CÉSAR VALLEJO: SOBRE ESTÉTICA,
LITERATURA Y ARTE
por Marco Antonio Campos*
Los artículos, crónicas y comentarios que César Vallejo envió desde
Europa a revista y diarios del Perú, y que Juan Larrea llamó de estética,
literatura y arte, aparecieron principalmente entre 1923 y 1930, y salvo alguna
excepción, ya no los envió después. O como ha detallado Jorge Puccinelli,[1] luego
de una exploración de auténtico minero por archivos y hemerotecas, tales
artículos, crónicas y comentarios se imprimieron en las siguientes
publicaciones: en el diario El Norte, de Trujillo, que dirigían sus
amigos Alcides Spelucín y Antenor Arrego, de 1923 a 1930; en las revistas
limeñas El Mundial, de 1925 a 1930, y Variedades, de
1926 a 1930, y en el diario limeño El Comercio, de 1925 a 1930. Los
títulos generales de sus colaboraciones fueron: Desde Europa, Desde
París, Crónicas de París y Un reportaje de Rusia.
En esos años los pagos de las colaboraciones de ultramar le
representaron apenas un magro complemento económico, pero aun así, muchas
veces, el cobro se volvió un viacrucis por la habitual desidia de los medios
periodísticos latinoamericanos de pagar a tiempo a los colaboradores del
extranjero, o aun de enviar el pago alguna vez. Y esto fue singularmente duro
para quien vivió siempre en la capital francesa “comido por la miseria y la
incertidumbre”.[2]
En Aula Vallejo, la revista que ideó y dirigió el español
Juan Larrea, devoto amigo del peruano, estas colaboraciones se dividieron en
dos grupos: 1924-1928 y 1928-1930. El primer grupo vio luz en el primer número
de la revista y el segundo en el grueso tomo que reunió los números 5, 6 y 7.
La división la explica el editor en la presentación escueta del segundo: “La
transformación que Vallejo empezó a experimentar en 1928 con respecto a la
realidad socioeconómica y que repercutió en sus conceptos artísticos, se
manifiesta sin disimulo en las crónicas que envió a la prensa de su país”.[3] En
este segundo periodo hallamos más un Vallejo permeado por sus lecturas
marxistas y sus viajes a la urss, donde el apunte estético en sus textos se
acompaña, casi de modo invariable, de un complemento político, o más
concretamente, de una opinión o un juicio de índole marxista. Una observación:
hasta 1930, en el terreno artístico, Vallejo fue, en el mejor sentido, un
marxista crítico. Estilísticamente, en ese segundo periodo, busca más, como
anota Puccinelli, la palabra justa; en el primero, en cambio, va más a la pesca
de la joya de la palabra rara. ¡Qué lástima que por varios motivos dejara desde
1930 de enviar sus crónicas, artículos y comentarios! Ya había afinado sus
armas críticas y se había vuelto un polemista notable.
En nuestro criterio destacan en sustancia tres artículos (los
retomaremos más tarde): “Las lecciones del marxismo”, de enero de 1929, donde
ataca con cuchillo de gran filo y con luz meridiana a los marxistas dogmáticos;
“La nueva poesía norteamericana”, de junio de 1929, que deja ver su posición
ante la traducción y el tipo de poesía que prefería, y el divulgado “Autopsia
del surrealismo”,[4] de
febrero de 1930, donde realiza un severo cuestionamiento a las escuelas
vanguardistas, en especial, desde luego, al surrealismo. Ilustrándonos sus
textos sobre artistas y arte del momento que le tocó vivir, nos enseñan más
sobre quién es él y cuáles son sus preferencias y negaciones: ante todo un
poeta y un crítico que quiere y busca un arte donde se mire y se descubra el
corazón del hombre.
Borges hacía notar su sorpresa o desconcierto ante el contraste del Walt
Whitman hombre, un personaje más bien opaco, y el tumultuoso creador de los
desbordantes versos de Hojas de hierba. Una de las sorpresas que
hay, cuando leemos esta suerte de textos vallejianos, es encontrar el reverso
de su poesía y de sus cartas: polémico, cortante, y en ocasiones arbitrario y
aun contradictorio. Como se sabe, por ese tiempo Vallejo se carteaba con el
poeta y diplomático Pablo Abril, hermano del crítico y vallejista peruano
Xavier Abril, y en sus cartas Vallejo se expande hablando de sus pobrezas,
depresiones, incertidumbres, en suma, de una vida cruelmente desdichada.
En algunos aspectos, Vallejo, en estos trabajos, hizo observaciones
críticas penetrantes pero en otros da la impresión de que o no leyó muy bien, o
que lo dominaron las fobias, o simplemente (sobre todo en la primera reunión)
que los escribió por cumplir con la entrega. Eso no impide que se lean siempre
con interés.
Vallejo, creemos, supo ahondar ante todo en asuntos de poesía y
literatura, apreció la pintura, entendió el teatro, y gustó, no sabemos hasta
dónde, de cine (vivió el paso del mudo al sonoro). Sobre todo después de sus
dos primeros viajes a la urss y de sus lecturas marxistas, hubo una
modificación en su vida y en su posición estética y política.
Vallejo vindicó, como lo hicieran desde otro ángulo Neruda y Sabines,
una poesía del corazón, o en otras palabras, un arte por la vida y hecho de la
vida, y despreció a esos literatos “de puerta cerrada” y de “pijama”. Vio muy
bien algo que el curso de los años ha imprimido una huella positiva en las
conciencias latinoamericanas: la necesidad de reconocernos más en las obras
indoamericanas y precolombinas, y que él fue de los primeros poetas de nuestro
siglo, que con autenticidad y raíz (como lo destacaba José Carlos Mariátegui),
las llevó a la poesía en Los heraldos negros.
De los astros del firmamento de la poesía que más admiró fue el
nicaragüense Rubén Darío. Sin embargo creemos que la influencia central de su
última estación poética (Poemas humanos y España, aparta de
mí este cáliz), aun quizá no del todo consciente, se llamó Walt Whitman.[5]
Por el 1927 Vallejo ya decía muy bien que de Mallarmé a Apollinaire era
y sería “la cordelada en la poética francesa”. De pintores, reconoció el genio
a Picasso[6] y
llamó a Juan Gris el “Pitágoras de la pintura” por unir a la vez rigor
científico y hondura humana. Del cine se maravilló con el Chaplin político, en
quien identificó quizás alguna perspectiva o ángulo, y sobre quien quiso alguna
vez redactar un texto que se llamara “Chaplin contra Chaplin”.
Pero no dejan de causarnos pasmos los ataques como en granizada que hay
en sus textos críticos. Asombran algunas opiniones por su contundencia y a
veces por su injusticia, no excluyendo el insulto. Hacia 1926, por caso, afirma
en una rápida crónica que España y América carecían entonces de maestros. De
Unamuno dice, sin medir ni ponderar su juicio: “La propia admiración y
entusiasmo que despierta en la generalidad de las gentes, prueba su
mediocridad”; Ortega y Gasset, quien abrió con sus libros o a través de sus
discípulos numerosas ventanas a la filosofía española y latinoamericana, era
sólo “un elefante blanco en docencia creatriz”; Chocano[7],
Lugones y Vasconcelos son acusados de pretender inspirarse en remotos y
fenecidos resortes de cultura.
Vallejo no gustó ni un ápice de academias ni de escuelas literarias. No
gustó tampoco de la obra de muchos de los poetas y artistas mayores de la
época. Paul Valéry, quien era en esos años el poeta más prestigiado de Francia,
apenas llega, a su parecer, a un “servil mallarmismo”; a Jean Cocteau lo tilda
de conservador y payaso; a Borges (a quien bautiza como José Luis) lo desdeña
por ejercitar “un fervor bonaerense tan falso y epidérmico como el
latinoamericanismo de Gabriela Mistral”; a André Breton le arroja al rostro un
racimo de cuñas despreciativas: “un intelectual profesional, un ideólogo
escolástico, un rebelde de bufete, un dómine recalcitrante, un polemista estilo
Maurras, en fin, un anarquista de barrio”. Dos grandes bultos sirven también
para sus rounds de sombra y sus golpes estético-políticos: Diego Rivera y
Valdimir Maiakovski.
Mencioné de inicio tres artículos que me parecen especialmente representativos:
“Las lecciones del marxismo”, “La nueva poesía norteamericana” y “La autopsia
del surrealismo”.
Un drama constante para Vallejo desde 1928 lo representó la búsqueda de
la conciliación de la libertad del escritor y el compromiso de escribir para
los que comen “debajo de la mesa del burgués”.[8] Hasta
el último envío de sus artículos al Perú, Vallejo definió con claridad lo
indispensable de la separación entre el arte como elección individual, sin
excluir el compromiso político, y el arte sous commande, que
empezaba a imponerse en nombre de la Revolución y el Pueblo, y que acabaría
arruinando a generaciones de artistas en los países del comunismo burocrático,
y aun, si bien en mucho menor escala, en los países de régimen capitalista. Él
fue de los primeros, si no erramos, en ver las casas sin techo y los jardines
vacíos de este arte (si es dable llamarlo así). No son pocos los artículos, crónicas,
comentarios y reflexiones que dedicó al tema. En “Las lecciones del marxismo”,
por ejemplo, arremete contra “los papagayos de El Capital”, ésos,
que al apegarse à la lettre al marxismo se vuelven “los
primeros traidores y enemigos”, pero que “en su exigua conciencia sectaria,
creen ser los más puros y fieles depositarios”. De estos ―señala― los peores
son los conversos, los que provienen de familias burguesas o aristócratas, como
los casos “de Plejanov y Bujarin y de otros exégetas fanáticos”. En esta dirección,
Marx, según Vallejo, sería el primero en no aceptarse como marxista. Contra
estos teólogos desalmados, Vallejo ya tomaba prendas a fines de la década de
los veinte, advirtiendo su peligroso rol de inquisidores. Y así fue, y así
pasó, y por más de sesenta años en los países donde se falsificó el comunismo,
los artistas que anhelaron un arte libre, lo pagaron con la vida, la cárcel, el
destierro o la afrenta pública. En esto Vallejo se adelantó a otro gran
marxista crítico latinoamericano: José Revueltas.
Pero poco después, sobre todo al adherirse al Partido Comunista Español,
comenzaría el drama de la elección: o decidirse por la libertad artística del
creador o rebajarse para escribir obras accesibles a las mayorías. Y por
desdicha Vallejo no evitó el panfleto o la propaganda en algunas obras, en
especial en su olvidable novela El tungsteno, en piezas teatrales y
en sus libros de crónicas sobre la Rusia estalinista de fines de los años
veinte y de principios de los treinta. Jamás en su poesía. En los juicios que
vierte en los textos de El arte y la revolución (1932), sobre
lo que debe ser el arte y el intelectual revolucionario, a menudo no queda al
lector sino distanciarse de él.
En el artículo sobre la nueva poesía estadounidense, Vallejo fijaba, al
menos, dos posiciones: una, la creencia (en esto coincidió con Pierre Reverdy y
se alejó de su amigo Vicente Huidobro) de que la poesía era intraducible. “Lo
que importa en un poema, como en la vida, es el tono con el que se dice una
cosa y, muy secundariamente, lo que se dice. Lo que se dice es, en efecto
susceptible de pasar a otro idioma, pero el tono en que eso se dice, no”,
escribe extraordinariamente. La otra, es su razonable oposición a la suposición
o superstición europea de que el arte de ese continente influía en esos años en
la poesía estadounidense, cuando era lo contrario, y la raíz de eso y de todo,
se llamaba Walt Whitman, el gran precursor, “con su sentimiento vitalista, en
el individuo y en la comunidad”, y del que él, Vallejo, por otra vía y signo,
aprovecharía la soberbia lección en la última porción de su poesía. Un Yo que
se vuelve Nosotros, carnal, solar, humano, participativo. Whitman le dio en
poesía, con su imagen de totalidad, su fondo humano y su creativa dialéctica,
lo que el marxismo crítico (el verdadero marxismo) le dio en teoría.
No pocas veces se ha dicho que en 1922, con la publicación de Trilce,
Vallejo coincidió con las vanguardias. Tengo la impresión, atrajo a Vallejo la
aventura, y apreció, hasta cierto punto, los brillantes malabarismos verbales,
pero desdeñó el fondo y los resultados. La falta de fuego humano convertía a
los versos de las vanguardias en hermosos objetos sin luz, en árboles sin raíz,
en castillos sin princesas. Imaginaciones, juegos, trucos, bla, bla, bla, bla,
bla. Por eso sus violentos ataques a Marinetti y su corrosiva negación al
surrealismo, o como se le decía entonces, el superrealismo. El futurista
Marinetti ―dijo― era de esos artistas que sólo pasan por la vida y constituyen
“un perfecto ejemplar de esa fauna de seres artificiales”. No se hace poesía
moderna o poesía nueva ―decía muy bien―, sólo por poner palabras como “cinema,
motor, caballos de fuerza, avión, radio, jazzband, telegrafía sin
hilos”, si antes, lo que se expresa, no ha sido asimilado “por el espíritu y
convertido en sensibilidad”.
En 1929, el joven Borges, quien ya se había alejado del todo de sus
caprichos vanguardistas, escribió en “El otro Whitman”: “A París le interesa
menos el arte que la política del arte: mírese la tradición pandillera de su
literatura y de su pintura, siempre dirigidas por comités y con sus dialectos
políticos: uno, parlamentario, que habla de izquierdas y derechas; otro,
militar, que habla de vanguardias y retaguardias. Dicho con mejor precisión:
les interesa la economía del arte, no sus resultados”. Vallejo abominó de los
“vicios de cenáculo”, como las escuelas literarias, con su gavillera vocación,
no exenta de faramalla, de publicar manifiestos y redactar teorías
extravagantes, que en el fondo no eran sino lúcidos juegos de salón e
imaginaciones de café. Dentro de esto, el más significativo de sus textos, es
sin duda “Autopsia del surrealismo”, del que debió cambiar acaso la palabra
autopsia por epitafio o responso. Cada página del artículo contiene buen número
de virulentas invectivas. Después de embestir contra una fila de escuelas
literarias ―que se multiplican igual que conejos y pasan con la velocidad de la
luz―, como el expresionismo, el cubismo, el dadaísmo, el surrealismo, sin
contar, desde luego, las ya existentes como el simbolismo, el neosimbolismo, el
unanimismo, termina con frases de total hartazgo: “Nunca el pensamiento social
se fraccionó en tantas y tan fugaces fórmulas. Nunca se experimentó un gusto
tan frenético y una tal necesidad por estereotiparse en recetas y clisés, como
si se tuviese miedo de su libertad o como si no pudiese producirse en su unidad
orgánica”. El surrealismo para él había muerto oficialmente. Ante todo, lo que
Vallejo rechazaba era su posición falsa ante la vida y la realidad: “Era una
receta más para hacer poemas sobre medida, como lo son y serán todas las
escuelas literarias.”
No representó su único rechazo. Su irritación contra los surrealistas
creció cuando estos, cansados de sus escándalos y juegos menores, decidieron el
paso a la acción. Varios se adhirieron al Partido Comunista
Francés. Pero su posición, decía Vallejo, carecía de base. Seguían siendo,
siguieron siendo, “sin poderlo evitar inconscientemente, unos anarquistas
incurables” y su producción nefasta e indefectiblemente burguesa.
“La crisis moral e intelectual que el surrealismo se propuso promover y
que (otra falta de originalidad de la escuela) arrancara y tuviera su máxima
expresión en el dadaísmo, se anquilosó en psicopatía de bufete y en clisé literario,
pese a las inyecciones dialécticas de Marx y a la adhesión formal y oficiosa de
los inquietos jóvenes al comunismo”.
Después de 1930, o quizá de 1931, Vallejo dejó casi de hecho de enviar
colaboraciones a la prensa peruana. Sus artículos, con fondo o referencias
marxistas, incomodaban a los editores, quienes para evitarse problemas con el
gobierno, fueron dejándolos de publicar. Qué lástima. Vallejo tenía ya una
honda formación y penetración crítica y un estilo ácido y exacto. Con ello
perdió la crítica, perdió la literatura, perdieron sus lectores de entonces y
perdimos nosotros, sus lectores póstumos, devotos de su poesía excepcional y
emocionalmente respetuosos del sentimiento trágico que llenó su cuerpo y
enalteció la luz rota de su alma.
—————————————————
[1] “La escritura
periodística de César Vallejo”, en Caminando con César Vallejo,
Actas del Coloquio Internacional sobre César Vallejo, págs. 253-271. Grenoble
27, 28 y 29 de mayo de 1988.
“Walt Whitman tenía un pecho suavísimo y respiraba
y nadie sabe lo que él hacía cuando lloraba en su comedor”.
*(México, D.F., 1949). Poeta, narrador, ensayista y traductor. Ha
publicado los libros de poesía: Muertos y disfraces (1974), Una
seña en la sepultura (1978), Monólogos (1985), La
ceniza en la frente (1979), Los adioses del forastero (1996)
y Viernes en Jerusalén (2005. La editorial El Tucán de
Virginia volvió a reunir en 2007 su poesía en un solo tomo: El
forastero en la tierra (1970-2004). Es autor de un libro de aforismos
(Árboles). Ha traducido libros de poesía de Charles Baudelaire, Arthur
Rimbaud, André Gide, Antonin Artaud, Roger Munier, Emile Nelligan, Gaston
Miron, Gatien Lapointe, Umberto Saba, Vincenzo Cardarelli, Giuseppe Ungaretti,
Salvatore Quasimodo, Georg Trakl, Reiner Kunze, Carlos Drummond de Andrade, y
en colaboración con Stefaan van den Bremt, Miriam van Hee, Roland Jooris, Luuk
Gruwez, André Doms y Marc Dugardin. Libros de poesía suyos han sido traducidos
al inglés, francés, alemán, italiano y neerlandés. Ha obtenido los premios
mexicanos Xavier Villaurrutia (1992) y Nezahualcóyotl (2005). Y, en España, el
Premio Casa de América (2005) por su libroViernes en Jerusalén. En 2004,
se le distinguió con la Medalla Presidencial Centenario de Pablo Neruda
otorgada por el gobierno de Chile. En París es miembro de la Asociación
Mallarmé. En el 2009 obtuvo el premio de poesía Ciudad de Melilla, España.
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