17/7/17

ESTHER MEYNEL


LA PEQUEÑA CRÓNICA DE ANA MAGDALENA BACH



QUINCUAGESIMOSÉPTIMA ENTREGA


Experimento la sensación de que se enciende una luz en mi cuarto sombrío cuando, en estos días de soledad y abandono, recuerdo el entusiasmo y el fervor de los alumnos de Sebastián. No sé si entre las relaciones espirituales habrá en este mundo alguna más agradable que las existentes entre discípulo y maestro cuando ambos están unidos por un arte tan puro como la música. El maestro experimentado, a la vez severo y bueno, guiando y entusiasmando a los jóvenes espíritus llegados a él, dando sólo su aprobación a lo mejor de lo que el alumno es capaz de hacer, descubriendo y sacando a luz los dones ocultos, mientras el discípulo  estudia, examina, escucha, pesa cada palabra de su maestro, abre su corazón para obtener su aquiescencia. Así eran, por lo menos, los lazos que unían a Sebastián con los jóvenes que vivía con él y le veneraban. Nuestros hijos eran, naturalmente, los alumnos preferidos, que gozaban de mayor cuidado y estaban sometidos más de cerca a su influencia. Con quienes trabajaban con verdadero interés -y
debo reconocer que eran la mayoría, pues el buen maestro hace el buen discípulo- era extraordinariamente bondadoso. Todavía conservo en el oído el tono con que dijo a Manuel, en el momento en que este componía una obra de modulación difícil y se volvió hacia él pidiéndole ayuda: -Hijo mío, ¿qué te parecería si intentásemos hacerlo así?- y, quitándole la pluma de la mano, le hizo unas correcciones en su composición. Creo que no se podía corregir con más ternura de lo que él lo hacía. Una de las mayores alegrías de mi vida la tenía cuando a esos jóvenes se les desbordaban sus sentimientos por su maestro y venían a descargar su corazón conmigo. -Mamá Bach, ¿nos permite que os hablemos un ratito?- Con esa frase acercaban a mí, y al momento sabía yo lo que querían.


-Suscita a la vez nuestro respeto y nuestro entusiasmo -me declaró un día un alumno, Enrique Gerber- al contemplar a ese gran hombre sentado entre sus alumnos, enseñándoles con una paciencia angelical las reglas elementales de la armonía, o a tocar el bajo cifrado, o la colocación de los dedos en el clavicordio. Nos admira el resultado de su nuevo método y el ver cómo se reúnen en él la más estricta ciencia musical y las mejores cualidades de ejecución. ¡Y qué decir de los momentos verdaderamente celestiales en que interrumpe, de pronto, la lección, aparta con un movimiento de la mano las partituras y cuadernos de ejercicios, se sienta al clave o al órgano y deja escapar el magnífico flujo de su improvisación! ¡El cielo se abre ante nosotros! Son horas que vale la pena de vivir. ¡Qué música! A veces, de noche, me paso horas enteras sin dormir (lo cual ya sabéis que no me sucede sin un motivo grave), para volver a pensar, estremecido, en aquellos momentos. Con frecuencia, al oír tocar a mi adorado maestro, tenía que lanzar gritos de júbilo y a veces no podíamos menos de llorar. El recuerdo de esas horas no se nos borrará hasta que bajemos a la tumba.



Y al pronunciar esas palabras, una ola de sangre coloreaba el rostro del joven.

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