G.
K. CHESTERTON (1874 – 1936)
EL
HOMBRE QUE FUE JUEVES
(PESADILLA)
Traducción
y prólogo de ALFONSO REYES
CUADRAGÉSIMA ENTREGA
CAPÍTULO
UNDÉCIMO
LOS
MALHECHORES DANDO CAZA A LA POLICÍA (2)
Habían llegado a un
espacio claro lleno de sol: aquello era, para Syme, la vuelta al buen sentido.
En medio de aquel claro, había un hombre que bien podía considerarse como
representante del buen sentido. Tostado por el sol, empapado en sudor, poseído
de la gravedad habitual del que se ocupa en neceseres modestos, un pesado
campesino francés estaba cortando leña con un hacha. A algunos pasos de allí se
encontraba su carro a medio llenar; y el caballo que pacía la yerba era, como
su amo, valeroso sin extremos, y próspero aunque triste. Era un normando, de
talla más alta que la habitual entre los franceses, y de facciones muy
angulosas. Su silueta destacaba sobre un cuadro de luz, como una alegoría del
trabajo, como un fresco sobre un fondo de oro.
-Syme afirma -dijo Ratcliffe
dirigiéndose al Coronel- que este hombre no podría ser nunca un anarquista.
-Y Mr. Syme tiene razón
-dijo riendo el Coronel-, como que ese hombre tiene una propiedad que defender.
Pero me olvidaba de que en el país de ustedes los campesinos no suelen ser
ricos.
-Este parece ser pobre
-observó el Dr. Bull.
-Exactamente -asintió
el Coronel-, y por eso es rico.
-Se me ocurre una idea
-dijo de pronto el Doctor Bull-. ¿Cuánto pediría por llevarnos en su carro?
Esos perros vienen a pie, pronto los dejaríamos atrás.
-Propóngale usted lo
que quiera -dijo Syme-. Llevo bastante dinero.
-No -advirtió el
Coronel-, si no regateamos no nos tomará en serio.
-Es que si regatea... -dijo
Bull con impaciencia.
-Es que regateará,
porque es hombre libre. No entienden ustedes. La generosidad le resultaría
inexplicable. No es hombre para recibir propinas.
Y aunque ya casi
escuchaban las pisadas de sus perseguidores, tuvieron que detenerse un rato,
mientras que el Coronel francés y el leñador francés charlaban con la charlatanería
usual en todo mercado. A los pocos minutos vieron que tenía razón el Coronel.
El leñador aceptó el trato, no con el servilismo del criado bien pagado, sino
con la seriedad de un procurador que ha arreglado los honorarios justos. Según
la opinión del Coronel, lo mejor era dirigirse a un albergue que había en la
colinas de Lancy, cuyo posadero, un veterano convertido en devoto en sus
últimos años, no dejaría de simpatizar con ello, y aun pudiera ser que se
prestare a ayudarles.
Se arreglaron todos en el
carro, acomodándose como pudieron sobre los haces de leña, y empezaron a rodar
por el otro lado del bosque, que era lo más pendiente. Aunque el vehículo era
pesado e incómodo, corría bastante, y pronto tuvieron la agradable impresión de
que iban dejando atrás a sus extraños perseguidores. Porque todavía era un
enigma el que los anarquistas hubieran reclutado tantos secuaces para aquella
persecución. Por lo demás, la presencia de un solo hombre hubiera bastado: al
reconocer la monstruosa sonrisa del Secretario, se habían puesto todos en fuga.
Syme miraba de tiempo en tiempo hacia atrás, por si descubría al ejército
enemigo.
A medida que el bosque
se empequeñecía con la distancia, fueron siendo visibles las colinillas doradas
de uno y otro lado; y por allí se veía moverse aquel cuadro negro, como un
gigantesco escarabajo. A plena luz, con sus ojos, que eran casi telescópicos,
Syme distinguía muy bien aquella masa humana. Hasta percibía las figuras
separadas; pero notaba también con extrañeza que todos se movían como un solo
hombre. Parecían llevar traje oscuro y sombrero ordinario; pero no se
dispersaban ni adelantaban en desorden como lo hubiera hecho una muchedumbre
vulgar. Su uniformidad era temerosa y mecánica.
Aquello parecía un
ejército de autómatas. Syme lo hizo notar a Ratcliffe.
-Sí -dijo el Inspector-,
eso es disciplina. Se ve la mano del Domingo. Tal vez está a cien millas de
aquí, pero su temor los gobierna a todos, como el dedo de Dios. Vea usted con
qué regularidad marchan, y podría usted apostarse sus botas a que hablan y
piensan con la misma regularidad. Lo que a nosotros nos importa es que van
desapareciendo con la misma regularidad.
Syme aprobó con la
cabeza. Era verdad: la mancha negra de los perseguidores iba disminuyendo a
cada azote que el campesino descargaba sobre su caballo. El nivel del terreno,
aunque generalmente uniforme, se escalonaba al otro lado del bosque y en
dirección al mar en ondas escarpadas que recordaban las dunas de Sussex. Sólo
en Sussex el camino solía ser quebrado y anguloso, como un arroyo, mientras que
este blanco camino francés caía ante ellos como una catarata. El carro
rechinaba por la abrupta pendiente, y a poco andar, donde la pendiente era
mayor, pudieron ya divisar el puertecito de Lancy y el inmenso arco azul del
mar. La nube viajera de sus enemigos había desaparecido en el horizonte.
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