LOS
CANTOS DE MALDOROR
CENTESIMOSÉPTIMA ENTREGA
(Barral Editores / Barcelona 1970)
CANTO CUARTO
6 (1)
Me había dormido sobre
el acantilado. Aquel que por todo un día persiguió al avestruz a través del
desierto sin poder darle alcance, no tuvo tiempo de tomar alimento ni de cerrar
los ojos. Si llega a ser lector de esto es capaz de adivinar con exactitud,
cuál fue el sueño que se abatió sobre mí. Pero cuando la tempestad empuja
verticalmente un barco con la palma de su mano hasta el fondo del mar, y sobre la
balsa sólo queda, de toda la tripulación, un único hombre agotado por fatigas y
privaciones de todo género; si el oleaje lo zarandea como un despojo durante
horas más largas que la vida misma y, si una fragata que más tarde surca esos
parajes de desolación, con la quilla partida, distingue al desdichado que pasea
por el océano su osamenta descarnada, y le presta un socorro que ha estado a
punto de ser tardío, creo que ese náufrago adivinará mejor todavía el grado a
que llegó el sopor de mis sentidos. El magnetismo y el cloroformo, cuando
quieren hacerlo, saben producir a veces catalepsias letárgicas. No se parecen
en nada a la muerte: sería una verdadera mentira afirmarlo. Pero vayamos
inmediatamente al tema del sueño, a fin de que los impacientes, ávidos de este
género de lecturas, no se pongan a rugir, como un banco de cachalotes
macrocéfalos que combaten entre sí por una hembra preñada. Yo soñaba que me
había introducido en el cuerpo de un cerdo, que no me resultaba fácil salir de
él, y que revolcaba mi pelambre en los pantanos más fangosos. ¿Era acaso una
recompensa? ¡Objetivo de mis anhelos, al fin no pertenecía ya a la humanidad! A
mi entender, esa era la interpretación, lo que me producía un júbilo mucho más
que hondo. Sin embargo, yo buscaba febrilmente cuál podría ser el acto virtuoso
que había realizado para merecer de la parte de la Providencia ese insigne
favor. Ahora que he repasado en mi memoria las diversas fases de aquel
achatamiento espantoso contra el vientre del granito, mientras la marea, sin yo
advertirlo, pasaba dos veces sobre aquella mezcolanza irreductible de materia
muerta y de carne viva, no carece quizás de utilidad proclamar que esa
degradación no fue, probablemente, más que un castigo impuesto por la justicia
divina. Pero ¿quién conoce sus necesidades íntimas o la causa de sus
pestilenciales alegrías? La metamorfosis no pareció jamás a mis ojos sino como
la elevada y magnánima repercusión de una felicidad perfecta, que yo esperaba
desde hacía mucho tiempo. ¡Al fin había llegado el día en que sería cerdo!
Probaba yo mis dientes en la corteza de los árboles, contemplaba mi hocico con
delicia. No quedaba en mí la más ínfima partícula de divinidad: supe elevar mi
alma hasta la altura excepcional de esa voluptuosidad inefable. Escuchadme,
pues, y no os avergoncéis, inagotables caricaturas de lo bello, que tomáis en
serio el cómico rebuzno de vuestra alma, soberanamente despreciable, y que no
comprendéis por qué el Todopoderoso, en un momento excepcional de magnífica
bufonería, que por cierto no llega a superar las grandes generales de lo
grotesco, se dio un día el mirífico placer de poblar un planeta con ciertos
seres singulares y microscópicos que llamaron humanos, y cuya materia es similar a la del coral bermejo. No hay
duda de que tenéis razón para enrojecer, hueso y grasa, pero escuchadme.
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