LA VIDA VANGUARDISTA DE MARUJA MALLO
Fue una pintora gallega célebre por sus
amoríos y amistades peligrosas. Decidió vivir su existencia en insobornable
libertad y el personaje acabó por eclipsar a la artista. Ahora, su obra,
meticulosa y audaz, vuelve a reivindicarse en una exposición.
(2 / 9 / 2017)
ENTRAR EN ARCO en 1982 del brazo
de Maruja Mallo debiera haber sido un gran
acontecimiento, pero todo el mundo en Madrid era entonces tan abrumadoramente
joven que nadie se paraba a pensar, ni por un instante, en lo excepcional de
acudir a la primera edición de una feria de arte contemporáneo al lado de la
última vanguardista. A sus 80 años, esta mujer especial, menudita y audaz,
vestida con su traje de estilo hippy, su
eterno abrigo de pieles, unos coturnos más altos que ella, los labios rojísimos
y esos ojos listos pintados con unos rabillos enfáticos, seguía siendo
devastadora en su inteligencia y arrojo de otro tiempo y otro lugar. “Querida,
¿es esto afición o ganado?”, preguntaba mientras las largas colas a la entrada
de Arco se abrían a su paso, como el mar al de Moisés. Allí estaba Mallo, la
última surrealista, aunque decir surrealista era entonces solo invocar la
máxima libertad de lo moderno: la llamamos así porque, en realidad, no supimos
cómo llamarla.
En 1982, dos décadas después de su
vuelta a Madrid tras el largo exilio americano emprendido en 1937, Maruja Mallo
—a ella le gustaba autodenominarse Marúnica— era una
figura de culto entre los iniciados. Con su aire cosmopolita y ultramarino, con
aquella risa cantarina y contagiosa, fanática de las meriendas y las cafeterías
con autoservicio, se integró en los actos sociales y culturales madrileños con
la misma naturalidad con la que había compartido plano con Pablo Neruda en las
playas chilenas. Eso sí, siempre se encontraba más cómoda con las nietas que
con sus abuelas, espetaba sin pestañear. Se apuntaba a una inauguración de Andy
Warhol en la galería Fernando Vijande de Madrid, a la enésima visita al Museo
del Prado —que adoraba— o a un curso sobre surrealismo dirigido por Antonio
Bonet Correa en la Universidad Internacional Menéndez Pelayo —su participación
fue legendaria—. A pesar de los años, la curiosidad de Mallo seguía
inquebrantable. Sorprendía la poderosa vitalidad de esa mujer noctámbula e
insomne: “Querida, llevo 36 horas militando”, repetía en larguísimas
conversaciones telefónicas hasta altas horas de la madrugada.
En los setenta había sido invitada de honor a las muestras de la madrileña
Galería Multitud, la primera en apostar por la vanguardia en una ciudad que
presentía cambios. En ella, Mallo representaba la constatación última de que el
mundo no terminaba necesariamente en Atocha, tal vez porque su lugar y su
tiempo eran cosmopolitas por definición, desde París a Buenos Aires, Punta del
Este o Nueva York.
Amiga de Ortega y Gasset, André
Breton, Ramón Gómez de la Serna —autor de la primera biografía de la artista,
en la que la calificaba de “bruja buena”—, Pablo Neruda, Gabriela Mistral,
Concha Méndez, María Zambrano, Rodolfo Halffter, Victoria Ocampo, Alberto
Sánchez, Benjamín Palencia, Miguel Hernández o Rafael Alberti —con quien vivió una gran pasión, a
pesar de las páginas arrancadas de la biografía del escritor y del poco
reconocimiento hacia Mallo como inspiración de la obra de teatro La pájara pinta, más allá de los figurines y los
decorados—, estar cerca de Mallo era tocar con los dedos esa vanguardia 40 años
escamoteada.
También amiga de dos de los más
ilustres habitantes de la Residencia de Estudiantes, Dalí y Lorca, guardaba de
ellos anécdotas que no hacían sino refrendar lo mítico de aquellos tiempos en
que Madrid, España, fue vanguardista. Si Lorca le había robado un novio al decirle que
parecía un príncipe ruso —el halago lo encandiló, recordaba Mallo entre
carcajadas—, Dalí la definía tajante: “Maruja, eres mitad ángel, mitad marisco”.
Con ellos había vivido aventuras sinsombreristas, muestras de una libertad nada corriente
para una joven gallega que había llegado a Madrid en los años treinta para
matricularse en la Academia de Bellas Artes de San Fernando y que montaba en
bici y se quitaba el gorrito de rigor. Eran historias que tenían mucho de
invisible manifiesto feminista que Mallo compartía con algunas de sus amigas,
como la propia Concha Méndez o Josefina Carabias. Así, en una de sus anécdotas
más conocidas, en una visita a Silos junto a Dalí, Lorca y Margarita Manso —y que tanto le gustaba
recordar a Mallo—, para tener acceso al monasterio las mujeres se pusieron
chaquetas a modo de pantalones. “Aceptaron nuestra entrada en el recinto
sagrado como promotores del travestí a la inversa”.
Quién sabe si la modernidad de Mallo,
presente en su pintura también, fue la que llamó la atención del filósofo José Ortega y Gasset, quien en 1928 la invitó a mostrar
sus trabajos en la Revista de Occidente.
En la exposición organizada en la sede de la publicación despuntaba la pintora
meticulosa, precisa en su técnica y consistente con sus temas, ya apuntados en
una de sus series más conocidas, Las verbenas,
realizada entre 1927 y 1928. Se anunciaban en ella algunos temas fetiche de
Mallo —la ciudad y sus habitantes, las diversiones populares, la pasión por la
velocidad, la simultaneidad de escenas y perspectivas, el cuadro dentro del
cuadro…—, que también se dan cita en las Estampas deportivas o
las Estampas de máquinas y maniquís. En cada pintura, la
artista ejercía un control férreo sobre lo que finge agolparse: “Soy ordenada
sobre todo”, decía.
Los años treinta es el momento
de Cloacas y campanarios, la serie más surrealista de
Mallo. Se expuso en la galería Pierre de París, ciudad a la que llegó en 1932
becada por la Junta de Ampliación de Estudios y donde vivió el tan comentado
encuentro con André Breton, quien llega incluso a adquirir una de sus obras,
tal y como se pudo comprobar en la subasta de la colección del escritor. Los
treinta también fueron el momento de las reflexiones constructivas. En esa
época, el pintor Joaquín Torres García decidió
instalarse en Madrid y reunir a un pequeño y exquisito círculo de artistas
constructivos, entre los que se encuentra Mallo, a quien el uruguayo recuerda
en sus memorias: “Maruja Mallo, que es personalísima”.
El círculo de Torres García, que
frente al resto de la vanguardia no creía en las divisiones férreas entre
figurativo y no figurativo, tuvo una enorme influencia en los trabajos de
Mallo: subrayaron su pasión geométrica, su adopción del segmento áureo y su
meticuloso estudio de la matemática. La pintora es siempre impecable con las
formas en el espacio —tal y como ponen de manifiesto sus cerámicas perdidas— y
obsesiva con los dibujos preparatorios que desvelan las formas camufladas y
precisas debajo de lo que se ve. Ocurre en Sorpresa del trigo (1936),
óleo donde evoca la naturaleza vigorosa, áspera e inesperada que había conocido
en sus paseos con Miguel Hernández por
los campos castellanos y que ella somete a su ojo calculador.
Mallo se llevaría sus lecciones
matemáticas a América. Partió hacia Buenos Aires en 1937, tras sorprenderle la
guerra viajando con las Misiones Pedagógicas. La excusa para marcharse fue una
invitación de los Amigos del Arte de Buenos Aires para dar una serie de
charlas, y la poeta Gabriela Mistral, embajadora en Lisboa en la
época, fue quien le ofreció el salvoconducto necesario para embarcarse. Buenos
Aires se convirtió en su base transatlántica en ese exilio, durante el cual
mantuvo siempre fuertes lazos con España y su familia, en especial con su
hermano: “Yo me carteo con mi hermano Emilio, que tiene farmacia con Nicolás
Urgoiti y van a fundar un laboratorio”, escribe al escultor Jorge Oteiza en una
carta del 29 de julio de 1957.
Desde Buenos Aires, acogida y
protegida por sus muchos amigos influyentes, aprovechó las oportunidades de
conocer lugares impensables para la España de esos años: Punta del Este,
Valparaíso, Nueva York… No, nunca hubo miserias en su exilio. Y si las hubo, no
se habló de ellas. Allí desarrolló su exquisito control sobre la pintura: creó
murales como el del cine Los Ángeles de la capital argentina, perfectas
geometrías como las de las series Naturalezas vivas o La religión del trabajo y asombrosos retratos, una
de las facetas menos conocidas de la pintora pese a encontrarse entre las más
fascinantes.
Precisamente es en los retratos donde se observa su control primoroso
sobre el medio y su interés por el conocimiento, la puesta en escena de una
Maruja Mallo hipnotizada por la variedad de las razas al otro lado del mar que,
con sus pinceles, plasma con exactitud inigualable de trazo. Mallo nunca
sucumbió a la tentación de pintar mal; no sabía hacerlo. Quizá por eso su
producción fue escasa: apenas se conserva poco más de un centenar de óleos
salidos de su mano —que se recogerán en el catálogo razonado en preparación— y
tantos extraordinarios dibujos como los que han aparecido en el archivo de la
artista, entre sus papeles y álbumes de trabajo. Tal vez, por fin, muchos años
después de aquel 1982 en el que se entraba a la primera feria de arte
contemporáneo del brazo de la última vanguardista, el personaje de Maruja
Mallo, célebre por sus amoríos y sus amistades peligrosas, deje paso a la
pintora sólida que fue, quizá precisamente por vivir en libertad.
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