G.
K. CHESTERTON (1874 – 1936)
EL
HOMBRE QUE FUE JUEVES
(PESADILLA)
Traducción
y prólogo de ALFONSO REYES
CUADRAGÉSIMOQUINTA ENTREGA
CAPÍTULO
DECIMOTERCERO
LA
TIERRA EN ANARQUÍA (4)
-¡Dios mío! -dijo el
Coronel-. Han disparado sobre nosotros.
-Pero no por eso se
interrumpa usted -dijo Ratcliffe, como con encono-. Continúe usted, Coronel.
Hablaba, creo, del honrado pueblo de una pacífica ciudad de Francia.
El asombrado Coronel no
estaba para reparar en burlas. Recorría la calle con la mirada, diciendo:
-¡Es extraordinario,
es de lo más extraordinario!
-Y hasta de lo más
desagradable, para decirlo con toda exactitud -observó Syme-. Pero me imagino
que esas luces que se ven al término de la calle son las luces del puesto de
policía. Ya vamos a llegar.
-No -dijo el Inspector
Ratcliffe-, nunca llegaremos.
Se había incorporado y
escrutaba el horizonte. Después se sentó, alisándose los tersos cabellos con un
ademán de cansancio.
-¿Qué quiere usted
decir? -le preguntó Bull con aspereza.
-Quiero decir que nunca
llegaremos al puesto -repitió el pesimista con cierto matiz de placidez-. Ya
por todo el camino han formado dos filas armadas. Se les puede ver desde aquí.
La ciudad se levanta en armas como yo lo venía diciendo. No me queda más que
sumergirme cómodamente en la agradable emoción que me causa el éxito de mis
previsiones.
Y Ratcliffe se
arrellanó cómodamente en el asiento y encendió un cigarrillo, mientras que los
otros se incorporaban espantados, para explorar a su vez la carretera. Syme
había comenzado a morigerar la carrera al ver que los planes eran dudosos.
Acabó por parar el auto en la esquina de una calle que bajaba en rápida cuesta
hacia el mar.
Aunque la ciudad estaba
envuelta en sombras, el sol aun no se ocultaba del todo. Donde aun tocaban sus
últimos reflejos, se veían como unas llamas doradas. En lo alto de la calle
lateral, la última luz brillaba en una franja viva y estrecha como la
proyección de luz artificial en los teatros, y daba de lleno sobre el auto que
parecía arder. Pero en el resto de la calle, y especialmente en los extremos,
había una penumbra tan cargada, que por un momento los cinco fugitivos no
pudieron ver cosa alguna. Syme, que era el de mejor vista, lanzó un siseo
amargo y dijo:
-Es verdad. Hay una
multitud, o un ejército, o algo parecido, al extremo de la calle.
-En ese caso -dijo Bull
con impaciencia-, será por alguna otra causa: algún simulacro, el aniversario
del alcalde o cosa semejante. Yo no quiero ni pudo admitir que la honrada gente
de Dios, y en un lugar como éste, ande por las calles con los bolsillos
atestados de dinamita. Avancemos un poco, Syme, y examinemos eso de cerca.
El auto se arrastró
unos veinte pasos, y entonces el Dr. Bull soltó una carcajada estrepitosa:
-¡Oh, hatajo de
imbéciles! -exclamó-. ¿Qué decía yo? Esa multitud está más dentro de la ley que
un manso cordero. Y aun cuando así no fuera, están de nuestra parte.
-¿Cómo lo sabe usted? -preguntó
el Profesor.
-Pero ¿está usted más
ciego que un murciélago? -contestó Bull-. ¿No está usted viendo quién los
conduce?
Todos aguzaron la
vista. Y el Coronel, con voz turbada, exclamó:
-¿Cómo? ¡Es Renard!
En efecto: unas sombras
corrían al extremo de la calle; apenas se las podía distinguir. Lejos, lo
bastante ya para entrar en la zona de luz, se veía al inconfundible Dr. Renard
yendo de aquí para allá. Llevaba un sombrero blanco que contrastaba con sus
barbas negras, y en la mano izquierda un revólver.
-¡Qué loco he sido!
-exclamó el Coronel-. Claro, el excelente amigo ha corrido en nuestro auxilio.
El Dr. Bull se ahogaba
de risa, y blandía la espada con descuido, como quien juega con un bastón.
Saltó del auto y corrió calle arriba, gritando:
-¡Dr. Renard! ¡Dr.
Renard!
Un instante después,
Syme pensó que hasta los ojos se le habían vuelto locos. ¿Qué había visto? El
filantrópico Dr. Renard, apuntando deliberadamente sobre Bull, había hecho dos
disparos. La doble detonación resonó por la calle.
Casi al mismo tiempo
que el humo blanco de aquella increíble explosión, el cínico Ratcliffe sacaba
de su cigarrilo otra nube blanca. Estaba, como los demás, algo pálido, pero
sonreía. El Dr. Bull, a quien casi las balas le habían rozado la cabeza, se quedó
inmóvil en mitad de la calle sin dar señales de miedo. Después se. volvió
lentamente y trepó al auto.
Volvía con dos agujeros
en el sombrero.
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