ALEJANDRA PIZARNIK: LA MEJOR POETA SUICIDA
SEXO, COMPLEJOS Y PASTILLAS
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Alejandra Pizarnik (Argentina, 1936-1972) escribe de jaulas, de barcos,
de ojos. De vinos, de cielos, de lunas. De azares, de flores y de
piedras-muy-pesadas. Es surrealista, sexual, depresiva. En sus poemas es de
noche y hay una caja de barbitúricos cerca, por si apetece decir "hasta
aquí" y descolgar el teléfono para siempre. Es una niña monstruo -como
llamaba ella a Janis Joplin cuando se encomendaba a su influjo-, una mística,
una hembra revolcada en el despojo; tan frágil que no está nunca -porque
siempre se acaba de ir- y tan sensorial que vive en los objetos de tu casa. No
duele pero duele en todas partes. "Tú eliges el lugar de la herida",
concedió.
Cuando era pequeña, lloraba su acné y
se dopaba a anfetaminas para bajar de peso. Se volvió adicta a las pastillas y
vívía a caballo entre el insomnio y la euforia: cisnes enfermos volando bajo
por aquí. Reventaba a complejos. Tenía celos de su hermana mayor. Tartamudeaba.
Sus padres eran joyeros, inmigrantes judíos de origen ruso y eslovaco. Ella
hablaba español con acento europeo y se sentía extranjera en cualquier lado,
hasta en su lengua. Una intrusa diminuta -con el pelo a lo garçon y los ojos hundidos- paseando el barrio de
Avellaneda. "Ellos y yo sabemos / que el cielo tiene el color de la
infancia muerta".
MÁS ALEJANDRAS
Pizarnik se desdobla constantemente. Tiene gente dentro: gemelas
muertas, Alejandras antiguas y otras mujeres que no se atrevió a ser. "He
nacido tanto / y doblemente sufrido / en la memoria de aquí y de allá",
escribe. Y también: "Ahora / en esta hora inocente / yo y la que fui nos
sentamos / en el umbral de mi mirada". Más: "Recuerdo con todas mis
vidas / por qué olvido".
El origen del cáncer moral estaba en
los años de niña, en los traumas primeros: "La vida juega en la plaza /
con el ser que nunca fui (...) mi vida / mi sola y aterida sangre / percute en
el mundo / pero quiero saberme viva / pero no quiero hablar / de la muerte / ni
de sus extrañas manos". En Poesía completa (ahora
editada por Lumen), Alejandra Pizarnik parece una chamana, un animal poderoso y
herido que tiene la fórmula para curarse pero no cree en la ciencia. No va a
insertarse en el resto. Huele a las tierras resecas de su América y a aceites
calientes. Se llama para ver si aun se escucha: "alejandra alejandra /
debajo estoy yo / alejandra".
Se retuerce una y otra vez en sí
misma, toqueteando su identidad, cercándose. Hay versiones de Pizarnik: puede
ser un agujero. O una pared que tiembla. Tiene un ojo esotérico y charla largo
con los muertos. "Ella se desnuda en el paraíso / de su memoria / ella
desconoce el feroz destino / de sus visiones / ella tiene miedo de no saber
nombrar / lo que no existe". Sus fantasmas van erectos -lo cuenta así-, y
están tan dentro que a veces escucha "llorar a alguien en sus huesos".
Coquetea muy cerca del otro lado. Está a
punto de irse con ellos. Es, otra vez, el miedo. "¿Sabes tú del miedo? /
Sé del miedo cuando digo mi nombre. / Es el miedo, / el miedo con sombrero
negro / escondiendo ratas en mi sangre / o el miedo con los labios muertos /
bebiendo mis deseos. / Sí. / En el eco de mis muertes / aún hay miedo".
SURREALISTA, SEXUAL, PSICOANALÍTICA
Empezó Filosofía y Letras en la Universidad de Buenos Aires. No la
acabó. Dio cursos de pintura, de literatura y periodismo; cojos todos por falta
de método. Pizarnik era lectora, lectora, lectora. Por eso mamó del
romanticismo, del surrealismo, del simbolismo francés. Lírica, psicoanalítica,
falta siempre de algo, de alguien inalcanzado.
Lo escribió en La carencia: "Yo no sé de pájaros / no conozco la
historia del fuego. / Pero creo que mi soledad debería tener alas". Ella
quería, en realidad, amor: un amor mesiánico que viniese a salvar. Un amor que
llegase y punto, para el que no hubiese que hurgar, que forzar, que provocar
nada. "Buscar no es un verbo, sino un vértigo. No indica acción. No quiere
decir ir al encuentro de alguien, sino yacer porque alguien no viene".
Dicen que su familia mutiló sus
diarios por pudores. Dicen que se enganchó -no
se sabe si platónicamente- a Elizabeth Azcona Cranwell, que formaba parte del
grupo de Poesía Buenos Aires, reunidos siempre en el Palacio do Café de calle
Corrientes. Pizarnik le escribió: "Para Elizabeth que sabe que las
aventuras perdidas son: / una niña en busca de su nombre secreto / una muchacha
corriendo detrás del amor (...) Prohibido olvidarse". Nunca confesó ser
lesbiana. Le asustaba la palabra "homosexual": "Prejuicios
viejos en mi vida joven".
Su sexo era sólo violento. "D. vuelve a mostrar sus fauces de
hembra de alcoba. La deseo profundamente. Su cercanía es como una
premasturbación (...) Tan sucia y superficial. Tan adorable. Tan lejana",
cuentan algunas de sus confesiones que duermen en la Biblioteca de Princeton.
"Hoy llegué a un pobre orgasmo después de imaginar mucho tiempo que los
nazis me apuntaban y me entregaban a un militar tenebroso y muy temido, que me
castigaba mientras fornicaba conmigo... de todos modos, lo esencial es esto: me
excita que me castiguen".
PIZARNIK FEMINISTA
Muchos de sus poemas son vaginas
abiertas; y eso la arrastró a convertirse en un icono del feminismo. Por sacar
la cabeza como poeta cuando otras no pudieron. Por hablar de erotismo, de
frustración y de desgarro. Por hacerlo desde la óptica de la feminidad.
"Una flor / no lejos de la noche / mi cuerpo mudo / se abre / a la
delicada urgencia del rocío", escribió en Amantes.
Ganas mustias de sí misma y de otros: "Triste cuando deseo y cuando no. /
Triste cuando con un cuerpo y cuando no". Contaba que sentía "un
entrañable calor que me abriga cuando el mundo me golpea", y que ese calor
era "el de las otras mujeres, de aquellas que hicieron de la vida este
rincón sensible, luchador, de piel suave y tierno corazón guerrero".
En París vivió con hombres y mujeres.
Allí trabajó para la revista Cuadernos y para
algunas editoriales francesas; tradujo a Antonin Artaud, Henri Michaux, Aimé
Césaire e Yves Bonnefoy; estudió historia de la religión y literatura francesa
en la Sorbona. Se hizo amiga de Julio Cortázar, Rosa Chacel y Octavio Paz. Este
último le escribió el prólogo de Árbol de Diana (1962),
su cuarto poemario. Dijo que el libro era "la cristalización verbal por
amalgama de insomnio pasional y lucidez meridiana en una disolución de realidad
sometida a las más altas temperaturas" y que el producto no contenía
"una sola partícula de mentira". Dijo que era "una higuera
mítica", dijo que muchos no lo entenderían.
Se suicidó a los 36 años, con 50
pastillas de Seconal. Por fin salió de su Infierno musical -que
sólo era la vida-. De sus silencios sordos, de sus noches con colmillos de
lobo, de sus licores furiosos. Quería morir "como muere un animal pequeño
en los cuentos para niños -eso tan terrible lleno de hermosura-". Y se fue
en medio de ese intento suyo de "explicar con palabras de este mundo / que
partió de mí un barco llevándome".
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