LA
CARRETA
Prólogo
de Wilfredo Penco
Montevideo
2004
TRIGESIMOCTAVA ENTREGA
IX
(4)
Desde entonces,
Correntino fue de los más asiduos concurrentes a la carreta. Petronila tenía
orden de cobrarle. La vieja quitandera se vanagloriaba de haber desembrujado al
“marica”. Correntino, desde entonces, resultó un hombre en toda la extensión de
la palabra. En el Paso de las Perdices él y el comisario eran los únicos que se
quedaban a dormir acompañados.
Correntino fue poco a
poco oyendo con gusto los cuentos de aventuras y terciando en las conversaciones.
Lo respetaban, como se suele respetar a los aventajados y a los preferidos.
Pero llegó el hastío
del comisario, junto con la protesta de los vecinos, que no podían tolerar por
más tiempo a las quitanderas. Una noche el comisario dejó de concurrir al
campamento. Al otro día, el asistente llegó con la orden de preparar la
partida.
Aunque el asistente
hizo la siesta con una de las quitanderas, por la noche comenzó la marcha.
Correntino y Petronila se vieron por última vez.
-Yo voy a dir con vos
pa l’otro lau, Petronila.
-No se puede,
Correntino; en lo’e don Cándido me espera mi marido…
-Y quédate aquí; hacemo
un rancho y vivimo junto.
-No se puede; él es muy
celoso y te mataría…
Correntino no se animó
a insistir. La carreta iba cayendo al paso. La noche era de luna. Gurí, desde
su caballo, tocaba los bueyes con la picana, silbando un estilo criollo. La
celestina, con un envoltorio en las manos, escuchaba el diálogo con tristeza.
Las otras ambulantes, tiradas en el piso de la carreta, tomaban mate.
Correntino, desde su caballo, estiró la mano para despedirse.
-Cuando podás ir por
lo’e Cándido, nos veremo -dijo Petronila al darle la mano.
Los ojos de la vieja se
llenaron de lágrimas. Porque eran lágrimas de ojos secos y viejos, no se
requería pañuelo para secarlas: las enjugaba el viento. En cuclillas, en el
borde del piso del carretón, iba la vieja despidiéndose del lugar.
-Hasta la vista, Felipiyo
-dijo la madre al estrecharle la mano.
Correntino oyó su
nombre, pero le pareció aquello una alucinación, un sueño. No podía ser verdad
que lo llamasen por su nombre. Nadie lo llamaba así desde hacía muchos años.
Había perdido la costumbre de escucharlo.
El paso resignado y
cachaciento de los bueyes daba la impresión de las almas gastadas, de los sexos
maltratados.
La carreta repechaba.
El agua en el paso seguiría corriendo. La noche y la selva recogían el ruido de
la carreta, rechinantes sus ruedas resecas. El canto del muchacho entraba en el
silencio de la medianoche. Las quitanderas contaban con una jornada más en sus
vidas errantes. Habían pasado por el “pago” del Paso de las Perdices como
pasarían, si el hambre lo exigía, por todos los “pagos” de la tierra.
Conformando a los hombres y sacándoles sus ahorros; mitigando dolores,
aplacando la sed de los campos sin mujeres. Ahora, en la alta noche, el trajín
y el tedio de la sensualidad las haría dormir.
Correntino, de regreso,
enderezó su caballo hacia la pulpería. Tenía la boca seca y los ojos mojados.
Bebió para refrescar el
pecho y secar las lágrimas. Después, borracho, se puso a llorar sobre el
mostrador. De allí lo echaron y siguió llorando junto a la tranquera.
Durante una semana no
le vieron hacer otra cosa más que llorar como un niño. Borracho o fresco,
lloraba siempre.
Y era tan de “marica”
eso de llorar “por una hembra”, que a los pocos día de la desaparición de las
quitanderas Correntino recuperó el apodo de “marica”.
Hasta que un día, unos
forajidos, para quitarle las mañas, le dieron una paliza en medio del campo. Y,
a consecuencia de los golpes, una madrugada lo hallaron muerto en el Paso de
las Perdices.
El viejo carretón de
las quitanderas siguió andando por los campos secos de caricias, prodigando
amor y enseñando a amar.
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