien tenía que
hacerlo. Le sugerí que se obligara a dar ese paso.
-No lo pienses,
simplemente haz lo que te dicte el corazón. Si lo ayudas -añadí-, vas aayudar a
miles y miles de personas.
Después de una semana
de vacaciones, estaba ante mi escritorio poniéndome al día con el trabajo
cuando de pronto se abrió la puerta y entró precipitadamente una joven. Era la
enfermera de ese seminario.
-¡Lo he hecho! ¡Lo he
hecho!
Ese viernes había
observado al doctor M. hacer su ronda y acabar destrozado, tal como lo había
descrito. El drama se repitió el sábado, pero con una complicación adicional.
Ese día habían muerto dos de sus pacientes. El domingo lo vio salir de la
última habitación, encorvado y deprimido. Obligándose a actuar se le acercó,
esforzándose por tenderle la mano. Pero antes de hacerloexclamó:
-¡Dios mío! Esto debe
de resultarle terriblemente difícil.
De pronto el doctor M.
la cogió del brazo y la llevó a su despacho. Allí, tras la puerta cerrada, el
médico le expresó todo su dolor, aflicción y angustia reprimidos. Le contó
todos los sacrificios que había tenido que hacer para estudiar en la facultad;
cómo sus amigos ya tenían trabajo y buenos ingresos cuando él comenzó la
práctica como residente; cómo trataba de mejorar a sus pacientes mientras
aquellos compañeros ya tenían familia y se construían casas para pasar las
vacaciones. En lugar de vivir se había pasado la vida aprendiendo una
especialidad. Por fin ya era el jefe de su departamento. Tenía un puesto en el
que podía hacer algo importante para sus pacientes.
-Pero todos se mueren -sollozó-.
Uno tras otro. Todos se me mueren.
Al escuchar esta
historia en el siguiente seminario sobre la muerte y el morir, todos comprendieron
el extraordinario poder sanador que puede tener una persona simplemente
reuniendo el valor de actuar impulsada por sus sentimientos. Antes de que
hubiera transcurrido un año, el doctor M. comenzó a tratarse psiquiátricamente
conmigo. Pasados unos tres años estaba en terapia a tiempo completo. Su vida mejoró
espectacularmente. En lugar de acabar quemado y deprimido, redescubrió las
maravillosas cualidades de cariño y comprensión que lo habían motivado para
estudiar medicina. Ojalá ese hombre supiera a cuántas personas he ayudado al
contarles su historia a lo largo de los años.
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