ELIZABETH
KÜBLER-ROSS
LA
RUEDA DE LA VIDA
TRIGESIMOCTAVA ENTREGA
SEGUNDA PARTE
"EL
OSO".
22.
LA FINALIDAD DE LA VIDA. (2)
Era inevitable que tuviera
que buscar enfermos terminales fuera del hospital. Mi trabajo con moribundos
ponía muy nerviosos a muchos de mis colegas. En el hospital eran pocas las
personas dispuestas a hablar de la muerte. Era más difícil aún encontrar a
alguien que reconociera que las personas se estaban muriendo. La muerte no era
un tema del que hablaran los médicos. Así, cuando mi búsqueda semanal de
pacientes moribundos se me hizo casi imposible, comencé a llamar desde casa a
enfermos de cáncer de los barrios vecinos, como Homewood y Flossmoor.
Yo proponía un convenio
de beneficio mutuo. A cambio de atención terapéutica gratis a domicilio, los
enfermos aceptaban ser entrevistados en mis seminarios. Ese método dio pie a
más polémica todavía en el hospital, donde ya consideraban explotador mi
trabajo. Y las cosas empeoraron. Cuando los enfermos y sus familiares
manifestaron públicamente cuánto agradecían mi tarea, los demás médicos
encontraron otro motivo más para ofenderse. Yo no podía ganar.
Pero me comportaba como
una ganadora. Además de atender a mi familia y de realizar mi trabajo, hacía
tareas como voluntaria para varias organizaciones. Una vez al mes examinaba a
los candidatos para los Cuerpos de Paz. Probablemente allí los sentimientos
hacia mí eran encontrados, porque tendía a aprobar a aquellos que a mi juicio
buscaban el riesgo y no a los moderados que preferían mis socios. También
pasaba medio día a la semana en el Lighthouse for the Blind (Faro para los
Ciegos) de Chicago, trabajando con niños y padres. Pero tengo la impresión de
que ellos me daban más a mí que yo a ellos.
Las personas que conocí
allí, adultos y niños por igual, estaban todos batallando con las cartas que
les había servido el destino. Yo observaba su manera de arreglárselas. Sus
vidas eran montañas rusas de sufrimiento y valor, depresión y logros.
Continuamente me preguntaba qué podía hacer yo, que tenía vista, para
ayudarlos. Lo principal que hacía era escucharlos, pero también los animaba a "ver"
que todavía les era posible llevar vidas plenas, productivas y felices. La vida
es un reto, no una tragedla.
A veces eso era pedir
demasiado. Veía a demasiados bebés nacidos ciegos, y también a otros nacidos
hidro-cefáhcos, a quienes se los consideraba vegetales y se los colocaba en
instituciones para el resto de sus vidas. Qué manera de desperdiciar la existencia.
También estaban los padres que no lograban encontrar ayuda ni apoyo. Observé
que muchos padres cuyos hijos nacían ciegos mostraban las mismas reacciones que
mis moribundos. La realidad suele ser difícil de aceptar, pero ¿qué otra
alternativa hay?
Recuerdo a una madre
que tuvo nueve meses de embarazo normal, sin ningún motivo para esperar otra
cosa que un hijo normal y sano, pero durante el parto ocurrió algo y su hija
nació ciega.
Reaccionó como si
hubiera habido una muerte en su familia, lo cual era lógico. Pero una vez superado
el trauma inicial, comenzó a imaginar que algún día su hija, llamada Heidi,
terminaría sus estudios secundarios y aprendería una profesión.
Esa era una reacción
sana y maravillosa. Por desgracia, habló con algunos profesionales que le
dijeron que sus sueños no eran realistas y le aconsejaron que pusiera a la niña
en una institución. Eso causó un terrible sufrimiento a la familia. Pero
afortunadamente, antes de tomar ninguna medida, acudieron al Lighthouse, que
fue donde conocí a esta mujer.
Evidentemente, yo no
podía ofrecerle ningún milagro que le devolviera la vista a su hija, pero sí escuché
sus problemas. Y cuando me preguntó mi opinión, le dije a esa madre, que tanto
deseaba un milagro, que ningún niño nace tan defectuoso que Dios no lo dote con
algún don especial.
-Olvide toda
expectativa -le dije-. Lo único que tiene que hacer es abrazar y amar a su hija
como a un regalo de Dios.
-¿Y después? -me
preguntó.
-A su tiempo Él
revelará su don especial.
No tenía idea de dónde
me brotaron esas palabras, pero las creía. Y la madre se marchó con renovadas
esperanzas.
Muchos años después,
estaba leyendo un diario cuando vi un artículo sobre Heidi, la niñita del Lighthouse.
Ya adulta, Heidi era una prometedora pianista y acababa de actuar en público
por primera vez. En el artículo, el crítico decía maravillas sobre su talento.
Sin pérdida de tiempo contacté con la madre, que con orgullo me contó cómo
había luchado por criar a su hija; repentinamente la niña demostró estar dotada
para la música. Su talento floreció como una flor y su madre atribuyó el mérito
a mis alentadoras palabras.
-Habría sido tan fácil
rechazarla -comentó-. Eso fue lo que me dijeron que hiciera las otras personas.
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