20/2/17

ESTHER MEYNEL

           

LA PEQUEÑA CRÓNICA DE ANA MAGDALENA BACH


TRIGESIMOSEXTA ENTREGA


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Nuestra vida en Leipzig se regía por las reglas de la Escuela de Santo Tomás. Sebastián no podía salir de la ciudad sin haber pedido permiso previamente al burgomaestre. Al principio echaba de menos la gran libertad que habíamos disfrutado en Cöthen. Allí no teníamos que regirnos por los deseos del príncipe, que siempre era tan atento. Además, lo confieso, yo sentía temor ante las señoras de Leipzig y ante el anciano y sabio Rector de la escuela. El Cantor, por su jerarquía, venía inmediatamente después del Rector y del Vicecorrector de la Escuela de Santo Tomás, y, con el profesor de latín, era una de las cuatro personas más importantes de aquel establecimiento. Sebastián, por su cargo de Cantor, les tenía que dar a los chicos lecciones de canto y latín. A pesar de que era un buen latinista, no tenía costumbre de dar clases en ese idioma. Más tarde, prefirió pagar cincuenta táleros al año a uno de sus compañeros para que se hiciese cargo de esa obligación suya. No nos era fácil desprendernos de esa cantidad, pero yo la daba por viene empleada, porque las clases de latín producían a Sebastián gran irritación e intranquilidad. Además, eran muchos los maestros que podían dar lección de latín; y, en cambio, nadie podía escribir los preludios para órgano de Sebastián, o sus cánticos de Navidad.



Aparte de dar las clases y de ciertas horas de vigilancia, el Cantor tenía la obligación de llevar a los chicos a la iglesia todos los jueves por la mañana, para ensayar la música religiosa de los oficios dominicales. El sábado se verificaba otro ensayo, y también tenía la obligación de preparar y ensayar la música para las procesiones de San Miguel, Año Nuevo, San Martín y San Gregorio. Además, todos los domingos había que ejecutar una cantata  o un motete en la iglesia de Santo Tomás o en la de San Nicolás, de los que él era responsable. También tenía la obligación de elegir la música para las iglesias de San Juan y de San Pablo, y de preocuparse de que sus órganos estuviesen en regla. Como se ve, estaba muy ocupado y, a pesar de que no era organista oficial de ninguna de esas iglesias, nadie que conozca a Sebastián dudará de que ocupaba el lugar del organista cuantas veces que podía, lo cual lo recompensaba de las cargas y los trabajos de toda la semana.

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