ESTHER MEYNEL
LA PEQUEÑA CRÓNICA DE ANA MAGDALENA BACH
TRIGESIMOSEXTA ENTREGA
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Nuestra vida en Leipzig se regía por
las reglas de la Escuela de Santo Tomás. Sebastián no podía salir de la ciudad
sin haber pedido permiso previamente al burgomaestre. Al principio echaba de
menos la gran libertad que habíamos disfrutado en Cöthen. Allí no teníamos que
regirnos por los deseos del príncipe, que siempre era tan atento. Además, lo confieso,
yo sentía temor ante las señoras de Leipzig y ante el anciano y sabio Rector de
la escuela. El Cantor, por su jerarquía, venía inmediatamente después del
Rector y del Vicecorrector de la Escuela de Santo Tomás, y, con el profesor de
latín, era una de las cuatro personas más importantes de aquel establecimiento.
Sebastián, por su cargo de Cantor, les tenía que dar a los chicos lecciones de
canto y latín. A pesar de que era un buen latinista, no tenía costumbre de dar
clases en ese idioma. Más tarde, prefirió pagar cincuenta táleros al año a uno
de sus compañeros para que se hiciese cargo de esa obligación suya. No nos era
fácil desprendernos de esa cantidad, pero yo la daba por viene empleada, porque
las clases de latín producían a Sebastián gran irritación e intranquilidad.
Además, eran muchos los maestros que podían dar lección de latín; y, en cambio,
nadie podía escribir los preludios para órgano de Sebastián, o sus cánticos de
Navidad.
Aparte de dar las clases y de ciertas
horas de vigilancia, el Cantor tenía la obligación de llevar a los chicos a la
iglesia todos los jueves por la mañana, para ensayar la música religiosa de los
oficios dominicales. El sábado se verificaba otro ensayo, y también tenía la
obligación de preparar y ensayar la música para las procesiones de San Miguel,
Año Nuevo, San Martín y San Gregorio. Además, todos los domingos había que
ejecutar una cantata o un motete en la
iglesia de Santo Tomás o en la de San Nicolás, de los que él era responsable.
También tenía la obligación de elegir la música para las iglesias de San Juan y
de San Pablo, y de preocuparse de que sus órganos estuviesen en regla. Como se
ve, estaba muy ocupado y, a pesar de que no era organista oficial de ninguna de
esas iglesias, nadie que conozca a Sebastián dudará de que ocupaba el lugar del
organista cuantas veces que podía, lo cual lo recompensaba de las cargas y los
trabajos de toda la semana.
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