GUILLERMO
ENRIQUE HUDSON
LA
TIERRA PURPÚREA
CENTESIMOSÉPTIMA ENTREGA
XXVII
/ LA FUGA DE NOCHE (4)
Lo seguimos hasta el
amanecer, apenas deteniéndonos una vez en nuestra veloz carrera, y cien veces durante
aquella oscura travesía por un país que me era enteramente desconocido, bendije
a aquella hechicera de Cleta, pues nunca hubo caballo más seguro y firme que el
feo malacara que llevaba mi compañera, y cuando refrenamos nuestros caballos a
la pálida luz de la mañana se veía tan fresco como cuando salimos. Entonces dejamos
la carretera y anduvimos unas tres leguas en dirección al nordeste, pues
deseaba alejarme de los caminos públicos y de la gente entrometida y chismosa
que los frecuenta. Como a eso de las once llegamos a un rancho, donde
almorzamos; después seguimos caminando hasta llegar a un monte de esparcidos
algarrobos que crecían en la cuesta de una cuchilla. Era un lugar agreste y
solitario, con agua y buen pasto para los caballos y una amena sombra para
nosotros; así que después de desensillar y soltar nuestros caballos a pacer, nos
sentamos a descansar debajo de un árbol grande, arrimándonos a su grueso
tronco. Desde nuestro umbroso retiro, dominábamos una espléndida vista del país
por donde habíamos atravesado toda aquella mañana y que se extendía a muchas
leguas de distancia; mientras fumaba un cigarro, conversé con mi compañera,
llamándole la atención sobre la hermosura de aquel vasto y asoleado paisaje.
-¡Mira, Demetria!
Cuando lleguen las largas noches de invierno y tenga bastante tiempo desocupado,
pienso escribir una narración de mis aventuras en la Banda Oriental, y titularé
mi libro La Tierra Purpúrea; pues,
¿qué nombre más a propósito podría hallarse para un país tan manchado en la
sangre de sus hijos? Claro que nunca lo leerás, porque lo escribiré en inglés y
sólo por el placer que les dará a mis hijos -si es que los tengo- en algún
tiempo muy lejano cuando sus pequeños estómagos morales e intelectuales estén
preparados para digerir otro alimento que la leche. Pero tú ocuparás un lugar
muy importante en mi narración, Demetria, porque en estos últimos días nos
hemos apegado mucho el uno al otro. Y tal vez el último capítulo describirá
nuestra precipitada carrera juntos, huyendo de aquel espíritu maligno, Hilario,
a algún bendito y lejano refugio más allá de los cerros, de los montes y de la
azulina línea del horizonte. Porque cuando lleguemos a la capital, yo creo que…
me parece… sé, en efecto, que…
Vacilé entre si decirle
o no que probablemente sería necesario que yo abandonase el país cuanto antes,
pero como no me pidiera que prosiguiese, mirando a un lado, descubrí que mi
compañera se había quedado profundamente dormida.
¡Pobre Demetria! Había
estado muy nerviosa toda la noche y apenas quiso detenerse a descansar en
ninguna parte, tan grande era el susto que tenía, pero por fin el cansancio le
había vencido por completo. Su postura arrimada al árbol era sumamente
incómoda e insegura, así que aproximando
su cabeza muy suavemente hasta que descansó sobre mi hombro, y sombreándole los
ojos con su mantilla, la dejé que siguiera durmiendo. Su cara se veía
singularmente cansada y pálida, en aquella brillante luz del mediodía, y
contemplándola durmiendo y recordando todos aquellos lóbregos años de
sufrimientos y zozobra que había soportado, sin olvidar este último dolor del
que yo había sido la inocente causa, se me empañaron los ojos de lágrimas.
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