LA
CARRETA
Prólogo
de Wilfredo Penco
Montevideo
2004
QUINCUAGESIMOCUARTA ENTREGA
XIII
(5)
Una noche quemó con sus
ayudantes una damajuana de caña. El viejo Farías se mantenía alerta. Jerónimo
ante la vecindad de las tropas revolucionarias olvidó el agravio de Matacabayo.
Culpó al rubio Carlitos, que los tenía en jaque con la obsesión de las mujeres.
Por fin, los residuos
de los fogones eran recientes. Matacabayo anunció la víspera del encuentro.
Vieron frescas huellas de carretas -sin duda del parque revolucionario- y el
rastro salpicado de las caballerías.
Carlitos no se había
dejado ver en la Picada. No bien rumbearon las carretas, cortó camino por las
cuchillas y en unos cardales primero, y más tarde entre los marcos divisorios,
tuvo fugaces encuentros con paisanos rebeldes de uno y otro bando, huidos de
los rancheríos dispuestos a vivir a monte, a campo abierto. El gaucho perdido y
el chúcaro que se esconde; el que no quiere pelear por ninguna causa, pero
capaz de hacerse matar por un sobrepuesto cojinillo; el rebelde porque sí, el
montaraz atento a la aventura. Por ellos supo que iban a ser derrotados los
revolucionarios, y que la treta consistía en dejarlos entrar en el país para
exterminarlos. Por el último rebelde que descubrió en un abra mirando el río,
uno que lo creyó del gobierno y le apuntó con su revólver, supo más que por los
restantes. El caudillo revolucionario, que días antes había cruzado la
frontera, creíase seguro en su tierra. Esperaba víveres, pólvora y caballadas,
y marchaba al encuentro de la tropa de carretas.
Carlitos sabía con toda
certeza dónde se hallaban Matacabayo y los suyos. Los había seguido a la
distancia con la misma ansiedad, creyendo ver en la carreta solitaria, asomada
tristemente a la huella, a una mujer que bien podía ser su novia. A lo lejos,
allá por las cuchillas, azuladas al atardecer, y entre los arreboles
crepusculares, la carreta de Matacabayo aparecía magnificada. Alta presencia en
la desolada inmensidad.
Luego, la noche se le
escamoteaba, hasta que las primeras luces volvían a ofrecérsela trepando las
sierras.
Y una tarde anubarrada,
gris en el cielo y verde húmedo por los valles, se dibujó en el horizonte la
caballería gubernista, batallón disciplinado empenachando los cerros. La
caballada pareja, la línea de hombres recortada en el cielo, marchando en fila,
indicaba a las claras que eran tropas del Gobierno. Seguían lentamente al
encuentro de la noche que manaba de los cerros. El rubio enamorado echó pie a
tierra bajo unos espinillos ardientes de intemperie. Ató su caballo y aguardó su
suerte.
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