MARLO
MORGAN
LAS
VOCES DEL DESIERTO
TRIGESIMOCTAVA ENTREGA
27.
ARREBATADA POR LAS AGUAS (2)
Pronto
volvimos a estar todos juntos. No había ningún herido de gravedad. Las pieles
para dormir habían desaparecido, así como mi cinto y su preciosa carga.
Permanecimos de pie bajo la lluvia y dejamos que el lodo que rebozaba nuestros
cuerpos regresara a la madre tierra. Uno tras otro mis compañeros de viaje se
quitaron las ropas y así, desnudos, se dejaron limpiar la arena de pliegues y
arrugas de la ropa. También yo me quité la mía. Había perdido la cinta de la
cabeza durante el ballet acuático, así que me pasé los dedos por los
enmarañados cabellos. Debía tener una pinta cómica porque los otros vinieron a
ayudarme. Algunas de las prendas dejadas en el suelo habían recogido el agua de
la lluvia. Me indicaron con gestos que me sentara, y cuando lo hice me echaron
agua sobre la cabeza y separaron los mechones de pelo con los dedos.
Volvimos
a ponernos la ropa cuando paró de llover.
Una
vez seca, nos limitamos a sacudirle la arena restante. El aire cálido parecía
absorber la humedad, dejándome la piel como una tela extendida sobre un
caballete. Fue entonces cuando me dijeron que cuando hace un calor riguroso la
tribu prefiere no llevar ropas, pero habían creído que tal vez me resultara muy
embarazoso, por lo que habían respetado mis costumbres como gesto de cortesía
de los anfitriones hacia su huésped.
Lo
más asombroso de todo aquel episodio fue lo poco que duró la tensión que había
provocado. Lo habíamos perdido todo, pero en un abrir y cerrar de ojos acabamos
riendo. Y admití que me sentía mejor, y hasta es posible que también tuviera
mejor aspecto después de la pequeña inundación. La tormenta había despertado mi
conciencia de la magnitud de la vida y mi pasión por ella. Aquel roce con la
muerte había desarmado mi creencia en que la alegría o la desesperación eran
fruto de cosas externas. Literalmente nos habían despojado de todo cuanto
llevábamos excepto de los trapos con que nos cubríamos el cuerpo. Los pequeños
regalos recibidos, que me hubiera llevado a Estados Unidos y legado a mis nietos,
habían sido destruidos. Tenía ante mí una elección: reaccionar con
lamentaciones o con resignación. ¿Era un intercambio justo, mis únicas
posesiones materiales a cambio de una lección inmediata sobre el desapego? Me
dijeron que probablemente me hubieran permitido conservar los recuerdos
barridos por el agua pero que, por la energía de la Divina Unidad, al parecer
seguía otorgándoles demasiada importancia. ¿Había aprendido por fin a valorar
la experiencia y no el objeto?
Esa
noche cavaron un pequeño agujero en la tierra. En él encendieron fuego y
colocaron varias piedras para que se calentaran. Cuando el fuego se extinguió y
sólo quedaban las rocas, añadieron ramitas húmedas, luego gruesas raíces de
plantas y finalmente hierba seca. Taparon el agujero con arena y aguardamos
como si se tratase de pasteles metidos en el horno. Después de una hora
aproximadamente, desenterramos aquel maravilloso alimento y nos lo comimos
agradecidos.
Antes
de dormirme esa noche, sin la comodidad de una piel de dingo, me vino a la
mente la conocida plegaria de la serenidad: “Que Dios me conceda serenidad para
aceptar las cosas que no puedo cambiar, el valor para cambiar las cosas que sí
puedo, y la sabiduría para apreciar la diferencia”.
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