LOS
DESTILADORES DE NARANJA
HORACIO
QUIROGA
El hombre apareció un
mediodía, sin que se sepa cómo ni por dónde. Fue visto en todos los boliches de
Iviraromí, bebiendo como no se había visto beber a nadie, si se exceptúan Rivet
y Juan Brown. Vestía bombachas de soldado paraguayo, zapatillas sin medias y
una mugrienta boina blanca terciada sobre el ojo. Fuera de beber, el hombre no
hizo otra cosa que cantar alabanzas a su bastón -un nudoso palo sin cáscara-,
que ofrecía a todos los peones para que trataran de romperlo. Uno tras otro los
peones probaron sobre las baldosas de piedra el bastón milagroso que, en
efecto, resista a todos los golpes. Su dueño, recostado de espaldas al
mostrador y cruzado de piernas, sonreía satisfecho. Al día siguiente el hombre
fue visto a la misma hora y en los mismos boliches, con su famoso bastón.
Desapareció luego, hasta que un mes más tarde se lo vio desde el bar avanzar al
crepúsculo por entre las ruinas, en compañía del químico Rivet. Pero esta vez
supimos quién era.
Hacia 1800, el gobierno
del Paraguay contrató a un buen número de sabios europeos, profesores de
universidad, los menos, e industriales, los más. Para organizar sus hospitales,
el Paraguay solicitó los servicios del doctor Else, joven y brillante biólogo
sueco que en aquel país nuevo halló ancho campo para sus grandes fuerzas de
acción. Dotó en cinco años a los hospitales y sus laboratorios de una
organización que en veinte años no hubieran conseguido otros tantos
profesionales. Luego, sus bríos se aduermen. El ilustre sabio paga al país
tropical el pesado tributo que quema como en alcohol la actividad de tantos
extranjeros, y el derrumbe no se detiene ya. Durante quince o veinte años nada
se sabe de él. Hasta que por fin se lo halla en Misiones, con sus bombachas de
soldado y su boina terciada, exhibiendo como única finalidad de su vida el
hacer comprobar a todo el mundo la resistencia de su palo.
Este hombre cuya
presencia decidió al manco a realizar el sueño de sus últimos meses: la destilación
alcohólica de naranjas.
El manco, que ya hemos
conocido con Rivet en otro relato, tenía simultáneamente en el cerebro tres
proyectos para enriquecerse, y uno o dos para su diversión. Jamás había poseído
un centavo ni un bien particular, faltándole además un brazo que había perdido
en Buenos Aires con una manivela de auto. Pero con su solo brazo, dos mandiocas
cocidas y el soldador bajo el muñón, se consideraba el hombre más feliz del
mundo.
-¿Qué me falta? -solía
decir con alegría, agitando su solo brazo.
Su orgullo, en verdad,
consistía en un conocimiento más o menos hondo de todas las artes y oficios, en
su sobriedad ascética y en dos tomos de L'Encyclopédie. Fuera de esto, de su
eterno optimismo y su soldador, nada poseía. Pero su pobre cabeza era en cambio
una marmita bullente de ilusiones, en que los inventos industriales le hervían
con más frenesí que las mandiocas de su olla. No alcanzándole sus medios para
aspirar a grandes cosas, planeaba siempre pequeñas industrias de consumo local,
o bien dispositivos asombrosos para remontar el agua por filtración, desde el
bañado del Horqueta hasta su casa.
En el espacio de tres
años, el manco había ensayado sucesivamente la fabricación de maíz quebrado,
siempre escaso en la localidad; de mosaicos de bleck y arena ferruginosa; de
turrón de maní y miel de abejas; de resina de incienso por destilación seca; de
cáscaras abrillantadas de apepú, cuyas muestras habían enloquecido de gula a
los mensús; de tintura de lapacho, precipitada por la potasa; y de aceite
esencial de naranja, industria en cuyo estudio lo hallamos absorbido cuando
Else apareció en su horizonte.
Preciso es observar que
ninguna de las anteriores industrias había enriquecido a su inventor, por la
sencilla razón de que nunca llegaron a instalarse en forma.
-¿Qué me falta?
-repetía contento, agitando el muñón-. Doscientos pesos. ¿Pero de dónde los voy
a sacar?
Sus inventos, cierto
es, no prosperaban por la falta de esos miserables pesos. Y bien se sabe que es
más fácil hallar en Iviraromí un brazo de más, que diez pesos prestados. Pero
el hombre no perdía jamás su optimismo, y de sus contrastes brotaban, más locas
aun, nuevas ilusiones para nuevas industrias.
La fábrica de esencia
de naranja fue, sin embargo, una realidad. Llegó a instalarse de un modo tan
inesperado como la aparición de Else, sin que para ello se hubiera visto
corretear al manco por los talleres yerbateros más de lo acostumbrado. El manco
no tenía más material mecánico que cinco o seis herramientas esenciales, fuera
de su soldador. Las piezas todas de sus máquinas salían de la casa del uno, del
galón del otro, como las palas de su rueda Pelton, para cuya confección utilizó
todos los cucharones viejos de la localidad. Tenía que trotar sin descanso tras
de un metro de caño o una chapa oxidada de cinc, que él, con su solo brazo y
ayudado del muñón, cortaba, torcía, retorcía y soldaba con su enérgica fe de
optimista. Así sabemos que la bomba de su caldera provino del pistón de una
vieja locomotora de juguete, que el manco llegó a conquistar de su infantil
dueño contándole cien veces cómo había perdido el brazo, y que los platos del
alambique (su alambique no tenía refrigerante vulgar de serpentín, sino de gran
estilo, de platos) nacieron de las planchas de cinc puro con que un naturalista
fabricaba tambores para guardar víboras.
Pero lo más ingenioso
de su nueva industria era la prensa para extraer jugo de naranja. Constituíala
un barril perforado con clavos de tres pulgadas, que giraba alrededor de un eje
horizontal de madera. Dentro de ese erizo, las naranjas rodaban, tropezaban con
los clavos y se deshacían brincando; hasta que transformadas en una pulpa
amarilla sobrenadada de aceite, iban a la caldera.
El único brazo del
manco valía en el tambor medio caballo de fuerza, aun a pleno sol de Misiones,
y bajo la gruesísima y negra camiseta de marinero que el manco no abandonaba ni
en el verano. Pero como la ridícula bomba de juguete requería asistencia casi continua,
el destilador solicitó la ayuda de un aficionado que desde los primeros días
pasaba desde lejos las horas observando la fábrica, semioculto tras un árbol.
Llamábase este
aficionado Malaquías Ruvidarte. Era un muchachote de veinte años, brasileño y
perfectamente negro, a quien suponíamos virgen -y lo era-, y que habiendo ido
una mañana a caballo a casarse a Corpus, regresó a los tres días de noche
cerrada, borracho y con dos mujeres en anca. Vivía con su abuela en un edificio
curiosísimo, conglomerado de casillas hechas con cajones de kerosene, y que el
negro arpista iba extendiendo y modificando de acuerdo con las novedades
arquitectónicas que advertía en los tres o cuatro chalets que se construían
entonces. Con cada novedad, Malaquías agregaba o alzaba un ala de su edificio,
y en mucho menor escala. Al punto que las galerías de sus chalets de alto
tenían cincuenta centímetros de luz, y por las puertas apenas podía
entrar un perro. Pero el negro satisfacía así sus aspiraciones de arte, sordo a
las bromas de siempre.
Tal artista no era el
ayudante por dos mandiocas que precisaba el manco. Malaquías dio vueltas al
tambor una mañana entera sin decir una palabra, pero a la tarde no volvió. Y la
mañana siguiente estaba otra vez instalado observando tras el árbol.
Resumamos esta fase: el
manco obtuvo muestras de aceite esencial de naranja dulce y agria, que logró
remitir a Buenos Aires. De aquí le informaron que su esencia no podía competir
con la similar importada, a causa de la alta temperatura a que se la había
obtenido. Que sólo con nuevas muestras por presión podrían entenderse con él,
vistas las deficiencias de la destilación, etc., etc.
El manco no se desanimó
por esto.
-¡Pero es lo que yo
decía! -nos contaba a todos alegremente, cogiéndose el muñón tras la espalda-.
¡No se puede obtener nada a fuego directo! ¡Y que voy a hacer con la falta de
plata!
Otro cualquiera, con
más dinero y menos generosidad intelectual que el manco, hubiera apagado los
fuegos de su alambique. Pero mientras miraba melancólico su máquina remendada,
en que cada pieza eficaz había sido reemplazada por otra sucedánea, el manco
pensó de pronto que aquel cáustico barro amarillento que se vertía del tambor,
podía servir para fabricar alcohol de naranja. Él no era fuerte en fermentación;
pero dificultades más grandes había vencido en su vida. Además, Rivet lo
ayudaría.
Fue en este momento
preciso cuando el doctor Else hizo su aparición en Iviraromí. El manco había
sido el único individuo de la zona que, como había acaecido con Rivet, respetó
al nuevo caído. Pese al abismo en que habían rodado uno y otro, el devoto de la
gran Encyclopédie no podía olvidar lo que ambos ex hombres fueran un día.
Cuantas chanzas (¡y cuán duras en aquellos analfabetos de rapiña!) se hicieron
al manco sobre sus dos ex hombres, lo hallaron siempre de pie.
-La caña los perdió
-respondía con seriedad sacudiendo la cabeza-. Pero saben mucho...
Debemos mencionar aquí
un incidente que no facilitó el respeto local hacía el ilustre médico.
En los primeros días de
su presencia en Iviraromí un votino había llegado hasta el mostrador del
boliche a rogarle un remedio para su mujer que sufría de tal y cual cosa. Else
lo oyó con suma atención, y volviéndose al cuadernillo de estraza sobre el
mostrador, comenzó a recetar con mano terriblemente pesada. La pluma se rompía.
Else se echó a reír, más pesadamente aun, y estrujó el papel, sin que se le
pudiera obtener una palabra más.
-¡Yo no entiendo de
esto! -repetía tan sólo.
El manco fue algo más
feliz cuando acompañándolo esa misma siesta hasta el Horqueta, bajo un cielo
blanco de calor, lo consultó sobre las probabilidades de aclimatar la levadura
de caña al caldo de naranja, en cuánto tiempo podría aclimatarse, y en qué
porcentaje mínimo.
-Rivet conoce esto
mejor que yo -murmuró Else-. Con todo -insistió el manco-. Yo me acuerdo bien
de que los sacaromices iniciales...
Y el buen manco se
despachó a su gusto.
Else, con la boina
sobre la nariz para contrarrestar la reverberación, respondía en breves observaciones,
y como a disgusto. El manco dedujo de ellas que no debía perder el tiempo
aclimatando levadura alguna de caña, porque no obtendría sino caña, ni al uno
por cien mil. Que debía esterilizar su caldo, fosfatearlo bien, y ponerlo en
movimiento con levadura de Borgoña, pedida a Buenos Aires. Podía aclimatarla,
si quería perder el tiempo; pero no era indispensable...
El manco trotaba a su
lado, ensanchándose el escote de la camiseta de entusiasmo y calor.
-¡Pero soy feliz!
-decía- ¡No me falta ya nada!
¡Pobre manco! Faltábale
precisamente lo indispensable para fermentar sus naranjas: ocho o diez
bordelesas vacías, que en aquellos días de guerra valían más pesos que
los que él podría ganar en seis meses de soldar día y noche.
Comenzó, sin embargo, a
pasar días enteros de lluvia en los almacenes de los yerbales, transformando
latas vacías de nafta en envases de grasa quemada o podrida para alimento de
los peones; y a trotar por todos los boliches en procura de los barriles más
viejos que para nada servían ya. Más tarde Rivet y Else -tratándose de alcohol
de noventa grados- lo ayudarían, con toda seguridad...
Rivet lo ayudó, en
efecto, en la medida de sus fuerzas, pues el químico nunca había sabido clavar
un clavo. El manco solo abrió, desarmó, raspó y quemó una tras otra las viejas
bordelesas con medio dedo de poso violeta en cada duela, tarea ligera, sin
embargo, en comparación con la de armar de nuevo las bordelesas, y a la que el
manco llegaba con su brazo y cuarto tras inacabables horas de sudor.
Else había ya
contribuido a la industria con cuanto se sabe hoy mismo sobre fermentos; pero
cuando el manco le pidió que dirigiera el proceso fermentativo, el ex sabio se
echó a reír, levantándose.
-¡Yo no entiendo nada
de esto! -dijo recogiendo su bastón bajo el brazo. Y se fue a caminar por allí,
más rubio, más satisfecho y más sucio que nunca.
Tales paseos
constituían la vida del médico. En todas las picadas se lo hallaba con sus
zapatillas sin medias y su continente eufórico. Fuera de beber en todos los boliches
y todos los días, de 11 a 16, no hacía nada más. Tampoco frecuentaba el bar,
diferenciándose en esto de su colega Rivet. Pero en cambio solía hallárselo a
caballo a altas horas de la noche, cogido de las orejas del animal, al que
llamaba su padre y su madre, con gruesas risas. Paseaban así horas enteras al
tranco, hasta que el jinete caía por fin a reír del todo.
A pesar de esta vida
ligera, algo había sin embargo capaz de arrancar al ex hombre de su limbo
alcohólico; y esto lo supimos la vez que con gran sorpresa de todos, Else se
mostró en el pueblo caminando rápidamente, sin mirar a nadie. Esa tarde llegaba
su hija, maestra de escuela en Santo Pipó, y que visitaba a su padre dos o tres
veces en el año.
Era una muchachita
delgada y, vestida de negro, de aspecto enfermizo y mirar hosco. Esta fue por
lo menos la impresión nuestra cuando pasó por el pueblo con su padre en
dirección al Horqueta. Pero según lo que dedujimos de los informes del manco,
aquella expresión de la maestrita era sólo para nosotros, motivada por la
degradación en que había caído su padre y a la que asistíamos día a día.
Lo que después se supo
confirma esta hipótesis. La chica era muy trigueña y en nada se parecía al
médico escandinavo. Tal vez no fuera hija suya; él por lo menos nunca lo creyó.
Su modo de proceder con la criatura lo confirma, y sólo Dios sabe cómo la
maltratada y abandonada criatura pudo llegar a recibirse de maestra, y a
continuar queriendo a su padre. No pudiendo tenerlo a su lado, ella se
trasladaba a verlo dondequiera que él estuviese. Y el dinero que el doctor Else
gastaba en beber, provenía del sueldo de la maestrita.
El ex hombre
conservaba, sin embargo, un último pudor: no bebía en presencia de su hija. Y
este sacrificio en aras de una chinita a quien no creía hija suya, acusa más
ocultos fermentos que las reacciones ultracientíficas del pobre manco.
Durante cuatro días, en
esta ocasión, no se vio al médico por ninguna parte. Pero aunque cuando
apareció otra vez por los boliches estaba más borracho que nunca, se pudo
apreciar en los remiendos de toda su ropa, la obra de su hija.
Desde entonces, cada
vez que se veía a Else fresco y serio, cruzando rápido en busca de harina y
grasa, todos decíamos:
-En estos días debe de
llegar su hija.
Entretanto, el manco
continuaba soldando a horcajadas techos de lujo, y en los días libres, raspando
y quemando duelas de barril.
No fue sólo esto:
habiendo ese año madurado muy pronto las naranjas por las fortísimas heladas,
el manco debió también pensar en la temperatura de la bodega, a fin de que el
frío nocturno, vivo aún en ese octubre, no trastornara la fermentación. Tuvo
así que forrar por dentro su rancho con manojos de paja despeinada, de modo tal
que aquello parecía un hirsuto y agresivo cepillo. Tuvo que instalar un aparato
de calefacción, cuyo hogar constituíalo un tambor de acaroína, y cuyos tubos de
tacuara daban vueltas por entre las pajas de las paredes, a modo de gruesa
serpiente amarilla. Y tuvo que alquilar -con arpista y todo, a cuenta del
alcohol venidero- el carrito de ruedas macizas del negro Malaquías, quien de
este modo volvió a prestar servicios al manco, acarreándole naranjas desde el
monte con su mutismo habitual y el recuerdo melancólico de sus dos mujeres. Un
hombre común se hubiera rendido a medio camino. El manco no perdía un instante
su alegre y sudorosa fe.
-¡Pero no nos falta ya
nada! -repetía haciendo bailar a la par del brazo entero su muñón optimista-:
¡Vamos a hacer una fortuna con esto!
Una vez aclimatada la
levadura de Borgoña, el manco y Malaquías procedieron a llenar las cubas. El
negro partía las naranjas de un tajo de machete, y el manco las estrujaba entre
sus dedos de hierro; todo con la misma velocidad y el mismo ritmo, como si
machete y mano estuvieran unidos por la misma biela.
Rivet los ayudaba a
veces, bien que su trabajo consistiera en ir y venir febrilmente del colador de
semillas a los barriles, a fuer de director. En cuanto al médico, había
contemplado con gran atención estas diversas operaciones, con las manos hundidas
en los bolsillos y el bastón bajo la axila. Y ante la invitación a que prestara
su ayuda, se había echado a reír, repitiendo como siempre:
-¡Yo no entiendo nada
de estas cosas!
Y fue a pasearse de un
lado a otro frente al camino deteniéndose en cada extremo a ver si venía un
transeúnte. No hicieron los destiladores en esos duros días más que cortar y
cortar, estrujar y estrujar naranjas bajo un sol de fuego y almibarados de zumo
de la barba a los pies. Pero cuando los primeros barriles comenzaron a
alcoholizarse en una fermentación tal que proyectaba a dos dedos sobre el nivel
una llovizna de color topacio, el doctor Else evolucionó hacia la bodega
caldeada, donde el manco se abría el escote de entusiasmo.
-¡Y ya está! -decía-.
¿Qué nos falta ahora? ¡Unos cuantos pesos más, y nos hacemos riquísimos!
Else quitó uno por uno
los tapones de algodón de los barriles, y aspiró con la nariz en el agujero el
delicioso perfume del vino de naranja en formación, perfume cuya penetrante
frescura no se halla en caldo otro alguno de fruta. El médico levantó luego la
vista a las paredes, al revestimiento amarillo de erizo, a la cañerla de víbora
que se desarrollaba oscureciéndose entre las pajas en un vaho de aire vibrante,
y sonrió un momento con pesadez. Pero desde entonces no se apartó de alrededor
de la fábrica.
Aun más, se quedó a
dormir allí. Else vivía en una chacra del manco, a orillas del Horqueta. Hemos
omitido esta opulencia del manco, por la razón de que el gobierno nacional
llama chacras a las fracciones de 25 hectáreas de monte virgen o pajonal, que
vende al precio de 75 pesos la fracción, pagaderos en 6 años.
La chacra del manco
consistía en un bañado solitario donde no había más que un ranchito aislado
entre un círculo de cenizas, y zorros entre las pajas. Nada más. Ni siquiera
hojas en la puerta del rancho.
El médico se instaló,
pues, en la fábrica de las ruinas, retenido por el bouquet naciente del vino de
naranja. Y aunque su ayuda fue la que conocemos, cada vez que en las noches
subsiguientes el manco se despertó a vigilar la calefacción, halló siempre a Else
sosteniendo el fuego. El médico dormía poco y mal; y pasaba la noche en
cuclillas ante la lata de acaroína, tomando mate y naranjas caldeadas en las
brasas del hogar.
La conversión
alcohólica de las cien mil naranjas concluyó por fin, y los destiladores se
hallaron ante ocho bordelesas de un vino muy débil, sin duda, pero cuya
graduación les aseguraba asimismo cien litros de alcohol de 50 grados,
fortaleza mínima que requería el paladar local.
Las aspiraciones del
manco eran también locales; pero un especulativo como él, a quien preocupaba ya
la ubicación de los transformadores de corriente en el futuro cable eléctrico
desde el Iguazú hasta Buenos Aires, no podía olvidar el aspecto puramente ideal
de su producto. Trotó en consecuencia unos días en procura de algunos frascos
de cien gramos para enviar muestras a Buenos Aires, y aprontó unas muestras,
que alineó en el banco para enviarlas esa tarde por correo. Pero cuando volvió
a buscarlas no las halló, y sí al doctor Else, sentado en la escarpa del camino,
satisfechísimo de sí y con el bastón entre las manos, incapaz de un solo
movimiento.
La aventura se repitió
una y otra vez, al punto de que el pobre manco desistió definitivamente de
analizar su alcohol: el médico, rojo, lacrimoso y resplandeciente de euforia,
era lo único que hallaba.
No perdía por esto el
manco su admiración por el ex sabio.
-¡Pero se lo toma todo!
-nos confiaba de noche en el bar-. ¡Qué hombre! ¡No me deja una sola muestra!
Al manco faltábale
tiempo para destilar con la lentitud debida, e igualmente para desechar las
flegmas de su producto. Su alcohol sufría así de las mismas enfermedades que su
esencia, el mismo olor viroso, e igual dejo cáustico. Por consejo de Rivet
transformó en bitter aquella imposible caña, con el solo recurso de apepú, y
oruzú, a efectos de la espuma. En este definitivo aspecto entró el alcohol de
naranja en el mercado. Por lo que respecta al químico y su colega, lo bebían
sin tasa tal como goteaba de los platos del alambique con sus venenos
cerebrales.
Una de esas siestas de
fuego, el médico fue hallado tendido de espaldas a través del desamparado
camino al puerto viejo, riéndose con el sol a plomo.
-Si la maestrita no
llega uno de estos días -dijimos nosotros-, le va a dar trabajo encontrar dónde
ha muerto su padre.
Precisamente una semana
después supimos por el manco que la hija de Else llegaba convaleciente de
gripe.
-Con la lluvia que se
apronta -pensamos otra vez-, la muchacha no va a mejorar gran cosa en el bañado
del Horqueta.
Por primera vez, desde
que estaba entre nosotros, no se vio al médico Else cruzar firme y apresurado
ante la inminente llegada de su hija. Una hora antes de arribar la lancha fue
al puerto por el camino de las ruinas, en el carrito del arpista Malaquías,
cuya yegua, al paso y todo, jadeaba exhausta con las orejas mojadas de
sudor.
El cielo denso y
lívido, como paralizado de pesadez, no presagiaba nada bueno, tras mes y medio
de sequía. Al llegar la lancha, en efecto, comenzó a llover. La maestrita
achuchada pisó la orilla chorreante bajo agua; subió bajo agua, en el carrito,
y bajo agua hicieron con su padre todo el trayecto, a punto de que cuando
llegaron de noche al Horqueta no se oía en el solitario pajonal ni un aullido
de zorro, y sí el sordo crepitar de la lluvia en el patio de tierra del rancho.
La maestrita no tuvo
esta vez necesidad de ir hasta el bañado a lavar las ropas de su padre. Llovió
toda la noche y todo el día siguiente, sin más descanso que la tregua acuosa
del crepúsculo, a la hora en que el médico comenzaba a ver alimañas raras
prendidas al dorso de sus manos.
Un hombre que ya ha
dialogado con las cosas tendido de espaldas al sol, puede ver seres imprevistos
al suprimir de golpe el sostén de su vida. Rivet, antes de morir un año más
tarde con su litro de alcohol carburado de lámparas, tuvo con seguridad
fantasías de ese orden clavadas ante la vista. Solamente que Rivet no tenía
hijos; y el error de Else consistió precisamente en ver, en vez de su hija, una
monstruosa rata.
Lo que primero vio fue
un grande, muy grande ciempiés que daba vueltas por las paredes. Else quedó
sentado con los ojos fijos en aquello, y el ciempiés se desvaneció. Pero al
bajar el hombre la vista, lo vio ascender arqueado por entre sus rodillas, con
el vientre y las patas hormigueantes vueltas a él subiendo, subiendo
interminablemente. El médico tendió las manos delante, y sus dedos apretaron el
vacío.
Sonrió pesadamente:
ilusión... nada más que ilusión. . .
Pero la fauna del
delirium tremens es mucho más lógica que la sonrisa de un ex sabio, y tiene por
hábito trepar obstinadamente por las bombachas, o surgir bruscamente de los
rincones.
Durante muchas horas,
ante el fuego y con el mate inerte en la mano, el médico tuvo conciencia de su
estado. Vio, arrancó y desenredó tranquilo más víboras de las que pueden
pisarse en sueños. Alcanzó a oír una dulce voz que decía:
-Papá, estoy un poco
descompuesta... Voy un momento afuera.
Else intentó todavía
sonreír a una bestia que había irrumpido de golpe en medio del rancho, lanzando
horribles alaridos, y se incorporó por fin aterrorizado y jadeante: estaba en
poder de la fauna alcohólica. Desde las tinieblas comenzaban ya a asomar el hocico
bestias innumerables. Del techo se desprendían también cosas que él no quería
ver. Todo su terror sudoroso estaba ahora concentrado en la puerta, en aquellos
hocicos puntiagudos que aparecían y se ocultaban con velocidad vertiginosa.
Algo como dientes y
ojos asesinos de inmensa rata se detuvo un instante contra el marco, y el
médico, sin apartar la vista de ella, cogió un pesado leño: la bestia,
adivinando el peligro, se había ya ocultado.
Por los flancos del ex
sabio, por atrás, hincábanse en sus bombachas cosas que trepaban. Pero el
hombre, con los ojos fuera de las órbitas, no veía sino la puerta y los hocicos
fatales.
Un instante, el hombre
creyó distinguir entre el crepitar de la lluvia, un ruido más sordo y nítido.
De golpe la monstruosa rata surgió en la puerta, se detuvo un momento a
mirarlo, y avanzó hacia ella el leño con todas sus fuerzas.
Ante el grito que lo
sucedió, el médico volvió bruscamente en sí, como si el vertiginoso telón de
monstruos se hubiera aniquilado con el golpe en el más atroz silencio. Pero lo
que yacía aniquilado a sus pies no era la rata asesina, sino su hija.
Sensación de agua
helada, escalofrío de toda la médula; nada de esto alcanza a dar la impresión
de un espectáculo de semejante naturaleza. El padre tuvo un resto de fuerza
para levantar en brazos a la criatura y tenderla en el catre. Y al apreciar de
una sola ojeada al vientre el efecto irremisiblemente mortal del golpe
recibido, el desgraciado se hundió de rodillas ante su hija.
¡Su hijita! ¡Su hijita
abandonada, maltratada, desechada por él! Desde el fondo de veinte años
surgieron en explosión de vergüenza, la gratitud y el amor que nunca le había
expresado a ella. ¡Chinita, hijita suya!
El médico tenía ahora
la cara levantada hacia la enferma: nada, nada que esperar de aquel semblante
fulminado. La muchacha acababa sin embargo de abrir los ojos, y su mirada
excavada y ebria ya de muerte, reconoció por fin a su padre. Esbozando entonces
una dolorosa sonrisa cuyo reproche sólo el lamentable padre podía en esas circunstancias
apreciar, murmuró con dulzura:
-¡Qué hiciste, papá...!
El médico hundió de
nuevo la cabeza en el catre. La maestrita murmuró otra vez, buscando con la
mano la boina de su padre:
-Pobre papá... No es
nada. . . Ya me siento mucho mejor... Mañana me levanto y concluyo todo... Me
siento mucho mejor, papá...
La lluvia había cesado;
la paz reinaba afuera. Pero al cabo de un momento el médico sintió que la
enferma hacía en vano esfuerzos para incorporarse, y al levantar el rostro vio
que su hija lo miraba con los ojos muy abiertos en una brusca revelación.
-¡Yo me voy a morir,
papá..!
-Hijita... -murmuró
sólo el hombre.
La criatura intentó
respirar hondamente sin conseguirlo tampoco.
-¡Papá, ya me muero!
Papá, hazme caso... una vez en la vida. ¡No tomes más, papá...! Tu hijita...
Tras un rato -una
inmensidad de tiempo- el médico se incorporó y fue tambaleante a sentarse otra
vez en el banco, mas no sin apartar antes con el dorso de la mano una alimaña
del asiento, porque ya la red de monstruos se entretejía vertiginosamente.
Oyó todavía una voz de
ultratumba: -¡No tomes más, papá...!
El ex hombre tuvo aún
tiempo de dejar caer ambas manos sobre las piernas, en un desplome y una
renuncia más desesperada que el más desesperado de los sollozos de que ya no
era capaz. Y ante el cadáver de su hija, el doctor Else vio otra vez asomar en
la puerta los hocicos de las bestias que volvían a un asalto final.
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