LOS
CANTOS DE MALDOROR
CENTESIMOUNDÉCIMA ENTREGA
(Barral Editores / Barcelona 1970)
CANTO CUARTO
7 (3)
De una sola brazada, el
anfibio dejaba atrás un surco espumoso de un kilómetro. Durante el brevísimo
momento en que el brazo extendido hacia adelante queda suspendido en el aire
antes de sumergirse de nuevo, sus dedos separados que se reúnen por un
repliegue de la piel en forma de membrana, parecían lanzarse hacia las alturas
del espacio para atrapar las estrellas. De pie en la roca me serví de las manos
como de un altavoz para gritar, mientras los cangrejos y los langostinos huían
hacia las tinieblas de las grietas más recónditas: “Oh tú, cuya natación supera
el vuelo de las largas alas de la fragata, si todavía comprendes el significado
del gran clamor que, como intérprete fiel de su íntimo pensamiento lanza con
fuerza la humanidad, dígnate hacer una pausa en tu veloz carrera y cuéntame
brevemente los sucesivos episodios de tu verídica historia. Pero te advierto
que no necesitas dirigirme la palabra, si tu intención audaz es hacer surgir en
mí la amistad y la veneración que ya sentí por ti desde que por primera vez te
observé cumplir, con la gracia y el vigor del tiburón, tu peregrinación
indómita y rectilínea.” Un suspiro que me heló los huesos e hizo tambalear la
roca sobre la cual descansaban las plantas de mis pies (a menos que fuese yo
mismo el que me tambaleaba a causa de la brutal penetración de las ondas sonoras
que transportaban a mis oídos semejante grito de desesperación) se oyó hasta en
las entrañas de la tierra: los peces se sumergieron bajo las olas con un
estruendo de alud. El anfibio no se atrevió
a acercarse demasiado a la costa, pero cuando estuvo seguro de que su
voz llegaba distintamente hasta mis tímpanos, disminuyó el movimiento de sus miembros
palmeados de modo de poder sostener su busto, cubierto de algas, por sobre las
olas bramadoras. Le vi inclinar la frente como para invocar, mediante una orden
solemne, la jauría errante de sus recuerdos. No me atrevía a interrumpirlo en
esa tarea sacramente arqueológica: sumergido en el pasado, se parecía a un
escollo. Al fin me dirigió la palabra en estos términos: “La escolopendra no
carece de enemigos; la fantástica belleza de sus innumerables patas, en lugar
de ganarle la simpatía de los animales, resulta quizás tan sólo el estímulo
poderoso de un envidioso resentimiento. Y no me asombraría saber que ese
insecto es blanco de los odios más intensos. Te ocultaré el lugar de mi
nacimiento que no interesa en mi relato; pues la vergüenza que recae sobre mi
familia me compete a mí. Mi padre y mi madre (¡que Dios los perdone!) después
de un año de espera vieron que el cielo atendió sus ruegos: dos gemelos, mi
hermano y yo, vieron la luz. Razón de más para amarse. Pero no fue así. Como yo
era el más hermoso de los dos, y el más inteligente, mi hermano me tomó odio y
no se cuidó de ocultar sus sentimientos: por todo ello, la mayor parte del amor
de mi madre y de mi padre recayó sobre mí, en tanto que con mi amistad sincera
y constante me esforzaba por apaciguar un alma que no tenía derecho de
rebelarse contra quien había sido extraído de la misma carne. Entonces el furor
de mi hermano no conoció límites, y me desplazó en el corazón de nuestros padres
mediante las calumnias más inverosímiles. Viví durante quince años en un
calabozo con larvas y agua fangosa por único alimento. No te contaré en detalle
los tormentos inauditos que sufrí en ese prolongado e injusto secuestro. De vez
en cuando, en determinados momentos del día, uno de los tres verdugos que se
turnaban, entraba bruscamente cargado de pinzas, tenazas y otros instrumentos
de suplicio. Los gritos que me arrancaban las torturas los dejaban impávidos;
la pérdida abundante de mi sangre los hacía sonreír. ¡Oh hermano mío, ya te he
perdonado, tú, la causa primera de todos mis males! ¡Cómo es posible que un
ciego furor no acabe al fin por abrirle los ojos! ¡He reflexionado mucho en mi
prisión eterna! Adivinarás a qué grado llegó mi odio hacia la humanidad toda.
El progresivo debilitamiento, la soledad del cuerpo y del alma todavía no me
habían llevado a la pérdida total de la razón, hasta el punto de sentir
resentimiento contra aquellos a quienes no había cesado de amar: triple argolla
de la que yo era esclavo. ¡Usando la astucia logré finalmente recobrar mi
libertad! Lleno de repulsión hacia los habitantes de tierra firme, que, aunque
se llamasen mis semejantes, en nada parecían asemejárseme hasta el momento (¿si
ellos creían ser mis semejantes por qué me hacían daño?) dirigí los pasos hacia
los guijarros de la playa, con la firme resolución de darme muerte, si el mar
me ofrecía reminiscencias de una existencia anterior fatalmente vivida.
¿Creerás a tus propios ojos? Desde el día en que abandoné la casa paterna, no
me lamento tanto como imaginarías, de habitar el mar y sus grutas de cristal.
La Providencia, como puedes comprobar, me ha otorgado, en parte, un organismo
de cisne. Vivo en paz con los peces, y ellos me proveen del alimento que necesito
como si yo fuera su monarca. Voy a lanzar un silbido particular, siempre que no
te contraríe, y verás cómo ellos reaparecen”. Sucedió tal como había predicho. Reanudó
su regia natación, rodeado de su cortejo de súbditos. Y aunque al cabo de
algunos segundos desapareció completamente de mi vista, con un catalejo pude
distinguirlo todavía en los últimos límites del horizonte. Con una mano nadaba
y con la otra se enjugaba los ojos que estaban inyectados de sangre por la
violencia que se había hecho al aproximarse a tierra firme. Había obrado así
para complacerme. Arrojé el instrumento revelador contra la pendiente cortada a
pico; rebotó de roca en roca hasta que las olas recibieron los fragmentos
dispersos: tales fueron la última demostración y el supremo adiós con los que
me incliné como en sueños, ante una noble e infortunada inteligencia. Sin
embargo, fue real todo lo que pasó en ese anochecer de verano.
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