LOS
CANTOS DE MALDOROR
CENTESIMODÉCIMA ENTREGA
(Barral Editores / Barcelona 1970)
CANTO CUARTO
7 (2)
Según lo que averigüé
más tarde, he aquí la pura verdad: la existencia prolongada en ese fluido
elemento había producido insensiblemente en el ser humano, exilado por propia
voluntad de los continentes pedregosos, los cambios importantes aunque no esenciales
que había observado en un objeto, que una mirada discretamente confusa me había
hecho tomar en los momentos iniciales de su aparición (por una ligereza
incalificable cuyos extravíos engendran ese sentimiento tan penoso que
fácilmente comprenderán los psicólogos y los amantes de la prudencia) por un
pez de formas extrañas, no incluido aun en las clasificaciones de los
naturalistas, pero que figuraría quizás en sus obras póstumas, aunque no tenga
yo el justificado derecho de inclinarme por esta última suposición, concebida
en condiciones excesivamente hipotéticas. En efecto, ese anfibio (pues se
trataba de un anfibio, sin que reste posibilidad de afirmar lo contrario) sólo
era visible para mí, abstracción hecha de los peces y los cetáceos, pues
advertí que algunos labriegos que se habían detenido a contemplar mi rostro
turbado por ese fenómeno sobrenatural, y que en vano trataban de explicarse la
razón de que mis ojos estuvieran constantemente fijos, con una perseverancia
aparentemente invencible, aunque en realidad no lo era, en un lugar del mar
donde ellos no distinguían más que una apreciable y limitada cantidad de bancos
de peces de todas clases, dilataba la abertura de sus bocas enormes casi tanto
como la de las ballenas. “Eso les hacía sonreír, pero no palidecer como a mí
-decían ellos en su pintoresco lenguaje- y no eran tan bestias como para no
notar que yo no observaba precisamente las evoluciones campestres de los peces,
sino que mi vista se dirigía mucho más allá.” De modo que en lo que a mí
respecta, girando maquinalmente la vista hacia el lado correspondiente a la
notable envergadura de esas potentes bocas, decía para mí que, a menos que se
encontrara en la totalidad del universo un pelícano grande como una montaña, o
por lo menos como un promontorio (os ruego que admiréis la sutileza de la
restricción que no pierde un ápice de terreno), ningún pico de ave de rapiña o
quijada de animal salvaje serían capaces de superar, ni siquiera de igualar,
cualquiera de esos cráteres abiertos, pero lúgubres en exceso. Y sin embargo,
aun cuando reserve un buen lugar al simpático empleo de la metáfora (esta
figura de retórica presta mucho más utilidad a las aspiraciones humanas hacia
el infinito de lo que normalmente ni siquiera intentan figurarse aquellos que
están imbuidos de prejuicios o de falsas ideas, que al fin de cuentas son una
misma cosa) no es menos cierto que las bocas reidoras de esos labriegos
resultaban bastante amplias como para engullir tres cachalotes. Achiquemos más
nuestro pensamiento, portémonos seriamente, y conformémonos con tres elefantitos
que acaban justamente de nacer.
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