ATILIO RAPAT, EL GRAN MAESTRO DE LA GUITARRA
(30 / 11 / 20120)
Tenía 13 años cuando asistí a clases
de guitarra con el Maestro Atilio Rapat. Mi padre me acompañó a la primera
clase para que aprendiera a llegar a la esquina de Av. Italia y la calle
Comercio (hoy mariscal Solano López) de la ciudad de Montevideo, y luego volver
a Minas. Así iba cada quince días por lo caro de los pasajes.
Rapat vivía en un pequeño apartamento
interior de la calle Comercio en el barrio del Buceo al que se llegaba por un
pasillo oscuro. Al tocar el timbre abría su esposa, una joven señora muy
amable. Tenían una hija, Celina, que en aquel entonces era una niña de unos
seis años. Todo se veía muy ordenado hasta que uno abría la puerta del cuarto
donde daba las clases el maestro. A partir de allí comenzaba el desorden y se
podía encontrar cualquier cosa entre partituras, botellas vacías, botellas
medio llenas, frascos, matraces, tubos de ensayo, un par de rifles colgados de
la pared, una piel de jaguar y una garra disecada, diarios y revistas
amontonados, libros y muchas cosas más. En el suelo su infaltable caja de
zapatos donde metía, desordenadamente y sin contar, el dinero de las clases.
Nos preguntaba si tenía que darnos cambio y confiaba absolutamente en la
respuesta nuestra.
En medio de todo esto el maestro
estaba sentado en una de esas sillas cónicas con estructura de hierro y el
cuero atado con tiras delgadas que estuvieron de moda en Uruguay. Flaco, de
melena canosa, con unos lentes de armazón marrón rota, muchas veces atada con
hilo de algodón para sostener el lente. Él veía por entre los hilos y allá a
las cansadas los mandaba a arreglar.
Químico aficionado hacía experimentos
para buscar alguna sustancia que necesitaba. Con mucho cuidado pesaba en una
minúscula báscula el polvo que metería en un tubo de ensayo para luego tomar un
matraz y agregar algún líquido. En sus piernas sostenía un pesado tratado de
química que lo guiaba en este quehacer.
–Hola, ¿Qué decís? ¿Cómo está tu
padre? Y Minas, ¿siempre igual? ¿No han salido a cazar?
Le daba las pocas novedades a las
cuales ponía mucha atención y le encantaba que le contara de las cacerías y
pesquerías.
–Este muchacho caza en serio, eh –le
decía al alumno que había llegado antes. –Con su padre cazan y pescan mucho y
no es broma. Contale lo que cazan con tu padre. Tienen perros muy buenos.
Contale, contale.
El maestro complementaba mis cuentos
medios mentirosos con otros donde me ponía de testigo de cosas exageradas. Al
hablar nos metía en un puño. Bajaba la voz y con sus ademanes creaba un clima
de máxima atención que nos atrapaba. Como si estuviera en el monte nos contaba
que una noche mientras comían un asado a la orilla de un río tiraban los huesos
a la oscuridad donde sólo se veían los ojos brillantes de los pumas iluminados
por la fogata.
–Oíamos el crujir de las costillas
cuando los pumas las masticaban… trac, trac.
Siempre lo defraudaba un poco cuando
me preguntaba si no había visto los pumas en las noches del Cebollatí, ese
magnífico río que pasa al este del Departamento de Lavalleja. Él sabía que
íbamos con mucha frecuencia a pescar y cazar con mi padre a ese río, pero yo
nunca vi un puma porque ya no había desde hacía más de cien años. Los únicos
ojos que brillaban en la noche eran los de algún perro que se acercaba al fogón
con el olor del asado. Pero para no defraudarlo del todo confirmaba la
presencia de ojos relucientes que suponíamos eran de pumas…
Hablaba de campamentos donde había
estado de cacería pero nunca supe de que realmente hubiera ido concretamente a
algún lugar. Seguramente habría sido en su juventud. Tenía muchas ganas de ir
pero cuando mi padre me decía que lo invitara a una de nuestras salidas a
cazar, por distintas razones declinaba la invitación. Él iba con su imaginación
y a través de la lectura. Amaba la naturaleza y envidiaba mi suerte de realizar
con mi padre tantas salidas al campo en los alrededores de Minas.
No había silencios con Rapat. Gran
conversador, siempre nos contaba algo referido a la guitarra y a muchas otras
cosas de la vida silvestre y del universo. No nos miraba de frente sino que
ponía su cabeza de tal modo que casi nos hablaba de medio perfil. Era de
admirar sus dedos de la mano izquierda que terminaban aplastados de tanto apretar
el diapasón de la guitarra. Se parecían a las patitas de algunas ranas
arborícolas cuyos dedos son aplastados para sujetarse de las hojas y ramas. El
pulgar de la mano derecha lo tenía completamente curvo hacia arriba de tanto
tocar las bordonas y amarillo de agarrar tanto cigarro.
–¿Querés una pastilla de menta?
Las pastillas de menta eran
infaltables en la pequeña mesita que tenía delante. Todos sus alumnos
terminábamos adictos a las pastillas de menta de la marca que comía Rapat. Así
de vigorosa era su influencia sobre nosotros.
Tiempo sin fotocopiadoras, Rapat
ocupaba buena parte de la clase a escribir de memoria las partituras más
complicadas en el cuaderno de música de cada alumno. Con la guitarra a su
costado, casi no recurría a ella, sino que con la mano izquierda en el aire
imaginaba la digitación que anotaba con bolígrafos de distinto color. Sus
digitaciones eran infinitamente pensadas. Rigurosas hasta decir basta. Nada lo
apuraba en el afán de cada dedo de la mano izquierda y también de la derecha
fuera el más adecuado en la sucesión de los sonidos que debían producir. Podía
tocar cualquier pasaje complicado con algunas de sus eternas Bic de colores
entre sus dedos de la mano derecha.
Las clases duraban mucho porque nos
gustaba quedarnos a escuchar la clase del que seguía. Las únicas interrupciones
eran la entrada de un nuevo alumno o de su esposa:
–Atilio, necesito plata para
comprarle algunas cosas a Celina.
Rapat metía la mano en la caja de
zapatos y sacaba un manojo de billetes.
–¿Te alcanza?
Rápido la despachaba. No le gustaba
mucho que lo interrumpiera.
Después de mandarnos estudios de
Carcassi, Sor, Aguado, de pronto nos daba una partitura intocable como
la Canzonetta de Mendelsshon o La Catedral o el Estudio de Concierto de Barrios
que nos hacía crujir los huesos.
–Van a ver que después todo les
parecerá más fácil –nos decía para consolarnos y así nos ponía a prueba para
ver si dábamos el ancho, como dicen en México.
Transcribo a continuación algunas
líneas que mi padre le dedicara a Rapat en su libro Origen e historia de
la guitarra en 1976:
“Atilio Rapat es considerado uno de
los más grandes maestros de la guitarra, consideración que rebasa fronteras,
pues hemos visto extranjeros que, pese a tener buenos conocimientos, acuden a
completarlos a su casa del Buceo, atraídos por su fama –inclusive cantantes que
procuran mejorar sus acompañamientos guitarrísticos.
Fue en su época –y pudo seguir
siéndolo con sólo proponérselo– una de las guitarras mejor dotadas; pero una
bohemia incorregible le hizo tañer únicamente, exclusivamente para su propio
goce, y no por egoísmo sino por temperamento.”
Atilio Rapat nació en Montevideo en 1905 y murió en su ciudad el 18 de
julio de 1988.
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