GRAHAM GREENE (1904 – 1991)
EL PODER Y LA GLORIA
VIGESIMOCTAVA
ENTREGA
SEGUNDA
PARTE
II (1)
En la noche
calurosa y cargada de electricidad los jóvenes de ambos sexos paseaban alrededor
de la plaza: los hombres en una dirección, las mujeres en la opuesta,
sin hablar nunca entre sí. Hacia el Norte los relámpagos surcaban el cielo.
Aquello era como una ceremonia religiosa cuyo significado se hubiera perdido,
pero en la cual todos lucían todavía la ropa mejor. A veces un grupo de mujeres
mayores se unía a la procesión, un algo más excitadas y risueñas, cual si
conservaran el recuerdo de cómo solía transcurrir la ceremonia antes de que se
perdieran todos los textos. Un hombre con revólver en la cadera, vigilaba desde
los escalones de la Tesorería y un soldado menudo y macilento sentábase a la
puerta de la cárcel con el fusil entre las rodillas; las sombras de las
palmeras le señalaban como un cerco de sables. Las luces ardían en la ventana
de un dentista, rielando en la silla giratoria, en los almohadones de felpa
encarnada, en el vaso para enjuagarse colocado en su pequeño soporte y en la
vitrina llena de herramientas. Detrás de las ventanas con alambrera de las casas
particulares, las abuelas se columpiaban en sus mecedoras, entre fotografías
familiares... sin nada que hacer ni que decir, vestidas con demasiada ropa, un
poco sudorosas. Aquello era la ciudad, capital de un Estado.
Un hombre con traje de dril raído lo miraba todo
desde un banco. Un pelotón de policía armada pasaba en dirección a su cuartel,
marchando sin llevar el paso, con los fusiles de cualquier modo. La plaza se
iluminaba en cada ángulo con grupos de tres globos unidos por feos alambres
aéreos, y un mendigo hacía su recorrido de asiento en asiento sin éxito.
Sentose cerca del hombre vestido de dril y empezó
una larga explicación. En sus maneras había un algo confidencial y al mismo
tiempo amenazador. Por todas partes las calles bajaban al río, al puerto y a la
llanura pantanosa. Contaba el mendigo que tenía mujer y muchos hijos, y que
durante las últimas semanas casi no había comido...; se interrumpió palpando el
dril del otro.
-Y
¿cuánto le ha costado esto? -preguntó.
-Le
sorprenderá a usted cuan poco.
De pronto, en cuanto un reloj dio las nueve y
media, se apagaron todas las luces. El mendigo dijo:
-Es
suficiente para desesperarle a uno.
Se refería al procedimiento y a que la concurrencia
desfilaba cuesta abajo. El hombre vestido de dril se levantó, el otro se puso
en pie también pisándole los talones hacia el límite de la plaza; sus pies
desnudos y achatados iban dando trompicones en el adoquinado. Suplicó:
-Unos
cuantos pesos no representarían nada para usted...
-¡Ah, si
supiera cuánta diferencia harían!
El
mendigo quedó cortado. Se expresó así:
-Un hombre como yo a veces siente que haría cualquier
cosa por unos pocos pesos. -Ahora que se habían apagado las luces en toda la
ciudad, ambos intimaban más entre las sombras. Añadió-: ¿Me lo censura usted?
-No, no.
Sería lo último que hiciera.
Parecía
que todas las cosas alimentaban la cólera del mendigo:
-A veces
me siento capaz de matar...
-Eso,
por supuesto, estaría muy mal.
-¿Estaría
mal que cogiera a un hombre por la garganta...?
-Bueno, un hombre que se muere de hambre, tiene
derecho a defender su vida, ciertamente.
El mendigo atisbaba con avidez, mientras el otro
seguía hablando como si discutiese una cuestión académica.
-En mi caso, desde luego, apenas valdría la pena.
Poseo exactamente quince pesos y setenta y cinco centavos en el mundo. No he
comido desde hace cuarenta y ocho horas.
-¡Madre de Dios! -exclamó el mendigo-. Es usted
duro como una piedra. ¿No tiene usted corazón?
El
hombre vestido de dril se rió de pronto sin motivo. El otro rezongó:
-Está
usted mintiendo. ¿Por qué no ha comido usted, si tiene quince pesos?
-Ya ve
usted; quiero gastarlos en bebida.
-¿Qué
clase de bebida?
-La que
un forastero no sabe cómo lograr en un sitio como éste.
-¿Quiere
usted decir, alcohol?
-Sí... y
vino.
El mendigo se le acercó mucho. Su pierna tocaba la suya;
le puso una mano sobre la manga. Pudieran pasar por amigos íntimos hablando en
la oscuridad; incluso las luces de las casas se iban apagando, y los taxis que
durante el día esperaban a media cuesta un cliente que parecía no llegar nunca,
ya se dispersaban. Un farolillo parpadeaba y extinguiose más allá del cuartel
de policía.
-Hombre,
hoy está de suerte. ¿Cuánto me daría usted...?
-¿Por
alguna bebida?
-Por presentarle a quien pudiera proporcionarle a
usted un poco de aguardiente, un auténtico y estupendo aguardiente de Veracruz.
-Con una garganta como la mía -explicó el hombre
vestido de dril-, lo que necesito en realidad es vino.
Pulque o
mezcal2; él tiene de todo.
-¿Y
vino?
-Vino de
membrillo.
-Daría cuanto tengo -juró el otro con solemnidad y
precisión- excepto los centavos, quiero decir, por algún vino de uva verdadero.
En alguna parte, cuesta abajo, junto al río, sonaba
un tambor: ram-plam, ram-plam, y unas pisadas que guardaban un ritmo más o
menos regular. Los soldados o la policía volvían al cuartel para acostarse.
-¿Cuánto?
-repitió impaciente el mendigo.
-Pues,
yo le daría a usted los quince pesos y usted compraría el vino correspondiente
a lo que quisiera gastar.
-Venga
usted conmigo.
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