UN PERFIL PARA MARGUERITE
YOURCENAR
por Juan Malpartida
En diversas ocasiones, Marguerite
Yourcenar (Bruselas, 1903-Bar Harbor, Maine, 1987) afirmó que había buscado,
más que la verdad, la exactitud. Para la autora de Memorias de Adriano,
observar correctamente es tan importante como pensar, o más. Naturalmente, lo
que Yourcenar está diciendo, además de situarse en una línea empirista que la
acercaba a ciertos filósofos ingleses tanto como a los moralistas de los siglos
XVII y XVIII de su lengua, es, por un lado, que observar bien es el comienzo de
un razonamiento válido o es ya en sí meditación, y, por el otro, que pensar sin
tener en cuenta los hechos, los datos de la experiencia, la historia, lo que
está afuera en definitiva, puede ser una suerte de gimnástica rayana en la
frivolidad o, en ocasiones, en el delirio.
La correspondencia de Yourcenar (Lettres
à ses amis et quelques autres, 1995), de la que conocemos unas trescientas
cartas de las dos mil que legó para su futura publicación, se caracteriza por
esta capacidad de observar, de volver una y otra vez sobre las cosas. Pasión,
sin duda, de historiadora, pero sobre todo habría que decir: fidelidad a lo
único, a la capacidad de ser único de cada hecho, persona, proceso, y, al mismo
tiempo, como si rectificara esta unicidad o más bien formulara su grado de
complejidad, Yourcenar señala el carácter inevitable de relación, de grupo, de
sociedad de la que participa todo individuo. No es casual que al tratar de
saber quiénes fueron sus familiares y ella misma, dibuje en tres volúmenes un
fresco de ciertas sociedades belga y del norte de Francia pertenecientes al
siglo XIX y al comienzo del XX. Dos obras de creación perfilan bien esto que
trato de decir: Memorias de Adriano (1951) y Opus Nigrum (1968).
Adriano y Zenón poseen una individualidad acentuada, tanto que nos parecen más
reales que muchos individuos cercanos a nuestra cotidianidad. La misma
Yourcenar hablaba de ambos, del personaje histórico y del imaginario, como si
fueran personas con las que hubiera convivido muchos años intensamente. Paradójicamente,
ambos son personajes dotados de un contexto histórico fuerte. Para el primero,
la Roma del siglo II; el segundo se desenvuelve durante buena parte del siglo
XVI. La conciencia de lo que ambos son, de su libertad, está mediada por los
referentes políticos, filosóficos, religiosos y morales de su época. Para ambas
obras, Yourcenar se sirvió de una copiosísima documentación. En el primer caso
para saber quién había sido Adriano; en el segundo, para dotar a un personaje
imaginario de toda su posible riqueza social, política, moral y filosófica, sin
la cual difícilmente podría ser lo que es. Yourcenar es muy consciente de que
en la mayoría de las biografías falta documentación o imaginación y, en
numerosas ocasiones, lo uno y lo otro. Esta obsesión por la documentación, que
le llevaba a aplazar toda demanda de ensayo, otorgó a su obra, tanto a la
ensayística como a la más imaginativa, de un perfil que la emparienta, en
cierto sentido, con Thomas Mann, autor por quien, a pesar de las diferencias,
tuvo gran admiración.
Marguerite Yourcenar o la exactitud,
escribiría con rotundidad si no fuera porque este término con el que la
identifico no acaba de ser exacto (valga el juego de palabras) y se revela
insuficientemente enigmático. Nos aclara el diccionario de la Academia: Exactitud:
"Puntualidad y fidelidad en la ejecución de una cosa". La primera es
una cualidad intelectual; la segunda, moral. Al efectuar un salto analógico,
Yourcenar no nos da sólo las orillas que se comparan o identifican sino que,
además, nos describe las huellas que la imaginación ha dejado en dicho salto.
Nada más coherente con esta actitud que su pasión por una novela como Gengi
monogatari, de Murasaki Shikibu ("es, en efecto, uno de mis libros
favoritos", afirma en una carta de 1963), en la que junto a la detallada
descripción de la corte de un príncipe japonés del siglo XI se nos habla de una
pasión amorosa que, finalmente, sometida al rigor del budismo, se revela
insostenible. Lo mismo puede decirse de À la recherche du temps perdu,
de Marcel Proust, "esa obra tan budista por la constatación del tránsito,
por el desmoronamiento de toda personalidad exterior, por la noción de la nada
del deseo" (7/IV/68). De nuevo un parentesco: el método de
Proust guarda alguna semejanza con el de Yourcenar: la fidelidad al detalle
aunque, al cabo, ese detalle esté sometido al rigor del tiempo, dios de lo
mudable, de la metamorfosis. A diferencia de la señora Murasaki, tanto Proust
como Yourcenar guardan un fuerte sentimiento de compasión por ese gesto que
pasa. Fidelidad a lo puntual, a la figura que el tiempo traza y que su propio
trazo desvanece.
En la correspondencia de Yourcenar
hay pocos elementos cotidianos, aunque vemos vivir nítidamente a un personaje.
No es que no podamos extraer de ella algunos de esos gestos en principio
banales en los que apoyamos nuestras horas sino que, por regla general, el foco
de su atención está dirigido al mundo de las ideas, de las artes, la
literatura, la historia y la política, entendida esta última como una moral.
Quiero decir que no parecen haberle preocupado las diferencias entre las
distintas ideas políticas de su tiempo, sino más bien la micropolítica, por
ejemplo: la defensa del medio ambiente y de las minorías, la protección de los
animales, etcétera. En este sentido, a pesar de su poca afinidad con el mundo
norteamericano, fue mucho más norteamericana que francesa. Más anglosajona, si
se quiere, que latina. Son admirables varias de las cartas en las que defiende
la necesidad de preservar nuestro ecosistema y el mundo animal, aunque en
ocasiones se deja ver en su celo algo de odio o desprecio a la vida humana,
como si ésta fuera una intrusa en un todo que parece no necesitar de su
alteradora presencia. Sin duda no le falta algo de razón: somos intrusos, somos
una excepción en un orden que no terminamos de reconocer y en el que no
terminamos de reconocernos. Yourcenar creyó, ignoro si de una manera constante
-y quizás este sea uno de los puntos más débiles en alguien con tanta capacidad
reflexiva y mesura-, que cualquier política podría ser beneficiosa
para una sociedad si era llevada a cabo por una persona íntegra. Es una extraña
afirmación que parece olvidar que la política no es cuestión de una sola
persona o grupo sino algo que nos compete y hacemos puesto que se trata de
nuestro destino social, indisociable, como muy bien sabía Yourcenar, del
individual. En fin, volviendo a su entorno inmediato, encontramos a veces
alguna descripción del lugar en donde vive: una isla de Maine, al este de los
Estados Unidos: "La casa -nos dice- está situada en las cercanías de un
pueblecito y a unos pasos del mar; tenemos una hectárea de jardín, casi todo
arbolado y pradera". Es muy probable que en alguna carta de las no
publicadas podamos encontrar alguna descripción más detallada, pero no creo que
el relato de lo cotidiano haya sido remarcable. Sin embargo, los personajes,
tanto el más cercano de todos, su amiga Grace Frick, como algunos visitantes y
los vecinos, son visibles de una manera intensa aunque no podamos saber bien
qué o quiénes son. Sabemos, sin embargo, que Yourcenar no lo ignora. Sus cartas
muestran a una Marguerite Yourcenar nítida, sí, siempre que no olvidemos que se
trata de una nitidez misteriosa, inalcanzable como la misma transparencia. Es
también el producto de una mente reflexiva cuya mesura está lejos de la que
podría poseer un espíritu conservador: sabe llegar hasta el final y ponerse en
los extremos sin perder, y ahí radica su valor, la capacidad de matizar, para
admirar sin que se le oculten los defectos, para enjuiciar un error sin que
éste le ciegue ante las posibles virtudes de un hecho o de una persona.
"Los seres humanos tienden a ser
libres y ser libre es estar solo", afirma Cyril Connolly en La
tumba sin sosiego. Marguerite Yourcenar quiso ser libre, y creo que lo
intentó como pocos escritores de su siglo, aun sabiendo que nuestro amor por la
libertad corre paralelo a una continuidad de alianzas que nos la limitan.
Quizás habría que añadir que sin los límites, sin la resistencia -lo señaló
Kant-, la libertad no puede ejercerse. La libertad, y esto es una constante a
lo largo de estas admirables cartas, no es un estado sino una acción, algo que
se inventa cada día. Si la libertad no es un estado puede decirse que hay un
estar previo, de signo moral, que activa dicha búsqueda. Es una virtud, un
valor que requiere coraje, el mismo que lleva a Zenón al final de Opus
Nigrum a elegir el momento de su muerte. Solitaria y solidaria,
distante y cercana, Yourcenar parece haber encontrado muy pronto la medida
justa para situarse frente a sus semejantes, una distancia que le permite no
perder, hasta donde esto es posible, el control de su aventura humana, y al
mismo tiempo ofrecerle la posibilidad de alejarse con facilidad. Arte de
esgrimista. Observan las recopiladoras e introductoras de esta correspondencia
lo asombroso de las pocas ocasiones que Yourcenar parece haber necesitado
conocer o frecuentar a algunos de sus interlocutores. Sin embargo, Josyane
Savigneau, su inteligente biógrafa, nos cuenta que, a pesar de que
defendía muy celosamente su tiempo de trabajo, no fue una persona huraña sino
que disfrutaba de la compañía; al fin y al cabo fue una gran seductora, y todo
seductor necesita de los otros. No obstante, no creo que pueda caber duda respecto
a su actitud eminentemente solitaria, aunque nunca fue una persona aislada:
donde ella estaba cabía siempre un mundo, variado, matizado e intenso. Un
ejemplo de esto: admiró mucho al crítico y diarista Charles du Bos (un
escritor, por cierto, penosamente olvidado entre los franceses y por el resto
de los lectores) y en una carta de diciembre de 1937 le comenta: "En París
más de una vez he sentido el deseo de ir a verle, pero las mismas
consideraciones de respeto por su trabajo y la misma costumbre de renunciar a
todas aquellas relaciones, incluso las más preciadas, que no sean absolutamente
necesarias, han guiado mi comportamiento hacia usted." (Se conocieron un
año después.) Dejando de lado el tono algo pedante, que parece suponer un
dominio sobre la existencia que la misma Yourcenar está lejos de pensar,
resulta evidente que no se trata de alguien dispuesto a recibir visitas con
facilidad. Fue una mujer muy viajera que vivió la mitad de su vida en un lugar
extremadamente apartado; una lectora de obras históricas, interesada por las
vidas concretas y los modos e ideas de diversas culturas y civilizaciones, que
optó por la errancia o la soledad, si es que no resulta visible en el
vagabundeo una forma de soledad.
Tanto la cercanía como la lejanía que
Yourcenar muestra en su correspondencia está signada por el misterio. No se
trata de que escondiera su homosexualidad o cualquier otro rasgo distintivo,
sino que su actitud señala algo más general e inagotable: el misterio que
significa toda vida y que tanto la cercanía de la convivencia parece negar en
nuestra sensibilidad, fácilmente entumecible, como, en su lado opuesto, se
disipa por la tendencia a la generalización de la lejanía.
Quizás sea acertado enlazar este
misterio de la persona con la preocupación que Yourcenar tuvo siempre por las
religiones. Aunque no era creyente, estuvo interesada por el cristianismo y por
el budismo. Sin embargo, muchas cosas la separaron de ambos. Del primero,
fundamentalmente, la idea de la culpa, connatural según la tradición cristiana
a toda vida humana; del segundo la tendencia a hacer de la muerte un tránsito
liviano, además de la difícil creencia para un occidental en la reencarnación.
Pero el budismo la tocó; creo que supuso para ella un modo de reconciliación
con la naturaleza, con todo lo viviente, además de una sensibilidad con una
concepción del tiempo que le resultaba afín. De hecho, en sus funerales, tal
como había dejado dispuesto, se leyeron, junto con el Sermón de la Montaña y la
primera epístola de San Pablo a los corintos, dos fragmentos de Chuang Tzu,
cuatro preceptos budistas y el poema de una religiosa budista del siglo XIX,
Ryo-Nan. En este poema, alguien que va a morir, tras una larga vida de
contemplación de la naturaleza, pide que no se le pregunte más: "Prestad
oído a las voces de los pinos y de los cedros cuando se calle el viento".
El silencio de la naturaleza quizás contenga algo de lo que supo Yourcenar,
aunque nosotros debamos recurrir a sus propios libros para saberlo. No obstante,
para saberlo de verdad quizás nos sea necesario oír las voces de los pinos
cuando nada se oye. No le interesaron, pues, los preceptos y normas de las
iglesias sino la dimensión mística de la religiosidad, más cerca de Platón y
Spinoza que de San Juan de la Cruz y San Agustín. En cierto sentido su
misticismo es tanto de carácter filosófico como poético, sin que se nos oculte
la tensión contradictoria (creativa en este caso) de ambos términos, porque la
filosofía tiende a separar para conocer mientras que la poesía enlaza; su
visión es de conjunto, de totalidad. A pesar de lo dicho, me parece necesario
distinguir, en relación con la religión, a la Yourcenar joven y madura de la
anciana. El 29 de agosto de 1968 le dice a Jean Mouton: "El diálogo entre
Zenón y el Prior no concluirá en mí hasta mi muerte." Es el diálogo de un
agnóstico, no de un ateo, en uno de los momentos cruciales de Opus
Nigrum. Un año después (15/VI/69) dice al helenista y
orientalista Gabriel Germain: "Yo experimento, como sin duda muchos de
nosotros, una especie de ahogo ante el materialismo satisfecho, el laicismo
seguro de sí mismo, el intelectualismo seco y frívolo, todo eso que constituye
lo que tantos franceses consideran como la tradición francesa por
excelencia."
Naturalmente, como en la mayoría de
los epistolarios pertenecientes a escritores, encontramos en la correspondencia
de Yourcenar muchas cartas referidas a su propia obra. Es mucho lo que el
lector interesado puede aprovechar con relación a los libros de nuestra autora,
pero en esta parcial visión que pergeño, yo destacaría dos aspectos: su
relación con los editores, caracterizados por una asombrosa firmeza y exigencia
(estamos hablando, por ejemplo, de Gaston Gallimard), y con los lectores más o
menos estudiosos de su obra. En este último aspecto, Yourcenar vuelve a
sorprendernos, como lo hacen todos aquellos que han decidido ser libres y se
han atrevido a pensar por su cuenta (y debo añadir: lográndolo, porque no basta
con proponérselo). Yourcenar es capaz de agradecer un ensayo o una tesis e
inmediatamente informar en quince páginas a su interlocutor, con razonamientos
de escritor que sabe lo que ha hecho, es decir lúcido, que no ha entendido
nada. Esta actitud es perceptible también en los momentos en que se enfrenta a
las obras de escritores que fueron amigos suyos, como Henri de Montherlant o,
en un caso menor, Natalie Barney, o de los contemporáneos de quienes estuvo
cerca: Mann y Gide, entre otros. El diálogo con la obra de Gide da para un
ensayo sustancioso: se sintió atraída por el Gide capaz de enfrentarse a las
peculiaridades de su vida, un valor reactivo (especialmente en Eupalinos y
Los alimentos terrestres) que, con el paso del tiempo, es decir, cuando
fue cumpliendo su cometido, fue perdiendo fuerza. A pesar de todo, es la
primera obra de Gide, junto con la primera parte de su diario, la que le
interesa. Ahora bien, Yourcenar, tan lejos del psicoanálisis, sabe que la
verdad de toda experiencia humana es difícilmente formulable. Pensando en Gide
y Proust anota lo siguiente: "Que el problema de la expresión de la verdad
sea tremendamente complicado es lo que prueba la aventura de Gide, que optó
abusivamente por la sinceridad y que a fin de cuentas nos instruye menos acerca
de ese tema y de muchos otros que Proust con sus evasivas." André Gide
fue, según Marguerite Yourcenar, un eslabón y le perdió quizá ser sobre todo un
hombre de letras, mientras que Proust fue un creador, autor de una obra que la
autora de Memorias de Adriano leía casi todos los años,
comenzando por El mundo de Guermantes y hasta El
tiempo recobrado. Con lucidez afirma que al final de este volumen "me
da la sensación de que la fatiga, la enfermedad, la prisa por acabar, confieren
entonces al estilo de Proust la belleza de los últimos dibujos de un Goya o de
un Rembrandt" (23/IV/57).
La correspondencia de Yourcenar nos
muestra algo que ya sabíamos por sus notables novelas, cuentos y ensayos: que
está muy lejos de los tópicos que han recorrido el siglo XX, enarbolados por
escritores algo ebrios de ideologías cuando no de pura moda y propaganda. Sus
juicios no siempre parecen acertados (aunque son extremadamente sumarios,
porque Yourcenar sólo suele referirse a la literatura que le interesa),
especialmente en su valoración de la novela y la poesía de la segunda mitad del
siglo, o de los movimientos de vanguardia. Las provocaciones y el desaliño de
buena parte del surrealismo no podían interesar a un espíritu tan poco
improvisador, poseedor de una prosa contenida, vigilante y vigilada, heredera
tanto de Montaigne como de Saint-Simon. Razonablemente escéptica y pacifista,
fue muy crítica con el mundo moderno y su exaltación de la tecnología, pero no
cayó en la idolatría del pasado porque, nos aclara, muchos de los males que
detectamos en el presente vienen de él. No le interesó Sade (sí Casanova, su
gran autor del siglo XVIII), y estuvo lejos del psicoanálisis y del
existencialismo tanto como de modas literarias estilo nouveau roman.
Creo que se refiere a esta última en 1976 cuando, con ingenio crítico, habla de
novelas con "un mecanismo de relojería cuidadosamente montado, pero dando
las horas al azar". Por encima de los aciertos y desaciertos posibles de
sus juicios, creo que lo más importante es que su correspondencia y su obra
literaria (ya indisociables) nos muestran una de las mentes y sensibilidades
más afinadas del siglo XX. Un espíritu complejo, extraordinariamente culto, que
ha contribuido a dignificar -sin proponérselo- la condición humana. En un siglo
de tanta impostura, Marguerite Yourcenar supo mirar de frente y caminar con
firmeza y levedad. Supo encontrar el tono que reúne los tiempos.
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