FERNANDO AÍNSA DESDE
ZARAGOZA
EL REGRESO DEL BECARIO
El
avión se inclina a la izquierda y veo, a través de la ventanilla, la costa
delineada hacia el oeste que reconozco tras la ausencia de estos nueve meses:
playas de aguas turbias de este río que de Plata no tiene sino un nombre
perdido en los orígenes de nuestra historia. Playas desiertas en este invierno
que sospecho frío y ventoso, tal como lo atisbo entre las nubes desgarradas por
el fuselaje que desciende hacia mi destino.
Siento
una extraña tristeza y me digo, una vez más: “volver no es fácil; porque volver
es tener que mirar de nuevo las cosas de frente”: todo aquello que intentamos
dejar (inútilmente) atrás al aceptar la beca como periodista en el World Press
Institute y subir alegremente al avión. Alegre, es un decir, porque también
entonces había un nudo extraño en el estómago al decir: “Adiós, te quiero a
pesar de todo. Verás como la distancia arregla las cosas y seremos otros a mi
regreso. Cuídate. Te escribiré”.
Arreglar
no arregló nada, las complicó más bien. Aquí estoy descendiendo hacia la
realidad parcelada de mi país, con alguien (espero) en la terraza del
aeropuerto, probablemente con otro nudo en la garganta y la misma extraña
tristeza que me agobia. Tengo un raro temor, por no decir miedo a enfrentarme a
mi pasado.
“Enderecen
el respaldo de sus asientos, átense los cinturones, empieza el descenso”, dice
la azafata con tono indiferente tras un micrófono. Se encienden las luces “No
smoking” (aun se fumaba en los aviones), no ir al servicio. No a muchas cosas.
Ahora empezará el tiempo del “no” a tantas cosas que tuve en estos meses, que
aprendí a conocer y disfrutar, esa libertad que ahora está cancelada en mi
tierra.
Vuelta
al redil, a esa forma de la rutina que he roto por nueve meses, lo que dura un
curso para un becario. Vuelta a ser Juan Lathim, hijo de inmigrantes
centroeuropeos llegados al fin de la segunda guerra mundial en busca de lo que
era el país entonces: esa tierra de promisión que se iría deteriorando en años
de desgaste, violencia e inflación. Ya no seré el Joe Latino con que me
bautizaron colegas y compañeros de curso, el exótico latino entre sajones,
alemanes, un australiano y un par de africanos que decoraban el conjunto. Me
saco el disfraz que llevé gustoso durante los meses que duró esta farsa: el
periodista latinoamericano invitado (¿comprado?) para conocer como funciona un
gran país, para descubrir la realidad en toda su ambigüedad, esa relatividad
que se escamotea en el slogan, el
miedo o la amenaza. ¡Quién sabe!
Pero
ahora aterrizo, ahora voy a bajar con ocho pasajeros a mi empobrecida ciudad
natal, pobre y asaetada por el invierno y la escasez, por la no disimulada
dictadura de su régimen. Estoy de regreso a mi mundo, al mundo del que me evadí
conscientemente. Y aterrizo para empezar a decirme de nuevo: “Estarás allí, Marta,
en el Aeropuerto, con tus problemas acumulados por el tiempo que has tenido
para recocinarlos con ese resentimiento que nos ha dado la separación tan mal
empezada por los dos, tan abruptamente decidida de mi parte y peor aceptada de
la tuya. Te miraré, nos miraremos, para descubrir que no deberíamos vernos más
como lo que ya no somos hace tanto tiempo, marido–esposa, pareja, compañeros.
Nos
hemos seguido engañando a la distancia —lo sé— y por eso ahora tengo tristeza,
porque te miraré a los ojos y sabré que
todo ha sido un juego de postergaciones, de alargar una situación temiendo que
se rompa cuando ya lo estaba en su interior, desgarrada para siempre, antes de
mi partida.
Ocho
pasajeros, nada más, esto es lo que vale ahora mi país para una gran línea
aérea. Los demás, los fuertes de sonrisa y jaleando la noche con su vocerío, se
quedaron en Buenos Aires. Aquí viajamos los desterrados y dos señores con aire
de Embajada y maletín negro de cierre con combinación. Los desterrados que
vuelven, que transitan, que ignoro qué hacen, en cuyas caras leo la misma
tristeza que tengo yo desde que me embarqué en Nueva York. No los conozco, pero
los evité en las escalas de Caracas y
Río de Janeiro, como si esquiváramos descubrir el verdadero rostro de nuestro
país actual.
Debe
hacer frío allá abajo. La tierra y los árboles desnudos están más grises que
nunca. Las nubes corren por el cielo desgarradas por el avión que las atraviesa
rumbo a nuestra realidad cotidiana.
Marta,
por favor, no empieces a hacerme preguntas desagradables después del beso
inicial. Dame una tregua antes de regresar al pasado del que hui. Sin embargo,
te traigo en la maleta todos tus encargos, todos sin falta: cremas y potingues
de maquillaje, ropa interior y ese abrigo de piel sintética que me pediste en
tu última carta. Todo sin falta, no me des las gracias. No hay de qué.
Pero,
sobre todo, tengo mi diploma. Un magnífico scholar,
periodista que regresa para reintegrarse a la nada. Dijeron —me dijeron— ¿dirán
ahora? que era excelente. Tal vez excelente, pero quebrado en su original
destino de reportero, de investigador que sabía escarbar en los problemas,
entrevistador aguzado en sus preguntas, dudando de todo. La verdad es ambigua y
contradictoria —me digo ahora— no puedo creer con aquella fuerza inquisitiva de
antes, ¿Madurez, dicen? Tal vez, pero vuelvo triste, repito, y lleno de dudas.
Y
de pronto la pista. Delante, tras las nubes que pasaron ante mi ventanilla, las
gotas de lluvia y la pista, la tierra de mi país. Aquí estoy aterrizando con mi
maleta llena de encargos, papeles, recortes de periódicos y revistas y el
diario personal donde he anotado lo que he vivido en el gran país del Norte, todo
lo que he descubierto tras el brillo y el oropel del consumo, las diferencias
abismales entre unos y otros, los homeless
deambulando con sus bártulos entre los rascacielos, esa religión que
embadurna todo con falsos profetas de tantas sectas y ramas de un cristianismo
que ha estallado en siglas, la violencia armada de sus ciudadanos, la
segregación que subsiste tras la fachada. Ese diario de mi sincera visión, más
allá del becario ejemplar diplomado, que iré a releer en secreto al trastero de
mi casa algún sábado lluvioso y debería atreverme a publicar algún día.
Un
golpe suave. Tocamos tierra. La carrera corta, el frenazo brusco al final de la
pista inconclusa del proyectado futuro aeropuerto. Media vuelta y la visión de
la terraza del viejo aeródromo desde donde se reciben y despiden a los
pasajeros. Marta estará entre ellos.
El
avión se detiene. Traen la escalerilla. Me levanto, me pongo la gabardina y voy
por el pasillo de este avión casi vacío, mochila en mano. Por la puerta entra
una bocanada de aire frío como el latido de una realidad postergada. Bajo y
miro la terraza. Marta está allí. Si, hace frío y ya estoy pisando la pista.
Estoy deprimido y siento por primera vez que odio ser lo que soy, sin saber
exactamente lo que quisiera ser.
A
eso me dirijo con paso decidido.
Montevideo,
junio 1974
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