JOSÉ MARTÍ
RELATO DE LA EJECUCIÓN DE LOS MÁRTIRES DE CHICAGO
(Especial para La Nación / New Work /
13-11-1887)
Ni el miedo a las justicias sociales,
ni la simpatía ciega por los que las intentan, debe guiar a los pueblos en sus
crisis, ni al que las narra. Sólo sirve dignamente a la libertad el que, a
riesgo de ser tomado por su enemigo, la preserva sin temblar de los que la
comprometen con sus errores. No merece el dictado de defensor de la libertad
quien excusa sus vicios y crímenes por el temor mujeril de parecer tibio en su
defensa. Ni merecen perdón los que, incapaces de domar el odio y la antipatía
que el crimen inspira, juzgan los delitos sociales sin conocer y pesar las
causas históricas de que nacieron, ni los impulsos de generosidad que los
producen. En procesión solemne, cubiertos los féretros de florea y los rostros
de sus sectarios de luto, acaban de ser llevados a la tumba los cuatro
anarquistas que sentenció Chicago a la horca, y el que por no morir en ella
hizo estallar en su propio cuerpo una bomba de dinamita que llevaba oculta en
los rizos espesos de su cabello de joven, su selvoso cabello castaño. Acusados
de autores o cómplices de la muerte espantable de uno de los policías que,
intimó la dispersión del concurso reunido, para protestar contra la muerte de
seis obreros, a manos de la policía, en el ataque a la única fábrica que
trabajaba a pesar de la huelga: acusados de haber compuesto y ayudado a lanzar,
cuando no lanzado, la bomba del tamaño de una naranja que tendió por tierra las
filas delanteras de los policías, dejó a uno muerto, causó después la muerte a
seis más y abrió en otros cincuenta heridas graves, el juez, conforme al
veredicto del jurado, condenó a uno de los reos a quince años de penitenciaría
y a pena de horca a siete. Jamás, desde la guerra del Sur, desde los días
trágicos en que John Brown murió como criminal por intentar solo en Harper’s
Ferry lo que como corona de gloria intentó luego la nación precipitada por su
bravura, hubo en los Estados Unidos tal clamor e interés alrededor de un
cadalso. La república entera ha peleado, con rabia semejante a la del lobo,
para que los esfuerzos de un abogado benévolo, una niña enamorada de uno de los
presos, y una mestiza de india y español, mujer de otro, solas contra el país
iracundo, no arrebatasen al cadalso los siete cuerpos humanos que creía
esenciales a su mantenimiento. Amedrentada la república por el poder creciente
de la casta llana, por el acuerdo súbito de las masas obreras, contenido sólo
ante las rivalidades de sus jefes, por el deslinde próximo de la población
nacional en las dos clases de privilegiados y descontentos que agitan las
sociedades europeas, determinó valerse por un convenio tácito semejante a la
complicidad, de un crimen nacido de sus propios delitos tanto como del
fanatismo de los criminales, para aterrar con el ejemplo de ellos, no a la
chusma adolorida que jamás podrá triunfar en un país de razón, sino a las
tremendas capas nacientes. El horror natural del hombre libre al crimen, junto
con el acerbo encono del irlandés despótico que mira a este país como suyo y al
alemán y eslavo como su invasor, pusieron de parte de los privilegios, en este
proceso que ha sido una batalla, una batalla mal ganada e hipócrita, las
simpatías y casi inhumana ayuda de los que padecen de los mismos males, el
mismo desamparo, el mismo bestial trabajo, la misma desgarradora miseria cuyo espectáculo
constante encendió en los anarquistas de Chicago tal ansia de remediarlos que
les embotó el juicio. Avergonzados los unos y temerosos de la venganza bárbara
los otros, acudieron, ya cuando el carpintero ensamblaba las vigas del cadalso,
a pedir merced al gobernador del Estado, anciano flojo rendido a la súplica y a
la lisonja de la casta rica que le pedía que, aun a riesgo de su vida, salvara
a la sociedad amenazada. Tres voces nada más habían osado hasta entonces
interceder, fuera de sus defensores de oficio y sus amigos naturales; por los
que, so pretexto de una acusación concreta que no llegó a probarse, so pretexto
de haber procurado establecer el reino del terror, morían victimas del terror
social: Howells, el novelista bostoniano que al mostrarse generoso sacrificó
fama y amigos; Adler, el pensador cauto y robusto que vislumbra en la pena de
nuestro siglo el mundo nuevo; y Train, un nomaníaco que vive en la plaza
pública dando pan a los pájaros y hablando con los niños. Ya, en danza
horrible, murieron dando vueltas en el aire, embutidos en sayones blancos. Ya,
sin que haya más fuego en las estufas, ni más pan en las despensas, ni más
justicia en el reparto social, ni más salvaguardia contra el hambre de los
útiles, ni más luz y esperanza para los tugurios, ni mas bálsamo para todo lo
que hierve y padece, pusieron en un ataúd de nogal los pedazos mal juntos del
que, creyendo dar sublime ejemplo de amor a los hombres aventó su vida, con el
arma que creyó revelada para redimirlos. Esta república, por el culto desmedido
a la riqueza, ha caído, sin ninguna de las trabas de la tradición, en la
desigualdad, injusticia y violencia de los países monárquicos. Como gotas de
sangre que se lleva la mar eran en los Estados Unidos las teorías
revolucionarias del obrero europeo, mientras con ancha tierra y vida
republicana, ganaba aquí el recién llegado el pan, y en su casa propia ponía de
lado una parte para la vejez. Pero vinieron luego la guerra corruptora, el
hábito de autoridad y dominio que es su dejo amargo, el crédito que estimuló la
creación de fortunas colosales y la inmigración desordenada, y la holganza de
los desocupados de la guerra, dispuestos siempre, por sostener su bienestar y
por la afición fatal del que ha olido sangre, a servir los intereses impuros
que nacen de ella. De una apacible aldea pasmosa se convirtió la república en
una monarquía disimulada. Los inmigrantes europeos denunciaron con renovada ira
los males que creían haber dejado tras sí en su tiránica patria. El rencor de
los trabajadores del país, al verse víctimas de la avaricia y desigualdad de
los pueblos feudales, estalló con más fe en la libertad que esperan ver
triunfar en lo social como triunfa en lo político. Habituados los del país a
vencer sin sangre por la fuerza del voto, ni entienden ni excusan a los que,
nacidos en pueblos donde el sufragio es un instrumento de la tiranía, sólo ven
en su obra despaciosa una faz nueva del abuso que flagelan sus pensadores,
desafían sus héroes, y maldicen sus poetas. Pero, aunque las diferencias
esenciales en las prácticas políticas y el desacuerdo y rivalidad de las razas
que va se disputan la supremacía en esta parte del continente, estorbasen la
composición inmediata de un formidable partido obrero con unánimes métodos y
fines, la identidad del dolor aceleró la acción concertada de todos los que lo
padecen, y ha sido necesario un acto horrendo, por más que fuese consecuencia
natural de las pasiones encendidas, para que los que arrancan con invencible
ímpetu de la misma desventura interrumpan su labor, su labor de desarraigar y
recomponer, mientras quedan por su ineficacia condenados los recursos
sangrientos de que por un amor insensato a la justicia echan mano los que han
perdido fe en la libertad. En el Oeste recién nacido, donde no pone tanta traba
a los elementos nuevos la influencia imperante de una sociedad antigua, como la
del Este, reflejada en su literatura y en sus hábitos; donde la vida como más
rudimentaria facilita el trato íntimo entre los hombres, más fatigados y
dispersos en las ciudades de mayor extensión y cultura; donde la misma rapidez
asombrosa del crecimiento, acumulando los palacios de una parte y las factorías,
y de otra la miserable muchedumbre, revela a las claras la iniquidad del
sistema que castiga al más laborioso con el hambre, al más generoso con la
persecución, al padre útil con la miseria de sus hijos, -en el Oeste, donde se
juntan con su mujer y su prole los obreros necesitados a leer los libros que
enseñan las causas y proponen los remedios de su desdicha; donde justificados a
sus propios ojos por el éxito de sus fábricas majestuosas, extreman los dueños,
en el precipicio de la prosperidad, los métodos injustos y el trato áspero con
que la sustentan; donde tiene en fermento a la masa obrera la levadura alemana,
que sale del país imperial, acosada e inteligente, vomitando sobre la patria
inicua las tres maldiciones terribles de Heine; en el Oeste y en su metrópoli,
Chicago sobre todo, hallaron expresión viva los descontentos de la masa obrera,
los consejos ardientes de sus amigos, y la rabia amontonada por el descaro e
inclemencia de sus señores. Y como todo tiende a la vez a lo grande y a lo
pequeño, tal como el agua que va de mar a vapor y de vapor a mar, el problema
humano, condensado en Chicago por la merced de las instituciones libres, a la
vez que infundía miedo o esperanza por la república y el mundo, se convertía,
en virtud de los sucesos de la ciudad y las pasiones de sus hombres, en un
problema local, agrio y colérico. El odio a la injusticia se trocaba en odio a
sus representantes. La furia secular, caída por herencia, mordiendo y
consumiendo como la lava, en hombres que, por lo férvido de su compasión, veíanse
como entidades sacras, se concentró, estimulada por los resentimientos individuales,
sobre los que insistían en los abusos que la provocan. La mente, puesta a
obrar, no cesa; el dolor, puesto a bullir, estalla; la palabra, puesta a
agitar, se desordena; la vanidad, puesta a lucir, arrastra; la esperanza,
puesta en acción, acaba en el triunfo o la catástrofe: “¡para el
revolucionario, dijo Saint-Just, no hay más descanso que la tumba!” ¿Qué revela
apenas a las mentes sumas que ven hervir el mundo sentados, con la mano sobre
el sol, en la cumbre del tiempo? ¿Quién que trata con hombres no sabe que,
siendo en ellos más la carne que la luz, apenas conocen lo que palpan, apenas
vislumbran la superficie, apenas ven más que lo que les lastima o lo que
desean; apenas conciben más que el viento que les da en el rostro, o el recurso
aparente, y no siempre real, que puede levantar obstáculo al que cierra el paso
a su odio, soberbia o apetito? ¿Quién que sufre de los males humanos, por muy
enfrenada que tenga su razón, no siente que se le inflama y extravía cuando ve
de cerca, como si le abofeteasen, como si lo cubriesen de lodo, como si le
manchasen de sangre las manos, una de esas miserias sociales que bien pueden
mantener en estado de constante locura a los que ven podrirse en ellas a sus
hijos y a sus mujeres? Una vez reconocido el mal, el ánimo generoso sale a
buscarle remedio: una vez agotado el recurso pacifico, el ánimo generoso, donde
labra el dolor ajeno como el gusano en la llaga viva, acude al remedio
violento. ¿No lo decía lo decía Desmoulins? “Con tal de abrazar la libertad,
¿qué importa que sea sobre montones de cadáveres?” Cegados por la generosidad,
ofuscados por la vanidad, ebrios por la popularidad, adementados por la
constante ofensa, por su impotencia aparente en las luchas del sufragio, por la
esperanza de poder constituir en una comarca naciente su pueblo ideal, las
cabezas vivas de esta masa colérica, educadas en tierras donde el voto, apenas
nace, no se salen de lo presente, no osan parecer débiles ante los que les
siguen, no ven que el único obstáculo en este pueblo libre para un cambio
social sinceramente deseado está en la falta de acuerdo de los que lo
solicitan, no creen, cansados ya de sufrir, y con la visión del falansterio
universal en la mente, que por la paz pueda llegarse jamás en el mundo a hacer
triunfar la justicia. Júzganse como bestias acorraladas. Todo lo que va
creciendo les parece que crece contra ellos. “Mi hija trabaja quince horas para
ganar quince centavos.” “No he tenido trabajo este invierno porque pertenezca a
una junta de obreros” El juez los sentencia. La policía, con el orgullo de la
levita de paño y la autoridad, temible en el hombre inculto, los aporrea y
asesina. Tienen frio y hambre, viven en casas hediondas. ¡América es, pues, lo
mismo que Europa! No comprenden que ellos son mera rueda del engrane social, y
hay que cambiar, para que ellas cambien, todo el engranaje. El jabalí
perseguido no oye la música del aire alegre, ni el canto del universo, ni el
andar grandioso de la fábrica cósmica: el jabalí clava las ancas contra un
tronco oscuro, hunde el colmillo en el vientre de su perseguidor, y le vuelca
el redaño. ¿Dónde hallará esa masa fatigada, que sufre cada día dolores
crecientes, aquel divino estado de grandeza a que necesita ascender el pensador
para domar la ira que la miseria innecesaria levanta? Todos los recursos que
conciben, ya los han intentado. Es aquel reinado del terror que Carlyle pinta,
“la negra y desesperada batalla de los hombres contra su condición y todo lo
que los rodea”. Y así como la vida del hombre se concentra en la médula espinal,
y la de la tierra en las masas volcánicas, surgen de entre esas muchedumbres,
erguidos y vomitando fuego, seres en quienes parece haberse amasado todo su
horror, sus desesperaciones y sus lágrimas. Del infierno vienen: ¿qué lengua
han de hablar sino la del infierno? Sus discursos, aun leídos, despiden
centellas, bocanadas de humo, alimentos a medio digerir, vahos rojizos. Este
mundo es horrible: ¡créese otro mundo!; como en el Sinaí, entre truenos: como
en el Noventa y Tres, de un mar de sangre: “¡mejor es hacer volar a diez
hombres con dinamita, que matar a diez hombres, como en las fábricas,
lentamente de hambre!” Se vuelve a oír el decreto de Moctezuma: “¡Los dioses
tienen sed!” Un joven bello, que se hace retratar con las nubes detrás de la
cabeza y el sol sobre el rostro, se sienta a una mesa de escribir, rodeado de
bombas, cruza las piernas, enciende un cigarro, y como quien junta las piezas
de madera de una casa de juguete, explica el mundo justo que florecerá sobre la
tierra cuando el estampido de la revolución social de Chicago, símbolo de la
opresión del universo, reviente en átomos. Pero todo era verba, juntas por los
rincones, ejercicios de armas en uno que otro sótano, circulación de tres
periódicos rivales entre dos mil lectores desesperados y, propaganda de los
modos novísimos de matar -¡de que son más culpables los que por vanagloria de
libertad la permitían que los que por violenta generosidad la ejercitaban!
Donde los obreros enseñaron más la voluntad de mejorar su fortuna, más se
enseñó por los que la emplean la decisión de resistirlos. Cree el obrero tener
derecho a cierta seguridad para lo porvenir, a cierta holgura y limpieza para
su casa, a alimentar sin ansiedad los hijos que engendra, a una parte más
equitativa en los productos del trabajo de que es factor indispensable, alguna
hora de sol en que ayudar a su mujer a sembrar un rosal en el patio de la casa,
a algún rincón para vivir que no sea un tugurio fétido donde, como en las
ciudades de Nueva York, no se puede entrar sin bascas. Y cada vez que en alguna
forma esto pedían en Chicago los obreros, combinábanse los capitalistas,
castígábanlos negándoles el trabajo que para ellos es la carne, el fuego y la
luz; echábanles encima la policía, ganas siempre de cebar sus porras en cabezas
de gente mal vestida; mataba la policía a veces a algún osado que le resistía
con piedras, o a algún niño; reducíanlos al fin por hambre a volver a su
trabajo, con el alma torva, con la miseria enconada, con el decoro ofendido,
rumiando venganza. Escuchados sólo por sus escasos sectarios, año sobre año
venían reuniéndose los anarquistas, organizados en grupos, en cada uno de los
cuales había una sección armada. En sus tres periódicos, de diverso matiz,
abogaban públicamente por la revolución social; declaraban, en nombre de la
humanidad, la guerra a la sociedad existente; decidían la ineficacia de
procurar una conversión radical por medios pacíficos, y recomendaban el uso de
la dinamita, como el arma santa del desheredado, y los modos de prepararla. No
en sombra traidora, sino a la faz de los que consideraban sus enemigos se
proclamaban libres y rebeldes, para emancipar al hombre, se reconocían en
estado de guerra, bendecían el descubrimiento de una sustancia que por su poder
singular había de igualar fuerzas y ahorrar sangre, y excitaban al estudio y la
fabricación del arma nueva, con el mismo frio horror y diabólica calma de un
tratado común de balística: se ven círculos de color de hueso, -cuando se leen
estas enseñanzas, -en un mar de humareda: por la habitación, llena de sombra,
se entra un duende, roe una costilla humana, y se afila las uñas: para medir
todo lo profundo de la desesperación del hombre, es necesario ver sí el espanto
que suele en calma preparar supera a aquel contra el que, con furor de siglos,
se levanta indignado, -es necesario vivir desterrado de la patria o de la
humanidad. Los domingos, el americano Parsons, prepuesto una vez por sus amigos
socialistas para la Presidencia de la República, creyendo en la humanidad como
en su único Dios, reunía a sus sectarios para levantarles el alma basta el
valor necesario a su defensa. Hablaba a saltos, a latigazos, a cuchilladas: lo
llevaba lejos de si la palabra encendida. Su mujer, la apasionada mestiza en
cuyo corazón caen como puñales los dolores de la gente obrera, solía, después
de él, romper en arrebatado discurso, tal que dicen que con tanta elocuencia,
burda y llameante, no se pintó jamás el tormento de las clases abatidas; rayos
los ojos, metralla las palabras, cerrados los dos puños, y luego, hablando de
las penas de una madre pobre, tonos dulcisimos e hilos de lágrimas. Spies, el
director del “Arbeiter Zeitung”, escribía como desde la cámara de la muerte,
con cierto frío de huesa: razonaba la anarquía: la pintaba como la entrada
deseable a la vida verdaderamente libre: durante siete años explicó sus
fundamentos en su periódico diario, y luego la necesidad de la revolución, y
por fin como Parsons en el “Alarm”, el modo de organizarse para hacerla
triunfar. Leerlo es como poner el pie en el vacío. ¿Qué le pasa al mundo que da
vueltas? Spies seguía sereno, donde la razón más firme siente que le falta el
pie. Recorta su estilo como si descascarase un diamante. Narciso fúnebre, se
asombra y complace de su grandeza. Mañana le dará su vida una pobre niña, una
niña que se prende a la reja de su calabozo como la mártir cristiana se prendía
de la cruz, y él apenas dejará caer de sus labios las palabras frias,
recordando que Jesús, ocupado en redimir a los hombres, no amó a Magdalena.
Cuando Spies arengaba a los obreros, desembarazándose de la levita que llevaba
bien, no era hombre lo que hablaba, sino silbo de tempestad, lejano y lúgubre.
Era palabra sin carne. Tendía el cuerpo hacia sus oyentes, como un árbol
doblado por el huracán: y parecía de veras que un viento helado salía de entre
las ramas, y pasaba por sobre las cabezas de los hombres. Metía la mano en
aquellos pechos revueltos y velludos, y les paseaba por ante los ojos, les
exprimía, les daba a oler las propias entrañas. Cuando la policía acababa de
dar muerte a un huelguista en una refriega, lívido subía al carro, la tribuna
vacilante de las revoluciones, y con el horrendo incentivo su palabra seca
relucía pronto y caldeaba, como un carcaj de fuego. Se iba luego solo por las
calles sombrías. Engel, celoso de Spies, pujaba por tener al anarquismo en pie
de guerra, él a la cabeza de una compañía: él donde se enseñaba a cargar el
rifle o apuntar de modo que diera en el corazón: él, en el sótano, las noches
de ejercicio, “para cuando llegue la gran hora”: él, con su “Anarchist” y sus
conversaciones, acusando a Spies de tibio, por envidia de su pensamiento: él
solo era el puro, el inmaculado, el digno de ser oído: la anarquía, la que sin
más espera deje a los hombres dueños de todo por igual, es la única buena:
perinola el mundo y él, -y él, el mango: ¡bien iría el mundo hacia arriba,
“cuando los trabajadores tuvieran vergüenza”, como la pelota de la perinola! El
iba de un grupo a otro: él asistía al comité general anarquista, compuesto de
delegados de los grupos: él tachaba al comité de pusilánime y traidor, porque
no decretaba “con los que somos, nada más, con estos ochenta que somos” la
revolución de veras, la que quería Parsons, la que llama a la dinamita
“sustancia sublime”, la que dice a los obreros que “vayan a tomar lo que les haga
falta a las tiendas de State Street, que son suyas las tiendas, que todo es
suyo”: él es miembro del “Lehr und Wehr Verein”, de que Spies es también
miembro, desde que un ataque brutal de la policía, que dejó en tierra a muchos
trabajadores, los provocó a armarse, a armarse para defenderse, a cambiar, como
hacen cambiar siempre los ataques brutales, la idea del periódico por el rifle
Springfield. Engel era el sol, como su propio rechoncho cuerpo: el “gran
rebelde”, el “autónomo”. ¿Y Lingg? No consumía su viril hermosura en los
amorzuelos enervantes que suelen dejar sin jugo al hombre en los años gloriosos
de la juventud, sino que criado en una ciudad alemana entre el padre inválido y
la madre hambrienta, conoció la vida por donde es justo que un alma generosa la
odie. Cargador era su padre, y su madre lavandera, y él bello como Tannbauser o
Lohengrin, cuerpo de plata, ojos de amor, cabello opulento, ensortijado y
castaño. ¿A qué su belleza, siendo horrible el mundo? Halló su propia historia
en la de la clase obrera, y el bozo le nació aprendiendo a hacer bombas. ¡Puesto
que la infamia llega al rincón del globo, el estallido ha de llegar al cielo!
Acababa de llegar de Alemania: veintidós años cumplía: lo que en los demás era
palabra, en él será acción: él, él solo, fabricaba bombas, porque, salvo en los
hombres, de ciega energía, el hombre, ser fundador, sólo para libertarse de
ella halla natural dar la muerte. Y mientras Schwab, nutrido en la lectura de
los poetas, ayuda a escribir a Spies, mientras Fielden, de bella oratoria, va
de pueblo en pueblo levantando las almas al conocimiento de la reforma
venidera, mientras Fischer alienta y Neebe organiza, él, en un cuarto
escondido, con cuatro compañeros, de los que uno lo ha de traicionar, fabrica
bombas, como en su “Ciencia de la guerra revolucionaria” manda Most, y vendada
la boca, como aconseja Spies en el “Alarm”, rellena la esfera mortal de
dinamita, cubre el orificio con un casquillo, por cuyo centro corre la mecha
que en lo interior acaba en fulminante, y, cruzado de brazos, aguarda la hora.
Y asi iban en Chicago adelantando las fuerzas anárquicas, con tal lentitud,
envidias y desorden intestinos, con tal diversidad de pensamientos sobre la
hora oportuna para la rebelión amada, con tal escasez de sus espantables
recursos de guerra, y de los fieros artífices prontos a elaborarlos, que el
único poder cierto de la anarquía, desmelenada dueña de unos cuantos corazones
encendidos, era el furor que en un instante extremo produjese el desdén social
en las masas que la rechazan. El obrero, que es hombre y aspira, resiste, con
la sabiduría de la naturaleza, la idea de un mundo donde queda aniquilado el
hombre; pero cuando, fusilado en granel por pedir una hora libre para ver a la
luz del sol a sus hijos, se levanta del charco mortal apartándose de la frente,
como dos cortinas rojas, las crenchas de sangre, puede el sueño de muerte de un
trágico grupo de locos de piedad, desplegando las alas humeantes, revolando
sobre la turba siniestra, con el cadáver clamoroso en las manos, difundiendo
sobre los torvos corazones la claridad de la aurora infernal, envolver como
turbia humareda las almas desesperadas. La ley, ¿no los amparaba? La prensa
exasperándolos con su odio en vez de aquietarlos con justicia, ¿no los
popularizaba? Sus periódicos, creciendo en indignación con el desdén y en
atrevimiento con la impunidad, ¿no circulaban sin obstáculos? Pues ¿qué querían
ellos, puesto que es claro a sus ojos que se vive bajo abyecto despotismo, que
cumplir el deber que aconseja la declaración de independencia derribándolo, y
sustituirlo con una asociación libre de comunidades que cambien entre si sus
productos equivalentes, se rijan sin guerra por acuerdos mutuos y se eduquen
conforme a ciencia sin distinción de raza, iglesia o sexo? ¿No se estaba
levantando la nación, como manada de elefantes, que dormía en la yerba, con sus
mismos dolores y sus mismos gritos? ¿No es la amenaza verosímil del recurso de
fuerza, medio probable aunque peligroso, de obtener por intimidación lo que no
logra el derecho? Y aquellas ideas suyas, que se iban atenuando con la
cordialidad de los privilegiados tal como con su desafio iban trocando en rifle
y dinamita, ¿no nacían de lo más puro de su piedad, exaltada hasta la insensatez
por el espectáculo de la miseria irremediable, y ungida, por la esperanza de
tiempos justos y sublimes? ¿No había sido Parsons, el evangelista del jubileo
universal, propuesto para la Presidencia de la República? ¿No había luchado
Spies con ese programa en las elecciones como candidato a un asiento en el
Congreso? ¿No les solicitaban los partidos políticos sus votos, con la oferta
de respetar la propaganda de sus doctrinas? ¿Cómo habían de creer criminales
los actos y palabras que les permitía la ley? Y ¿no fueron las fiestas, de
sangre de la policía, ebria del vino del verdugo como toda plebe revestida de
autoridad, las que decidieron a armarse a los más bravos? Lingg, el recién
llegado, odiaba con la terquedad del novicio a Spies, el hombre de idea, irresoluto
y moroso: Spies, el filósofo del sistema, lo dominaba por aquel mismo
entendimiento superior; pero aquel arte y grandeza que aun en las obras de
destrucción requiere la cultura, excitaban la ojeriza del grupo exiguo de
irreconciliables, que en Engel, enamorado de Lingg, veían su jefe propio.
Engel, contento de verse en guerra con el universo, medía su valor por su
adversario. Parsons, celoso de Engel que le emula en pasión, se une a Spies,
como el héroe de la palabra y amigo de las letras. Fielden, viendo subir en su
ciudad de Londres la cólera popular creía, prendado de la patria cuyo egoísta
amor prohíbe su sistema, ayudar con el fomento de la anarquia en América el
triunfo difícil de los ingleses desheredados. Engel - “ha llegado la hora”:
Spies: -“¿habrá llegado esta terrible hora?“: Lingg, revolviendo con una púa de
madera arcilla y nitroglicerina: -“¡ya verán, cuando yo acabe mis bombas, si ha
llegado la hora!“: Fielden, que ve levantarse, contusa y temible de un mar a
otro de los Estados Unidos, la casta obrera, determinada a pedir como prueba de
su poder que el trabajo se reduzca a ocho horas diarias, recorre los grupos,
unidos sólo hasta entonces en el odio a la opresión industrial y a la policía
que les da caza y muerte, y repite: – “sí, amigos, si no nos dejan ver a
nuestros hijos al sol, ha llegado la hora”. Entonces vino la primavera amiga de
los pobres; y sin el miedo del frío, con la fuerza que da la luz, con la
esperanza de cubrir con los ahorros del invierno las primeras hambres, decidió
un millón de obreros, repartidos por toda la república, demandar a las fábricas
que, en cumplimiento de la ley desobedecida, no excediese el trabajo de las
ocho horas legales. ¡Quien quiera saber si lo que pedían era justo, venga aquí;
véalos volver, como bueyes tundidos, a sus moradas inmundas, ya negra la noche;
véalos venir de sus tugurios distantes, tiritando los hombres, despeinadas y
lívidas las mujeres, cuando aún no ha cesado de reposar el mismo sol! En
Chicago, adolorido y colérico, segura de la resistencia que provocaba con sus
alardes, alistado el fusil de motín, la policía, y, no con la calma de la ley,
sino con la prisa del aborrecimiento, convidaba a los obreros a duelo. Los
obreros, decididos a ayudar por el recurso legal de la huelga su derecho,
volvían la espalda a los oradores lúgubres del anarquismo y a los que
magullados por la porra o atravesados por la bala policial, resolvieron, con la
mano sobre sus heridas, oponer en el próximo ataque hierro a hierro. Llegó
marzo. Las fábricas, como quien echa perros sarnosos a la calle, echaron a los
obreros que fueron a presentarles su demanda. En masa, como la orden de los
Caballeros del Trabajo lo dispuso, abandonaron los obreros las fábricas. El
cerdo se pudría sin envasadores que lo amortajaran, mugían desatendidos en los
corrales los ganados revueltos; mudos se levantaban, en el silencio terrible,
los elevadores de granos que como hilera de gigantes vigilan el río. Pero en
aquella sorda calma, como el oriflama triunfante del poder industrial que vence
al fin en todas las contiendas, salía de las segadoras de McCormick, ocupadas
por obreros a quienes la miseria fuerza a servir de instrumentos contra sus
hermanos, un hilo de humo que como negra serpiente se tendía, se enroscaba, se
acurrucaba sobre el cíelo azul. A los tres días de cólera, se fue llenando una
tarde nublada el Camino Negro, que así se llama el de McCormick, de obreros
airados que subían calle arriba, con la levita al hombro, enseñando el puño
cerrado al hilo de humo: ¿no va siempre el hombre, por misterioso decreto,
adonde lo espera el peligro, y parece gozarse en escarbar su propia miseria?:
“¡allí estaba la fábrica insolente, empleando, para reducir a los obreros que
luchan contra el hambre y el frío, a las mismas víctimas desesperadas del
hambre!: ¿no se va a acabar, pues, este combate por el pan y el carbón en que
por la fuerza del mal mismo se levantan contra el obrero sus propios hermanos?:
pues ¿no es esta la batalla del mundo, en que los que lo edifican deben
triunfar sobre los que lo explotan?: ¡de veras, queremos ver de qué lado llevan
la cara esos traidores!” Y hasta ocho mil fueron llegando, ya al caer de la
tarde; sentándose en grupos sobre las rocas peladas; andando en hileras por el
camino tortuoso; apuntando con ira a las casuchas míseras que se destacan, como
manchas de lepra, en el áspero paisaje. Los oradores, que hablan sobre las
rocas, sacuden con sus invectivas aquel concurso en que los ojos centellean y se
ven temblar las barbas. El orador es un carrero, un fundidor, un albañil: el
humo de McCormick caracolea sobre el molino: ya se acerca la hora de salida:
“¡a ver qué cara nos ponen esos traidores!“: “¡fuera, fuera ese que habla, que
es un socialista! . . .” Y el que habla, levantando como con las propias manos
loa dolores más recónditos de aquellos corazones iracundos, excitando a
aquellos ansiosos padres a resistir hasta vencer, aunque los hijos les pidan
pan en vano, por el bien duradero de los hijos, el que habla es Spies: primero
lo abandonan, después lo rodean, después se miran, se reconocen en aquella
implacable pintura, lo aprueban y aclaman: “¡ese, que sabe hablar, para que
hable en nuestro nombre con las fábricas!” Pero ya los obreros han oído la
campana de la suelta en el molino: ¿qué importa lo que está diciendo Spies?:
arrancan todas las piedras del camino, corren sobre la fábrica, ¡y caen en
trizas todos los cristales! ¡Por tierra, al ímpetu de la muchedumbre, el policía
que le sale al paso!; ¡aquellos, aquellos
son, blancos como muertos, los que por el salario de un día ayudan a oprimir a
sus hermanos!” ¡piedras! Los obreros del molino, en la torre, donde se juntan
medrosos, parecen fantasmas: Vomitando fuego viene camino arriba, bajo pedrea
rabiosa, un carro de patrulla de la policía, uno al estribo vaciando el
revólver, otro al pescante, los de adentro agachados se abren paso a balazos en
la turba, que los caballos arrollan y atropellan: saltan del carro, fórmanse en
batalla, y cargan a tiros sobre la muchedumbre que a pedradas y disparos locos se
defiende. Cuando la turba acorralada por las patrullas que de toda la ciudad
acuden, se asila, para no dormir, en sus barrios donde las mujeres compiten en
ira con los hombres, a escondidas, a fin de que no triunfe nuevamente su
enemigo, entierran los obreros seis cadáveres. ¿No se ve hervir todos aquellos
pechos? ¿juntarse a los anarquistas? ¿escribir Spies un relato ardiente en su
“Arbeiter Zeitung”? ¿reclamar Engel la declaración de que aquélla es por fin la
hora? ¿poner Lingg, que meses atrás fue aporreado en la cabeza por la patrulla,
las bombas cargadas en un baúl de cuero? ¿acumularse, con el ataque ciego de la
policía, el odio que su brutalidad ha venido levantando? “¡A las armas,
trabajadores!” dice Spies en una circular fogosa que todos leen estremeciéndose:
“¡a las armas, contra los que os matan porque ejercitáis vuestros derechos de
hombre!” “¡Mañana nos reuniremos” -acuerdan los anarquistas-“y de manera y en
lugar que les cueste caro vencernos si nos atacan!” “Spies, pon ruhe en tu
“Arbeiter”: Ruhe quiere decir que todos debemos ir armados.” Y de la imprenta
del “Arbeiter” salió la circular que invitaba a los obreros, con permiso del
corregidor, para reunirse en la plaza de Haymarket a protestar contra los
asesinatos de la policía. Se reunieron en número de cincuenta mil, con sus
mujeres y sus hijos, a oír a los que les ofrecían dar voz a su dolor; pero no
estaba la tribuna, como otras veces, en lo abierto de la plaza, sino en uno de
sus recodos, por donde daba a dos oscuras callejas. Spies, que había borrado
del convite impreso las palabras: “Trabajadores a las armas”, habló de la
injuria con cáustica elocuencia, mas no de modo que sus oyentes perdieran el
sentido, sino tratando con singular moderación de fortalecer sus ánimos para
las reformas necesarias: “¿Es esto Alemania, o Rusia, o España?” decía Spies,
Parsons, en los instantes mismos en que el corregidor presenciaba la junta sin
interrumpirla, declamó, sujeto por la ocasión grave y lo vasto del concurso,
uno de sus editoriales cien veces impunemente publicados. Y en el instante en
que Fielden preguntaba en bravo arranque si, puestos a morir, no era lo mismo
acabar en un trabajo bestial o caer defendiéndose contra el enemigo, -nótase
que la multitud se arremolina; que la polícia, con fuerza de ciento ochenta,
viene revólver en mano, calle arriba. Llega a la tribuna: intima la dispersión;
no cejan pronto los trabajadores; “¿qué hemos hecho contra la paz?” dice
Fielden saltando del carro; rompe la policía el fuego. Y entonces se vio
descender sobre sus cabezas, caracoleando por el aire, un hilo rojo. Tiembla la
tierra; húndese el proyectil cuatro pies en su seno; caen rugiendo, unos sobre
otros, los soldados de las dos primeras líneas; los gritos de un moribundo
desgarran el aire. Repuesta la policía, con valor sobrehumano, salta por sobre
sus compañeros a bala graneada contra los trabajadores que le resisten:
“¡huimos sin disparar un tiro!” dicen unos; “apenas intentamos resistir”, dicen
otros; “nos recibieron a fuego raso”, dice la policía. Y pocos instantes
después no había en el recodo funesto más que camillas, pólvora y humo. Por
zaguanes y sótanos escondían otra vez los obreros a sus muertos. De los
policías, uno muere en la plaza: otro, que lleva la mano entera metida en la
herida, la saca para mandar a su mujer sin último aliento; otro, que sigue a
pie, va agujereado de pies a cabeza; y los pedazos de la bomba de dinamita, al
rasar la carne, la habían rebanado como un cincel. ¿Pintar el terror de
Chicago, y de la República? Spies les parece Robespierre; Engel, Marat;
Parsons, Danton. ¿Qué?: ¡menos!; ésos son bestias feroces, Tinvilles, Henriots,
Chaumettes, ¡los que quieren vaciar el mundo viejo por un caño de sangre, los
que quieren abonar con carne viva el mundo! ¡A lazo cáceseles por las calles,
como ellos quisieron cazar ayer a un policía! ¡salúdeseles a balazos por
dondequiera que asomen, como sus mujeres saludaban ayer a los “traidores” con
huevos podridos! ¿No dicen, aunque es falso, que tienen los sótanos llenos de
bombas? ¿No dicen, aunque es falso también, que sus mujeres, furias verdaderas,
derriten el plomo, como aquellas de París que arañaban la pared para dar cal
con que hacer pólvora a sus maridos? ¡Quememos este gusano que nos come! ¡Ahí
están, como en los motines del Terror, asaltando la tienda de un boticario que
denunció a la policía el lugar de sus juntas, machacando sus frascos, muriendo
en la calle como perros, envenenados con el vino de colchydium! ¡abajo la
cabeza de cuantos la hayan asomado! ¡A la horca las lenguas y los pensamientos!
Spies, Schwab y Fischer caen presos en la imprenta, donde la policía halla una
carta de Johann Most, carta de sapo, rastrera y babosa, en que trata a Spies
como intimo amigo, y le habla de las bombas, de “la medicina”, y de un rival
suyo, de Paulus el Grande “que anda que se lame por los pantanos de ese perro
periódico de Shevitch”. A Fielden, herido, lo sacan de su casa. A Engel y a
Neebe, de su casa también. Y a Lingg, de su cueva: ve entrar al policía; le
pone al pecho un revólver, el policía lo abraza: y él y Lingg, que jura y
maldice, ruedan luchando, levantándose, cayendo en el zaquizamí lleno de
tuercas, escoplos y bombas: las mesas quedan sin pie, las sillas sin espaldar;
Lingg casi tiene ahogado a su adversario, cuando cae sobre él otro policía que
lo ahoga: ¡ni inglés habla siquiera este mancebo que quiere desventrar la ley
inglesa! Trescientos presos en un día. Está espantado el país, repletas las
cárceles. ¿El proceso? Todo lo que va dicho, se pudo probar; pero no que los
ocho anarquistas, acusados del asesinato del policía Degan, hubiesen preparado,
ni encubierto siquiera, una conspiración que rematase en su muerte. Los
testigos fueron los policías mismos, y cuatro anarquistas comprados, uno de
ellos confeso de perjurio. Lingg mismo, cuyas bombas eran semejantes, como se
vio por el casquete, a la de Haymarket, estaba, según el proceso, lejos de la
catástrofe. Parsons, contento de su discurso, contemplaba la multitud desde una
casa vecina. El perjuro fue quien dijo, y desdijo luego, que vio a Spies
encender el fósforo con que se prendió la mecha de la bomba. Que Lingg cargó
-con otro hasta un rincón cercano a la plaza el baúl de cuero. Que la noche de
los seis muertos del molino acordaron los anarquistas, a petición de Engel,
armarse para resistir nuevos ataques, y publicar en el “Arbeiter” la palabra
“ruhe”. Que Spies estuvo un instante en el lugar donde se tomó el acuerdo. Que
en su despacho había bombas, y en una u otra casa rimeros de “manuales de
guerra revolucionaria”!. Lo que sí se probó con prueba plena, fue que, según
todos los testigos adversos, el que arrojó la bomba era un desconocido. Lo que
sí sucedio fue que Parsons, hermano amado de un noble general del Sur, se
presentase un día espontáneamente en el tribunal a compartir la suerte de sus
compañeros. Lo que sí estremece es la desdicha de la leal Nina Van Zandt, que
prendada de la arrogante hermosura y dogma humanitario de Spies, se le ofreció
de esposa en el dintel de la muerte, y -de mano de su madre, de distinguida
familia, casó en la persona de su hermano con el preso; llevó a su reja día
sobre día el consuelo de su amor, libros y flores; publicó con sus ahorros,
para allegar recursos a la defensa, la autobiografia soberbia y breve de su
desposado: y se fue a echar de rodillas a los pies del gobernador. Lo que sí
pasma es la tempestuosa elocuencia de la mestiza Lucy Parsons, que paseó los
Estados Unidos, aquí rechazada, allí silbada, allá presa, hoy seguida de
obreros llorosos, mañana de campesinos que la echan como a bruja, después de
catervas crueles de chicuelos, para “pintar al mundo el horror de la condición
de castas infelices, mayor mil veces que el de los medios propuestos para
terminarlo”. ¿El proceso? Los siete fueron condenados a muerte en la horca, y
Neebe a la penitenciaría, en virtud de un cargo especial de conspiración de
homicidio de ningún modo probado, por explicar en la prensa y en la tribuna las
doctrinas cuya propaganda les permitía la ley; ¡y han sido castigadas en Nueva
York, en un caso de excitación directa a la rebeldía, con doce meses de cárcel
y doscientos cincuenta pesos de multa! ¿Quién que castiga crímenes, aun
probados, no tiene en cuenta las circunstancias que los precipitan, las
pasiones que los atenúan, y el móvil con que se cometen? Los pueblos, como los
médicos, han de preferir prever la enfermedad, o curarla en sus raíces, a dejar
que florezca en toda su pujanza para combatir el mal desenvuelto por su propia
culpa, con medios sangrientos y desesperados. Pero no han de morir los siete.
El año pasa. La Suprema Corte, en dictamen indigno del asunto, confirma la
sentencia de muerte. ¿Qué sucede entonces, sea remordimiento o miedo, que
Chicago pide clemencia con el mismo ‘ardor con que pidió antes castigo: que los
gremios obreros de la república envían al fin a Chicago sus representantes para
que intercedan por los culpables de haber amado la causa obrera con exceso; que
iguala el clamor de odio de la nación al impulso de piedad de los que
asistieron, desde la crueldad que lo provocó al crimen? La prensa entera, de
San Francisco a Nueva York, falseando el proceso, pinta a los siete condenados
como bestias dañinas, pone todas las mañanas sobre la mesa de almorzar, la
imagen de los policías despedazados por la bomba; describe sus hogares
desiertos, sus niños rubios como el oro, sus desoladas viudas. ¿Qué hace ese
viejo gobernador, que no confirma la sentencia? ¡Quién nos defenderá mañana,
cuando se alce el monstruo obrero, si la policía ve que el perdón de sus
enemigos los anima a reincidir en el crimen! ¡Qué ingratitud para con la
policía, no matar a esos hombres! “¡No!“, grita un jefe de la policía, a Nina
Van Zandt, que va con su madre a pedirle una firma de clemencia sin poder
hablar del llanto. ¡Y ni una mano recoge de la pobre criatura el memorial que
uno por uno, mortalmente pálida, les va presentando! ¿Será vana la súplica de
Félix Adler, la recomendación de los jueces del Estado, el alegato magistral en
que demuestra la torpeza y crueldad de la causa Trumbull? La cárcel es jubileo:
de la ciudad salen y entran repletos los trenes: Spies, Fielden y Schwab han
firmado, a instancias de su abogado, una carta al gobernador donde aseguran no
haber intentado nunca recursos de fuerza: los otros no, los otros escriben al
gobernador cartas osadas: “¡la libertad, o la muerte, a que no tenemos miedo!”
¿Se salvará ese cinico de Spies, ese implacable Engel, ese diabólico Parsons?
Fielden y Schwab acaso se salven, porque el proceso dice de ellos poco, y,
ancianos como son, el gobernador los compadece, que es también anciano. En
romería van los abogados de la defensa, los diputados de los gremios obreros,
las madres, esposas y hermanas de los reos, a implorar por su vida, en
recepción interrumpida por los sollozos, ante el gobernador. ¡Allí, en la hora
real, se vio el vacío de la elocuencia retórica! ¡Frases ante la muerte!
“señor, dice un obrero, ¿condenarás a siete anarquistas a morir porque un
anarquista lanzó una bomba contra la policía, cuando los tribunales no han
querido condenar a la policía de Pinkerton, porque uno de sus soldados mató sin
provocación de un tiro a un niño obrero?” Sí: el gobernador los condenará; la
república entera le pide que los condene para ejemplo: ¿quién puso ayer en la
celda de Lingg las cuatro bombas que descubrieron en ella los llaveros?: ¿de
modo que esa alma feroz quiere morir sobre las ruinas de la cárcel, símbolo a
sus ojos de la maldad del mundo? ¿A quién salvará por fin el gobernador Oglesby
la vida? ¡No será a Lingg, de cuya celda, sacudida por súbita explosión sale,
como el vapor de un cigarro, un hilo de humo azul! Allí está Lingg tendido
vivo, despedazado, la cara un charco de sangre, los dos ojos abiertos entre la
masa roja: se puso entre los dientes una cápsula de dinamita que tenía oculta
en el lujoso cabello, con la bujía encendió la mecha, y se llevó la cápsula a
la barba: lo cargan brutalmente: lo dejan caer sobre el suelo del baño: cuando
el agua ha barrido los coágulos, por entre los jirones de carne caída se le ve
la laringe rota, y, como las fuentes de un manantial, corren por entre los
rizos de su cabellera, vetas de sangre. ¡Y escribió! ¡Y pidió que lo sentaran!
¡Y murió a las seis horas -cuando ya Fielden y Schwab estaban perdonados,
cuando convencidas de la desventura de sus hombres, las mujeres, las mujeres sublimes,
están llamando por última vez, no con flores y frutas como en los días de la
esperanza, sino pálidas como la ceniza, a aquellas bárbaras puertas! La primera
es la mujer de Fischer: ¡la muerte se le conoce en los labios blancos! Lo
esperó sin llorar: pero ¿saldrá viva de aquel abrazo espantoso?: ¡así, así se
desprende el alma del cuerpo! El la arrulla, le vierte miel en los oídos, la
levanta contra su pecho, la besa en la boca, en el cuello, en la espalda.
“¡Adiós!“: la aleja de sí, y se va a paso firme, con la cabeza baja y los
brazos cruzados. Y Engel ¿cómo recibe la visita postrera de su hija? ¿no se
querrán, que ni ella ni él quedan muertos? ¡oh, sí la quiere, porque tiemblan
los que se llevaron del brazo a Engel al recordar, como de un hombre que crece
de súbito entre sus ligaduras, la luz llorosa de su última mirada! “¡Adiós, mi
hijo!” dice tendiendo los brazos hacia él la madre de Spies, a quien sacan
lejos del hijo ahogado, a rastras. “¡Oh, Nina, Nina!” exclama Spies apretando a
su pecho por primera y última vez a la viuda que no fue nunca esposa: y al
borde de la muerte se la ve florecer, temblar como la flor, deshojarse como la
flor, en la dicha terrible de aquel beso adorado. No se la llama desmayada, no;
sino que, conocedora por aquel instante de la fuerza de la vida y la beldad de
la muerte, tal como Ofelia vuelta a la razón, cruza, jacinto vivo, por entre
los alcaides, que le tienden respetuosos la mano. Y a Lucy Parsons no la
dejaron decir adiós a su marido, porque lo pedía, abrazada a sus hijos, con el
calor y la furia de las llamas. Y ya entrada la noche y todo oscuro en el
corredor de la cárcel pintado de cal verdosa, por sobre el paso de los guardias
con la escopeta al hombro, por sobre el voceo y risas de los carceleros y
escritores, mezclado de vez en cuando a un repique de llaves, por sobre el
golpeo incesante del telégrafo que el “Sun” de Nueva York tenía en el mismo
corredor establecido, y culebreaba, reñía, se desbocaba, imitando, como una
dentadura de calavera, las inflexiones de la voz del hombre, por sobre el
silencio que encima de todos estos ruidos se cernía, oíanse los últimos
martillazos del carpintero en el cadalso. Al fin del corredor se levantaba el
cadalso. “¡Oh, las cuerdas son buenas: ya las probó el alcaide!” “El verdugo
halará, escondido en la garita del fondo, de la cuerda que sujeta el pestillo
de la trampa.” “La trampa está firme, a unos diez pies del suelo.” “No: los
maderos de la horca no son nuevos: los han repintado de ocre, para que parezcan
bien en esta ocasión; porque todo ha de hacerse decente, muy decente.” “Sí, la
milicia está a mano: y a la cárcel no se dejará acercar a nadie.” “¡De veras
que Lingg era hermoso!” Risas, tabacos, brandy, humo que ahoga en sus celdas a
los reos despiertos. En el aire espeso y húmedo chisporrotean, cocean,
bloquean, las luces eléctricas. Inmóvil sobre la baranda de las celdas, mira al
cadalso un gato… ¡cuando de pronto una melodiosa voz, llena de fuerza y
sentido, la voz de uno, de estos hombres a quienes se supone fieras humanas,
trémula primero, vibrante enseguida, pura luego y serena, como quien ya se
siente libre de polvo y ataduras, resonó en la celda de Engel, que, arrebatado
por el éxtasis, recitaba “El Tejedor” de Henry Keine, como ofreciendo al cielo
el espíritu, con los dos brazos en alto: Con ojos secos, lugubres y ardientes,
Rechinando los dientes, Se sienta en su telar el tejedor: ¡Germania vieja, tu
capuz zurcimos! Tres maldiciones en la tela urdimos; ¡Adelante, adelante el
tejedor! ¡Maldito el falso Dios que implora en vano, En invierno tirano Muerto
de hambre el jayán en su obrador! ¡En vano fue la queja y la esperanza! Al Dios
que nos burló, guerra y venganza: ¡Adelante, adelante el tejedor! ¡Maldito el
falso rey del poderoso Cuyo pecho orgulloso Nuestra angustia mortal no
conmovió! ¡El último doblón nos arrebata, Y como a perros luego el rey nos
mata! ¡Adelante, adelante el tejedor! ¡Maldito el falso Estado en que florece,
Y como yedra crece Vasto y sin tasa el público baldón; Donde la tempestad la
flor avienta Y el gusano con podre se sustenta! ¡Adelante, adelante el tejedor!
¡Corre, corre sin miedo, tela mía! ¡Corre bien noche y día Tierra maldita,
tierra sin honor! Con mano firme tu capuz zurcimos: Tres veces, tres, la
maldición urdimos: ¡Adelante, adelante el tejedor! Y rompiendo en sollozos se
dejó Engel caer sentado en su litera, hundiendo en las palmas el rostro
envejecido. Muda lo había escuchado la cárcel entera, los unos como orando, los
presos asomados a los barrotes, estremecidos los escritores y los alcaides,
suspenso el telégrafo, Spies a medio sentar. Parsons de pie en su celda, con
los brazos abiertos, como quien va a emprender el vuelo. El día sorprendió a
Engel hablando entra sus guardas, con la palabra voluble del condenado a
muerte, sobre lances curiosos de su vida de conspirador; a Spies, fortalecido
por el largo sueño; a Fischer, vistiéndose sin prisa las ropas que se quitó al
empezar la noche, para descansar mejor; a Parsons, cuyos labios se mueven sin
cesar, saltando sobre sus vestidos, después de un corto sueño histérico. “¡Oh,
Fischer, cómo puedes estar tan sereno, cuando el alcaide que ha de dar la señal
de tu muerte, rojo por no llorar, pasea como una fiera la alcaidía!” – “Porque”
-responde Fischer, clavando una mano sobre el brazo trémulo del guarda y
mirándole de lleno en los ojo “creo que mi muerte ayudará a la causa con que me
desposé desde que comencé mi vida, y amo yo más que a mi vida misma, la causa
del trabajador, -¡y porque mi sentencia es parcial, ilegal e injusta!” “¡Pero,
Engel, ahora que son las ocho de la mañana, cuando ya sólo te faltan dos horas
para morir, cuando en la bondad de las caras, en el afecto de los saludos, en
los maullidos lúgubres del gato, en el rastreo de las voces, y los pies, estás
leyendo que la sangre se te hiela, cómo no tiemblas, Engel!“ -“¿Temblar porque
me han vencido aquellos a quienes hubiera querido yo vencer? Este mundo no me
parece justo; y yo he batallado, y batallo ahora con morir, para crear un mundo
justo. ¿Qué me importa que mi muerte sea un asesinato judicial? ¿Cabe en un
hombre que ha abrasado una causa tan gloriosa como la nuestra desear vivir
cuando puede morir por ella? ¡No: alcaide, no quiero drogas: quiero vino de
Oporto!” Y uno sobre otro se bebe tres vasos… Spies, con las piernas cruzadas,
como cuando pintaba para el “Arbeiter Zeitung” el universo dichoso, color de
llama y hueso, que sucedería a esta civilización de esbirros y mastines,
escribe largas cartas, las lee con calma, las pone lentamente en sus sobres, y
una y otra vez deja descansar la pluma, para echar al aire, reclinado en su
silla, como los estudiantes alemanes, bocanadas y aros de humo: oh, patria,
rafs de la vida, que aun a los que te niegan por el amor más vasto a la
humanidad, acudes y confortas, como aire y como luz, por mil medios sutiles!
“Sí, alcaide, dice Spies, beberé un vaso de vino del Rhin!“… Fischer, Fischer
alemán, cuando el silencio comenzó a ser angustioso, en aquel instante en que
en las ejecuciones como en los banquetes callan a la vez, como ante solemne aparición,
los concurrentes todos, prorrumpió, iluminada la faz por venturosa sonrisa, en
las estrofas de “La Marsellesa” que cantó con la cara vuelta al cielo… Parsons
a grandes pasos mide el cuarto: tiene delante un auditorio enorme, un auditorio
de ángeles que surgen resplandecientes de la bruma, y le ofrecen, para que como
astro purificante cruce el mundo, la capa de fuego del profeta Elías: tiende
las manos, como para recibir el don, vuélvese hacia la reja, como para enseñar
a los matadores de su triunfo: gesticula, argumenta, sacude el puño alzado, y
la palabra alborotada al dar contra los labios se le extingue, como en la arena
movediza se confunden y perecen las olas. Llenaba de fuego el sol las celdas de
tres de los reos, que rodeados de lóbregos muros parecían, como el bíblico,
vivos en medio de las llamas, cuando el ruido improviso, los pasos rápidos, el
cuchicheo ominoso, el alcaide y los carceleros que aparecen a sus rejas, el
color de sangre que sin causa visible enciende la atmósfera, les anuncian, lo
que oyen sin inmutarse, que es aquélla la hora! Salen de sus celdas al pasadizo
angosto: ¿Bien?-“¡Bien!”; Se dan la mano, sonríen, crecen. “¡vamos!” El médico
les había dado estimulantes: a Spies y a Fischer les trajeron vestidos nuevos;
Engel no quiere quitarse sus pantuflas de estambre. Les leen la sentencia a
cada uno en su celda; les sujetan las manos por la espalda con esposas
plateadas: les ciñen los brazos al cuerpo con una faja de cuero: les echan por
sobre la cabeza, como la túnica de los catecúmenos cristianos, una mortaja
blanca: ¡abajo la concurrencia sentada en hileras de sillas delante del cadalso
como en un teatro! Ya vienen por el pasadizo de las celdas, a cuyo remate se
levanta la horca; delante va el alcaide, lívido: al lado de cada reo, marcha un
corchete. Spies va a paso grave, desgarradores los ojos azules, hacia atrás el
cabello bien peinado, blanco como su misma mortaja, magnífica la frente: Fischer
le sigue, robusto y poderoso, enseñándose por el cuello la sangre pujante,
realzados por el sudario los fornidos miembros. Engel anda detrás a la manera
de quien va a una casa amiga, sacudiéndose el sayón incómodo con los talones.
Parsons, como si tuviese miedo a no morir, fiero, determinado, cierra la
procesión a paso vivo. Acaba el corredor, y ponen el pie en la trampa: las
cuerdas colgantes, las cabezas erizadas, las cuatro mortajas. Plegaria es el
rostro de Spies; el de Fischer, firmeza, el de Parsons, orgullo radioso; a
Engel, que hace reír con un chiste a su corchete, se le ha hundido la cabeza en
la espalda. Les atan las piernas, al uno tras el otro, con una correa. A Spies
el primero, a Fischer, a Engel, a Parsons, les echan sobre la cabeza, como el
apagavelas sobre las bujías, las cuatro caperuzas. Y resuena la voz de Spies,
mientras están cubriendo las cabezas de sus compañeros, con un acento que a los
que lo oyen la entra en las carnes: “La voz que vais a sofocar será más
poderosa en lo futuro, que cuantas palabras pudiera yo decir ahora.” Fischer
dice, mientras atiende el corchete a Engel: “¡Este es el momento más feliz de
mi vida!” “¡Hurra por la anarquía!” dice Engel, que había eatado moviendo bajo
el sudario hacia el alcaide las manos amarradas. “¡Hombre y mujeres de mi
querida América…” empieza a decir Parsons. Una seña, un ruido, la trampa cede,
los cuatro cuerpos caen a la vez en el aire, dando vueltas y chocando. Parsons
ha muerto al caer, gira de prisa, y cesa: Fischer se balancea, retiembla,
quiere zafar del nudo el cuello entero, estira y encoge las piernas, muere:
Engel se mece en su sayón flotante, le sube y baja el pecho como la marejada, y
se ahoga: Spies, en danza espantable, cuelga girando como un saco de muecas, se
encorva, se alza de lado, se da en la frente con las rodillas, sube una pierna,
extiende las dos, sacude los brazos, tamborinea: y al fin expira, rota la nuca
hacia adelante, saludando con la cabeza a los espectadores. Y dos días después,
dos días de escenas terribles en las casas, de desfile constante de amigos
llorosos; ante los cadáveres amoratados, de señales de duelo colgadas en
puertas miles bajo una flor de seda roja, de muchedumbres reunidas con respeto
para poner a los pies de los ataúdes rosas y guirnaldas, Chicago asombrado vio
pasar tras las músicas fúnebres, a que precedía un soldado loco agitando como
desafío un pabellón americano, el ataúd de Spies, oculto bajo las coronas; el
de Parsons, negro, con catorce artesanos atrás que cargaban prsentes simbólicos
de flores; el de Fischer, ornado con guirnalda colosal de lirio y clavellinas;
los de Engel y Lingg, envueltos en banderas rojas, -y los carruajes de las
viudas, recatadas hasta los pies por velos de luto, -y sociedades, gremios,
vereins, orfeones, diputaciones, trescientas mujeres en masa, con crespón al
brazo, seis mil obreros tristes y descubiertos que llevaban al pecho la rosa
encarnada. Y cuando desde el montículo del cementerio, rodeado de veinticinco
mil almas amigas, bajo el cielo sin sol que allí corona estériles llamadas,
habló el capitán Black, el pálido defensor vestido de negro, con la mano
tendida sobre los cadáveres:-“¿Qué es la verdad, - decía, en tal silencio que
se oyó gemir a las mujeres dolientes y al concurso, -¿qué es la verdad que
desde que el de Nazareth la trajo al mundo no la conoce el hombre hasta que con
sus brazos la levanta y la paga con la muerte? ¡Estos no son felones
abominables, sedientos de desorden, sangre y violencia, sino hombres que
quisieron la paz, y corazones llenos de ternura, amados por cuantos los
conocieron y vieron de cerca el poder y la gloria de sus vidas: su anarquia era
el reinado del orden sin la fuerza: su sueño, un mundo nuevo sin miseria y sin
esclavitud: su dolor, el de creer que el egoísmo no cederá nunca por la paz a
la justicia: ¡oh cruz de Nazareth, que en estos cadáveres se ha llamado
cadalso!” De la tiniebla que a todos envolvía, cuando del estrado de pino iban
bajando los cinco ajusticiados a la fosa, salió una voz que se adivinaba ser de
barba espesa, y de corazón grave y agriado: “¡Yo no vengo a acusar ni a ese
verdugo a quien llaman alcaide, ni a la nación que ha estado hoy dando gracias
a Dios en sus templos porque han muerto en la horca estos hombres, sino a los
trabajadores de Chicago, que han permitido que les asesinen a cinco de sus más
nobles amigos!“… La noche, y la mano del defensor sobre aquel hombro inquieto,
dispersaron los concurrentes y los hurras: flores, banderas, muertos y
afligidos, perdíanse en la misma negra sombra: como de olas de mar venía de
lejos el ruido de la muchedumbre en vuelta a sus hogares. Y decía el “Arbeiter
Zeitung” de la noche, que al entrar en la ciudad recibió el gentío ávido:
“¡Hemos perdido una batalla, amigos infelices, pero veremos al fin al mundo
ordenado conforme a la justicia: seamos sagaces como las serpientes, e
inofensivos como las palomas!”.
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