LA EVANGELIZACIÓN SEGÚN SAN PABLO
por Marc Radstoin
(LA CIVILTÀ CATTOLICA / 10-12-2021)
San Pablo es el apóstol por excelencia. Cuando se
piensa en la evangelización y en la vida misionera, se piensa en él. Hombre de
grandes ciudades, vivió en las capitales de la provincia oriental del Imperio
romano (Éfeso, Corinto, Antioquía, Tesalónica). Nació en plena diáspora y se
estableció en Jerusalén para realizar sus estudios como fariseo. Noble judío de
nacimiento, recibió como formación lo mejor que la cultura judeo-helenística
podía ofrecerle. Fue primero un perseguidor de los cristianos y un hombre
«irreprochable» según la ley de Moisés (cfr Fil 3,6), y se
convirtió luego en cristiano hacia los años 33-34.
En los Hechos de los Apóstoles Lucas
nos refiere tres cosas que Pablo mismo no nos dice. En primer lugar, que era de
Tarso. El nivel cultural de Pablo está en sintonía con su ciudad de origen.
Pablo pertenecía a una familia acomodada. En la capital de Cilicia, ciudad
universitaria con escuelas filosóficas florecientes, recibió una excelente
formación helenística, que incluía el conocimiento de la retórica y de los
elementos fundamentales de la cultura griega.
En segundo lugar, gracias a su familia era
ciudadano romano de nacimiento, algo raro en esa época. Más adelante, Pablo
escribirá a los Corintios: «[Dios] escogió a los que el mundo tiene por
insignificantes, a los que trata con desprecio, a aquellos que nada valen» (1
Cor 1,28). Esto es cierto para la mayor parte de los Corintios, pero
Pablo, por su familia, su educación y su formación intelectual, pertenecía a la
élite del Imperio.
En tercer lugar, Lucas nos cuenta que inicialmente
Pablo se llamaba «Saulo», pero, curiosamente, no nos da el motivo del cambio de
nombre (cfr Hch 13,9). En ese tiempo muchos judíos tenían dos
nombres: uno lo usaban dentro de la comunidad y el otro para el mundo no judío.
¿Sería Saulo el nombre judío de Pablo? Este era un nombre poco frecuente entre
los judíos de entonces, que preferían los nombres de la dinastía asmonea[1]. ¿Quién podría haber dado el nombre de «Saulo» a su propio hijo, si no
uno que pertenecía a una familia para la que este gesto sería un signo de
prestigio, pues formaba parte de la tribu de Saúl? Ahora Pablo nos dice: «yo
también soy israelita, descendiente de Abrahán, de la tribu de Benjamín» (Rm 11,1).
Así, es muy probable que el benjamita Saulo se llamara Pablo en el contexto
greco-latino.
Es, pues, este judío fariseo de la diáspora helenística, este ciudadano
romano de la tribu de Benjamín, a quien Cristo eligió para ser el evangelizador
por excelencia. Lo que Pablo nos enseña con su vida y con sus palabras
constituye el marco fundamental de toda evangelización.
No hay evangelización sin una experiencia personal
de Cristo
«Y lo que ahora vivo en esta condición humana lo
vivo por la fe en el Hijo de Dios, que me amó y se entregó por mí» (Gal 2,20).
El principal acontecimiento en la vida de Pablo fue el encuentro con Cristo en
el camino de Damasco. Nos habla de su experiencia sin decirnos el lugar, y
apenas refiere algo sobre el contenido. Unos veinte años después escribirá a
los Gálatas: «El Evangelio que yo les anuncio no es invento humano, porque no
lo recibí ni lo aprendí de ningún hombre, sino por revelación del mismo
Jesucristo. […] Pero cuando Dios, que me eligió desde antes de nacer y me llamó
por su gracia, quiso revelarme a su Hijo para anunciarlo a los no judíos».
Sorprende que Pablo use el lenguaje de los profetas – como el de Jeremías, por
ejemplo – cuando habla de su propia llamada. La misión de anunciar el Evangelio
a las naciones es inseparable de su descubrimiento personal de Cristo. La
comunión con Cristo estará, a partir de ese momento, en el centro de su vida
espiritual.
No sabemos con precisión lo que el Apóstol vivió, y
este, además, es muy discreto. Sin embargo afirma: «¿No soy libre? ¿No soy
apóstol? ¿Acaso no he visto a Jesús, nuestro Señor? ¿No son ustedes el fruto de
mi trabajo en el Señor? Si para otros no soy apóstol, sin duda lo soy para
ustedes» (1 Cor 9,1-2). Como privilegio excepcional, fue concedido
a Pablo, que no había conocido a Jesús según la carne, verlo resucitado[2]. Cristo eligió a un perseguidor que no había vivido con él para
convertirlo en su mensajero.
Todo cristiano y, a fortiori, todo
evangelizador, está llamado a vivir lo que vivió Pablo. Se trata de realizar un
encuentro personal con Cristo y de poder hablar de él en primera persona. Pablo
es, ante todo, un hombre apasionado por Cristo, feliz de reproducir en su carne
las pruebas de Cristo, para que esto lo acerque al Señor: «Que en adelante
nadie me cause más preocupaciones, pues me basta con llevar en mi cuerpo las
cicatrices de Jesús». Encontrar a alguien por quien valga la pena morir
significa reencontrarse con Jesús (cfr Fil 1,21-25).
En su fe, el Apóstol se proyecta en Jesús: no solo
en Cristo, el Mesías, Verbo eterno de Dios, sino en Jesús hombre,
nacido de mujer (cfr Gal 4,5). Cristo no es una persona
anónima o un simple código teológico: es el propio Jesús de Nazaret. Pero no es
indispensable haber conocido a Jesús antes de su pasión: «Así que desde ahora
ya no valoramos a nadie con criterios humanos. Y si alguna vez valoramos así a
Cristo, ahora ya no lo hacemos» (2 Cor 5,16).
Pablo comparte con nosotros un aspecto fundamental.
Como él, nosotros no conocimos a Jesús según la carne, pero estamos llamados a
conocerlo en el Espíritu. Pablo es el eslabón de una cadena que nos une a los
Doce. Es un apóstol como ellos, pero, como nosotros, no conoció a Jesús según
la carne. Pablo nos enseña que el evangelizador es, ante todo, el que ha
percibido de alguna manera la gloria que resplandece en el rostro de Cristo
(cfr 2 Cor 4,6). Este camino está abierto para todos.
No hay evangelización sin el trabajo de la
inteligencia
«Cuando estoy en la comunidad, prefiero pronunciar
cinco palabras con sentido para instruir a los demás que diez mil en un
lenguaje incomprensible» (1 Cor 14,19). Mientras anuncia el
Evangelio, Pablo intenta razonar. No se contenta con proclamar el kerigma.
Busca el por qué, en base a las escrituras, el Mesías debía sufrir
y resucitar; trata de argumentar. Desarrolla ampliamente los motivos de la
credibilidad de la resurrección (cfr 1 Cor 15). Explora las
Escrituras, que conoce en profundidad, para aclarar el misterio según el cual
una gran parte de Israel rehusó reconocer en Jesús al Mesías prometido
(cfr Rm 9-11).
Estos textos son los que más se utilizan en la
liturgia y dan a veces a Pablo la reputación de teólogo austero y complicado.
Pero tienen el mérito de mostrar cómo este aprovecha todos sus recursos de su
fe judía y de su cultura filosófica y retórica para exponer sus argumentos.
Puede suceder que mencione signos de poder y las curaciones que acompañaron sus
predicaciones (cfr Rm 15,19; 2 Cor 12,12),
pero estos signos no lo eximen de razonar, y habla de ellos lo menos posible.
Pablo prefiere mencionar las virtudes comunes: la
constancia y la perseverancia frente a las persecuciones. Lo que pone de
manifiesto no son tanto sus experiencias místicas (aun cuando son
extraordinarias, 2 Cor 12,4), como sus experiencias de
sufrimiento, muy concretas. Lleva en su cuerpo las marcas de los sufrimientos
de Cristo (cfr Gal 6,17). Estos «estigmas» son la demostración
de su autenticidad apostólica. Pablo trata de convencer, pero sabe que, a fin
de cuentas, lo que toca el corazón de los hombres no es su elocuencia, sino
Dios mismo.
El Apóstol pone al servicio del Evangelio todas sus competencias, toda
su inteligencia, incluso sabiendo que no debe confiarse. Sabe, además, que la
palabra del Evangelio suscita resistencias profundas; que los hombres son
capaces de recurrir a todo tipo de coartadas y violencias con el fin de no
convertirse, de no tener que cambiar de vida, y que las persecuciones no
representan una situación anómala o extraña para el misionero.
El Apóstol no rechaza las manifestaciones de los
carismas. Se beneficia personalmente de ellos y lo dice. Pero llama a sus hijos
en la fe a ejercer un trabajo de inteligencia, para estar disponibles a acoger
a los no creyentes (cfr 1 Cor 14,6.14-20). Tiene confianza en
las capacidades de la razón humana, en el hecho de que las Escrituras deben ser
interpretadas, que el Señor llama a la inteligencia, pero al mismo tiempo es
completamente consciente de los límites de toda argumentación.
Y para no olvidar los límites de la razón y de la
inteligencia, presenta el misterio de la cruz – el lugar en el que la maldición
aparente se revela bendición, la locura de Dios sabiduría, en el que la
debilidad e impotencia radical son signos de la fuerza y del poder de Dios,
donde la pobreza de Cristo es don de su riqueza – recurriendo a paradojas
sorprendentes (cfr Gal 3,13; 2 Cor 8,9). La
cruz deja al desnudo lo que no es deducible, lo que es realmente inaudito. El
Apóstol nos enseña que el misionero no puede prescindir de la inteligencia,
pero debe al mismo tiempo saber reconocer los límites.
No hay evangelización sin colaboración y sin
amistad
«Y para eso les envío a Timoteo, mi querido y fiel
hijo en el Señor, quien les recordará mi modo de vivir en Cristo Jesús» (1
Cor 4,17). Pablo es considerado a menudo como un teólogo solitario, un
hombre excepcional. Pero esto implica olvidar sus grupos apostólicos, que para
él eran muy importantes. El Apóstol era un formidable «tejedor de redes». Casi
nunca estuvo solo, y cultivó amistades extraordinarias que resistieron el paso
del tiempo. Gracias a sus hijos espirituales, convertidos en colaboradores y
luego amigos, su memoria pudo conservarse. Frecuentemente escribe junto a sus
colaboradores: «Pablo, Silvano y Timoteo a la comunidad de los tesalonicenses»
(1 Ts, 1,1). Pablo los incluye en su misión y le importa recordarnos
cuál es su papel. A menudo los elogia y comparte con ellos su propia autoridad.
Pablo conserva una relación exclusiva con la
comunidad que ha fundado. Él mismo dice que evangelizó solo donde nadie había
estado antes. (cfr Rm 15,20). En sus cartas no duda en
recurrir a metáforas de la maternidad para describir su propio rol: «Hijos
míos, por quienes de nuevo sufro dolores de parto hasta que Cristo sea formado
en ustedes» (Gal 4,19). El verbo «parir» se usa normalmente cuando
se habla de las mujeres, mientras que cuando se habla del hombre se usa
«engendra». En este pasaje tan sufrido, Pablo destaca la profunda relación
afectiva que lo une a los Gálatas, que no lo rechazaron cuando estaba débil
como un niño enfermo. Cuando estaba como un niño, estos supieron amarlo como
una madre. Algunos años después, Pablo declara que los ama como una madre,
pariéndolos de nuevo.
¡«Parir» es doloroso! Pablo sufre cuando se entera
de que los Gálatas están a punto de renegar de aquel de quien recibieron la fe.
Por lo tanto, tiene que parirlos de nuevo, darles a ellos nuevamente la vida de
Cristo. Abandonar sus enseñanzas sería, de hecho, renegar de Cristo (cfr Gal 5,4).
El Apóstol recurre a la metáfora de la madre porque no quiere invocar la fuerza
de su propia autoridad apostólica, prefiere destacar la fuerza de su amor
maternal, un amor nacido del dolor y dispuesto a superar todos los obstáculos:
«Tampoco hemos buscado honores humanos, ni los de ustedes ni los de nadie,
aunque como apóstoles de Cristo hubiéramos podido imponerles nuestra autoridad.
Al contrario, fuimos cariñosos con ustedes, como madre que cuida a sus hijos.
Tanto los queríamos que estábamos dispuestos a darles no solo el Evangelio de
Dios, sino incluso nuestra propia vida. ¡A tal punto llegaba nuestro amor!» (1
Ts 2,6-8).
Pablo fue un hombre extraordinariamente leal en la
amistad: Tito, Timoteo, Silvano, Prisca y Áquila, Aristarco fueron sus amigos
(cfr Rm 16). Jesús tenía sus Doce, Pablo tenía su comunidad. Y
algunos estaban dispuestos a dar su vida por él: en Éfeso, al parecer, los
esposos Prisca y Áquila arriesgaron sus vidas para salvarlo (cfr Rm 16,3-4).
Pablo estaba incluso a punto de morir: «¡Hermanos! No queremos que desconozcan
el sufrimiento que pasamos en la provincia de Asia, que nos abrumó por encima
de nuestras fuerzas hasta casi perder la esperanza de continuar con vida» (2
Cor 1,8).
El Apóstol estaba muy consciente de poseer el
carisma de hacer nacer la fe en los corazones de los hombres. Suscitar en otro
una relación personal con Cristo era su modo de engendrar. Por eso puede
escribir a Filemón: «Te suplico por mi hijo Onésimo, a quien engendré entre
cadenas» (Flm 1,10). Muchos siglos después, Francisco Javier, que
había alcanzado una fe personal con Cristo gracias a Ignacio de Loyola,
escribirá a este último desde la India: «Mi único Padre en las entrañas de
Cristo». Pablo nos enseña a vivir la evangelización como un trabajo de equipo y
a no separar la afectividad de la evangelización.
No hay evangelización sin una solidaridad concreta
«La ministración de este servicio no solamente
suple lo que a los santos falta, sino que también abunda en muchas acciones de gracias
a Dios» (2 Cor 9,12). La posición de quien ha arriesgado todo por
anunciar la fe explica también el hecho de que el Apóstol se preocupe de que
sus comunidades entren en contacto entre sí, se conozcan, recen los unos por
los otros y expresen concretamente su comunión con ayudas financieras. La
comunión espiritual no puede estar separada de la comunión material.
Pablo invierte mucha energía en estos problemas
financieros. El Apóstol decide dirigirse a Jerusalén para ofrecer el fruto de
años de colectas para los hermanos de esa ciudad, como explica a los Romanos:
«Por el momento voy a Jerusalén a servir a los santos, ya que los de Macedonia
y Acaya decidieron hacer una colecta para los pobres que hay entre los santos
que viven en Jerusalén. Así ellos lo decidieron y en cierto sentido se lo
debían, pues si los no judíos se beneficiaron de los bienes espirituales de los
judíos, es justo que les retribuyan con bienes materiales» (Rm 15,25-27).
El Apóstol corre un gran riesgo, porque su reputación no siempre es buena entre
los judíos y buena parte de los cristianos de origen judío (cfr Hch 21,21).
Sin exagerar, se puede decir que dio la propia vida por la comunión concreta
entre las Iglesias.
Desde el inicio, la repartición concreta de los
bienes es, para Pablo, parte de la naturaleza misma de la Iglesia. La
universalidad de la Iglesia se traduce en compartir los bienes: Jesús murió por
todos. Por eso la colecta a favor de los hermanos expresa un elemento esencial
de lo que es la Eucaristía. Es imposible recordar a Cristo sin acordarse de los
pobres, de los santos que están en Jerusalén, de los cristianos que viven en
comunidad que son menos ricos que los de Corinto o Tesalónica. Por otra parte,
incluso los pobres necesitan dar de igual forma con generosidad (cfr 1
Cor 16,1-4).
En las conclusiones de la Primera Carta a los Tesalonicenses, Pablo
recuerda ciertas instrucciones que había dado a los Gálatas muchos años atrás.
La colecta en favor de Jerusalén es, por tanto, un antiguo proyecto y alcanza
una suma considerable. El Apóstol también dice que enviará algunos hombres
elegidos por ellos, premunidos de cartas, pero que en principio no cree que
deba ir a Jerusalén en persona.
Toda la teología que Pablo expone en la Carta a los Romanos tiene su
correspondencia en el intercambio de bienes materiales. La colecta muestra con
hechos que los cristianos de origen pagano están en perfecta comunión con los
de origen judío. Pablo está orgulloso de este esfuerzo financiero. La colecta
es la garantía financiera de su ambición religiosa y comunitaria: los
paganos-cristianos son cristianos de pleno derecho y no de segundo grado. Todos
participan del mismo Cristo en el que están bautizados. Y todos están unidos
por la misma promesa, puesto que recibieron el mismo espíritu.
Así, la colecta es como un sacramento, la
manifestación visible y tangible de una comunión espiritual. Esta liberalidad
corresponde a la generosidad de Cristo, y Pablo no duda en poner en el mismo
plano esta colecta y el don de Cristo mismo (cfr 2 Cor 8,1-10).
El verdadero motivo de la colecta es, por tanto, cristológico. No se trata de
una simple ayuda caritativa, sino de un intercambio significativo en el plano
teológico. El Apóstol nos enseña que la solidaridad económica es un elemento
indispensable de la comunión entre la Iglesias.
No hay evangelización sin comunión con Pedro
«Subí motivado por una revelación y, en
conversación privada con los principales dirigentes, les presenté el Evangelio
que anuncio a quienes no son judíos, no sea que, al inicio como ahora, me esté
esforzando inútilmente» (Gal 2,2). Pablo estaba animado por un
profundo compromiso apostólico para lograr la comunión entre todas las
Iglesias. Impresiona su experiencia personalísima de Damasco, contada tres
veces por Lucas: una realidad ciertamente relevante, porque el Apóstol la evoca
muchas veces, aunque solo implícitamente. Pero no se puede olvidar que quiso
apasionadamente lograr la comunión con Cefas y Jerusalén.
El proyecto de colecta que expresa la solidaridad
entre todas las Iglesias, que recordamos más arriba, fue discutido ante todo
con Cefas (cfr Gal 2,9-10). Pablo nunca fue un cristiano que
vivió solo. Fue acogido y catequizado en comunidades concretas que estaban en
comunión con los apóstoles, especialmente en Antioquía, y escuchó algunos
relatos sobre Jesús. Pablo cita las tradiciones que recibió de quienes se
convirtieron al cristianismo antes que él (cfr 1 Cor 15,3). Da
consejos al apóstol Apolo, pero no quiere imponerle nada (cfr 1
Cor 16,12).
Pablo nunca quiso actuar solo y ser un misionero
jefe de su pequeña comunidad. Al contrario, quiso que «sus» Iglesias estuvieran
en comunión entre sí y con la Iglesia madre de Jerusalén y con los apóstoles:
«subí de nuevo a Jerusalén […] no sea que, al inicio como ahora, me esté
esforzando inútilmente» (Gal 2,1.3).
Para el Apóstol la solidaridad entre cristianos es el signo concreto de
pertenencia a un mismo cuerpo. Esta se realiza ciertamente con las oraciones de
unos por otros, la acogida de todos, y sobre todo cuando los más «fuertes» en
la fe cuidan de los más débiles, pero también con una solidaridad material de
orden financiero. Incluso las vastas Iglesias locales, deben saber que
pertenecen a una familia más grande. Pedro tiene un papel fundamental en esta
solidaridad intraeclesial.
Pablo fue el hombre de la comunión: comunión entre las Iglesias,
comunión entre las personas, comunión entre los paganos-cristianos y los
judíos-cristianos. Quien había gozado de una revelación única y directa de
Cristo nunca quiso romper la comunión con Pedro.
Él, que afirmaba que no había recibido el Evangelio
de ningún hombre, decía también que, si Cefas lo hubiera rechazado se habría
esforzado «inútilmente». La afirmación es fuerte. ¿Todos los bautizos gracias a
su predicación, todos estos signos de poder, habrían sido realizados, pues, en
vano? No se puede ser misionero y testigo de Cristo sin estar en comunión con
Cefas. Esto explica por qué Pablo, que inicialmente pensó no dirigirse a
Jerusalén por la colecta, finalmente decidió ir: «Por el momento voy a
Jerusalén a servir a los santos» (Rm 15,25). La comunión con Pedro
tendrá para él una importancia decisiva.
El Apóstol nos recuerda así la actitud de San
Ignacio, quien también había tenido visiones místicas en Cardoner, en España:
«muchas veces he pensado en mí mismo: si no hubiese Escritura que nos enseñase
estas cosas de la fe, yo me decidiría a morir por ellas, solamente porque lo he
visto»[3]. Sin embargo, Ignacio fue a Roma y no quiso esforzarse inútilmente sin
el acuerdo con Pedro. Pablo nos enseña su inmensa libertad de apóstol unido a
Cristo, rechazando hasta el final ser separado de Pedro.
No hay evangelización si no se reconoce la
sabiduría humana
«Hermanos, tomen en cuenta todo cuanto hay de
verdadero, noble, justo, puro, amable, honorable, virtuoso y digno de elogio» (Fil 4,8).
En el centro de la enseñanza moral de Pablo hay una tensión fundamental que
atraviesa todo el Nuevo Testamento. Por un lado, considera que podemos hablar
del bien y del mal con cualquier hombre, sea cual sea su fe. En lo esencial,
Pablo no habla un lenguaje diferente de aquel de la sabiduría griega,
especialmente de la filosofía popular estoica. Por otro lado, recomienda no
conformarse con las costumbres de los paganos. El cristianismo es un fermento
profético que rechaza entrar en una lógica de secta. Así, el Apóstol se sitúa
en la correcta vertiente de una parte del judaísmo alejandrino, y, por otra
parte, adhiere a las consideraciones positivas que Jesús expresa respecto de la
capacidad de la sabiduría humana.
Sí, existe el mal en el mundo, la oscuridad, hay un
«dios de este mundo» (2 Cor 4,4), que es Satanás. Existe el pecado
y hay hostilidad contra Dios. Pablo lo sabe y lo dice. Llama a los cristianos a
mantenerse alejados de una generación adúltera y corrupta: «Hagan todo sin
murmurar ni discutir, para que sean íntegros y sin tacha, irreprochables hijos
de Dios en medio de una generación perversa y depravada en la cual resplandecen
como estrellas en el mundo al mantener con firmeza la Palabra de vida» (Fil 2,14-16).
Pablo insiste en esta dimensión de ruptura con el
«mundo» y su mentalidad, y llama a rechazar la cultura de la inmoralidad, sobre
todo sexual, del mundo greco-latino (cfr Ts 4,2-6). El
elemento de la castidad y de la continencia era fundamental para los primeros
cristianos y contrastaba con la laxitud del mundo greco-latino. A veces el
lenguaje de Pablo se acerca al del Qumrán: «No se asocien con incrédulos,
porque estas son uniones desiguales. Pues, ¿qué relación hay entre la justicia
y la maldad? ¿Qué comunión existe entre la luz y las tinieblas? ¿Qué armonía
puede haber entre Cristo y Beliar?» (2 Cor 6,14-15). Pero el
Apóstol nunca renuncia al diálogo con todos los que están fuera de la
comunidad: ellos también fueron creados por Dios.
De esta forma, mantiene unidas entre sí una teología
de la creación y una teología de la redención. Por un lado, reconoce que a
menudo parece que el mundo es presa del pecado y que hay un «príncipe de este
mundo». En esta lógica, habría que tomar distancia del mundo, criticar todo lo
que, en este mundo, es signo del pecado, incluso reconociendo que el mundo está
presente también en nosotros. De ahí la necesidad de renovar nuestro modo de
pensar: «Y no se acomoden a este mundo, al contrario, transfórmense mediante la
renovación de la mente, para que puedan discernir cuál es la voluntad de Dios,
lo que es bueno, agradable y perfecto» (Rm 12,2).
Por otro lado, Pablo, como Jesús, piensa que el
mundo fue creado por Dios y que todos los seres humanos tenemos una conciencia
creada por Dios, que nos provee de una noción del bien y del mal. Todos los
hombres, cualquiera sea su fe, tienen algo en común. El Apóstol invita, pues, a
abrirse a todos los hombres: «No sean ocasión de caída para judíos, ni para
griegos, ni para la Iglesia de Dios. Actúen más bien como yo, que procuro el
mayor bien para todos en todas las cosas, sin buscar mi propio interés, sino el
de la mayoría, a fin de que se salven» (1 Cor 10,32-33).
Se trata de estar dispuestos a dar cuenta de la fe
utilizando todos los recursos de la cultura y de la filosofía, incluso sabiendo
que lo que realmente puede hacernos capaces de ver el mundo con los ojos del
Evangelio es el encuentro personal con Cristo. Pablo concilia el respeto del
mundo y de cada ser creado a imagen de Dios, con la denuncia profética del
pecado del mundo. De este modo se sitúa en línea con Jesús. En efecto, Cristo
considera positivo el ser alabado por los hombres, cuando dice: «Brille la luz
de ustedes delante de los demás, para que, viendo sus buenas obras, den gloria
al Padre de ustedes que está en los cielos» (Mt 5,16); pero, al
mismo tiempo, afirma: «¡Ay de ustedes cuando toda la gente los alabe, porque
los antepasados de esa gente trataban de la misma forma a los falsos profetas!»
(Lc 6,26).
Pablo vivió esta tensión constitutiva del
Evangelio. Se trata de darse todo a todos, intentando convencer y tocar el
corazón y la razón. Si el apóstol es escuchado, tanto mejor. Si no es
comprendido, es decir, perseguido o ridiculizado, debe recordar el ejemplo de
Cristo: «Procure cada uno agradar a su prójimo buscando su bien y su
edificación. Porque tampoco Cristo buscó su propio agrado, sino, como dice la
Escritura: “Los insultos de los que te insultaban cayeron sobre mí”» (Rm 15,2-3).
El pecado del mundo no impide al apóstol captar la bondad de la creación.
No hay evangelización sin oración y perseverancia
«Les ruego, hermanos, por nuestro Señor Jesucristo
y por el amor del Espíritu, que luchen conmigo pidiendo a Dios por mí» (Rm 15,30).
Pablo era un hombre de oración constante y concebía su vida como una vasta red
de intercambios de oración. La oración de sus hermanos lo consolaban, lo
fortalecían y constituía una ayuda para su vida apostólica, y él, a su vez,
rezaba por ellos.
Dios favorece la comunión, y el Apóstol espera que
las oraciones le permitan volver a ver a sus amigos y colaboradores: «Espero
que, mediante sus oraciones, Dios me conceda estar con ustedes» (Flm 22).
La vida de sus comunidades alimenta su oración: «¿Qué mejor retribución a
nuestro Dios que la acción de gracias por ustedes y por toda esa inmensa
alegría que nos causan ante él? ¿Y cómo no orar con insistencia, noche y día,
para verlos de nuevo personalmente y completar lo que falta a su fe?» (1
Ts 3,9-10). La oración de Pablo no consiste en revivir con nostalgia
sus experiencias místicas pasadas, sino más bien en acordarse de sus hermanos
en la fe: «Cada vez que me acuerdo de ustedes doy gracias a mi Dios, y siempre
que ruego en mi oración por todos ustedes lo hago con alegría» (Fil 1,3-4).
Su oración estaba hecha de rostros, y de rostros amigos.
Pablo fue el hombre de la perseverancia (hypomonē).
Este es un término clave de su vocabulario. Es difícil de traducir, podría ser:
coraje, constancia, resistencia, paciencia.
En el término «paciencia» hay un aspecto pasivo,
que no expresa la unión del coraje y las acciones que permiten resistir en la
dificultad. El término «perseverancia» es mejor: «Pero no solo estamos
orgullosos por esto, sino también por los sufrimientos, pues sabemos que el
sufrimiento produce perseverancia; la perseverancia, virtud probada» (Rm 5,3-4).
La tribulación acrecienta la perseverancia.
Esta es la experiencia y la íntima convicción de
Pablo, como escribe al final de la Carta a los Romanos: «Que el Dios de la
constancia y del consuelo les conceda tener, conforme a Cristo Jesús, los
mismos sentimientos unos con otros» (Rm 15,5). Dios mismo es
constante y perseverante, al aceptar los obstáculos de la libertad humana que
se rebela contra su plan de salvación. Perseverar significa que la tribulación
nunca tendrá la última palabra. Al haber sido creado a imagen de un Dios
perseverante y fiel, el ser humano es capaz de fidelidad y perseverancia.
La perseverancia caracteriza al evangelizador. Esta
es la primera cosa que destaca Pablo cuando escribe a los Corintios, para
defenderse, ante ellos, de los que irónicamente llama «súper-apóstoles»:
«Siempre hemos demostrado ser ministros de Dios, sin nunca desfallecer en medio
de sufrimientos, necesidades, angustias, golpes, cárceles, motines, fatigas,
noches sin dormir y días sin comer» (2 Cor 6,4-5). La oración de
Pablo tiene las dimensiones del mundo y en ella todas las comunidades tienen un
rol decisivo. Como la de Cristo, su oración está dirigida a la salvación de los
hombres, a la vida de los creyentes. Aunque el Apóstol afirma que es feliz en
todas las circunstancias, también vive momentos de desolación: «¡Hermanos! No
queremos que desconozcan el sufrimiento que pasamos en la provincia de Asia,
que nos abrumó por encima de nuestras fuerzas hasta casi perder la esperanza de
continuar con vida» (2 Cor 1,8).
Pablo reza apostólicamente, reza para que sus hijos
sean fieles de verdad: «La oración de Pablo se alimenta de su actividad
misionera, de las noticias que recibe de las comunidades, de sus proyectos
apostólicos; en suma: de lo que él mismo llama “la diligencia de todas las
Iglesias”»[4]. Pero el Apóstol no solo reza por los cristianos. Reza también por su
pueblo, el pueblo de Israel, como dice a los Romanos: «Hermanos, el deseo de mi
corazón, y así se lo pido a Dios, es que los israelitas reciban la salvación.
Doy testimonio a su favor de que buscan con fervor a Dios, aunque no según un
conocimiento adecuado» (Rm 10,1-2). Las cartas de Pablo revelan una
oración incesante y ardiente, que es la oración del evangelizador.
No hay evangelización sin humildad y lucha
espiritual
«Esto no quiere decir que haya conseguido todo esto
o que ya sea perfecto, sino que continúo mi carrera por si logro conquistarlo,
porque para eso fui conquistado por Cristo Jesús. Hermanos, no creo aún haberlo
conquistado» (Fil 3,12-13). Pablo vivió experiencias espirituales
inauditas. En su misión apostólica tuvo éxitos rotundos, al llevar a la fe a
personajes importantes, como Sergio Paulo, el procónsul de Chipre, o Erasto,
tesorero de Corinto. Sin embargo, no le gusta vanagloriarse, y solo se siente
autorizado para hablar cuando se cuestiona su legitimidad de apóstol. Sería una
locura presumir de ello, pero si es necesario recordar lo que ha hecho por
Cristo, no duda en hacerlo. No está preocupado de su honor personal, sino de la
sombra que se proyecta sobre todos los que se convirtieron en creyentes gracias
a él.
Desde el punto de vista espiritual, Pablo, el
creyente, pone en primer plano el don de Dios: su fe es una respuesta, un acto
de gratitud y de reconocimiento. Incluso cuando parece valorar lo que ha hecho,
lo hace solo para recordar que fue Dios quien actuó primero: «Sin embargo, la
gracia de Dios hace de mí lo que soy. ¡La gracia que él me dio no ha sido en
vano! Al contrario, he trabajado más que todos ellos, pero en realidad no se
debe a mí, sino a la gracia de Dios que está conmigo. De cualquier modo, tanto
ellos como yo, esto es lo que proclamamos» (1 Cor 15,10-11). El
Apóstol está orgulloso de lo que ha hecho, pero sabe perfectamente que fue la
gracia de Dios la que le permitió hacerlo.
Por eso está siempre en movimiento. Las gracias
recibidas no lo encierran en el pasado. Todo su camino lo orienta hacia el
futuro. Pablo encarna esta síntesis maravillosa: el creyente vive, al mismo
tiempo, entre la acción de gracias basada en el recuerdo constante de lo que el
Señor ha hecho per medio suyo, y la mirada dirigida hacia la voluntad por venir
del Señor. Años después, los hijos espirituales de Pablo retomarán la imagen de
la carrera para hablar de él: «El momento de mi partida es inminente. He
peleado el buen combate, he concluido la carrera, he conservado la fe» (2
Tm 4,6-7). Pablo estuvo siempre moviéndose, no solo geográficamente,
con su deseo de alcanzar España, sino también espiritualmente.
Pablo enseña al evangelizador – y a todo cristiano
– que, aun cuando se ha tenido una experiencia interior de Cristo, nunca se
termina de estar en camino, de estar en una vía de conversión. Podría pensarse
que el Apóstol se consideró un «converso» después de haber recibido la
revelación de Cristo, tras haber sido raptado místicamente al cielo (cfr 2
Cor 12,2-4). Pues bien, a pesar de los dones carismáticos que recibió
– la profecía, las lenguas, el don de la sanación –, Pablo no creía haber
conseguido ser perfecto. Al contrario, se inclinaba hacia delante (cf Fil 3,10-14).
Lo que recomienda a los Filipenses lo vive personalmente: «En todo caso,
sigamos como lo hemos venido haciendo» (Fil 3,16).
Pablo era un hombre siempre en camino, un
peregrino. No se creía un santo. Al contrario, rezaba sin pausa para progresar,
para que se lo considerase fiel. Según las costumbres judías y cristianas,
multiplicaba los ayunos y las oraciones nocturnas, trataba duramente su propio
cuerpo (cfr 1 Cor 9,27). Como enseña La Ilíada, es
en la lucha que el hombre griego adquiere sus cualidades. En época romana este
ideal no había menguado. La cultura helenística seguía siendo una cultura del
cuerpo y de la fuerza, como muestra la popularidad de los juegos en Grecia y de
las luchas de gladiadores en Roma. El Apóstol menciona varias veces estos
juegos y se compara con los atletas: «Todos los atletas se imponen una dura
disciplina. Ellos lo hacen para llevarse una corona que se marchita, nosotros,
en cambio, una que no se marchita. Por mi parte, yo corro, pero no sin rumbo, y
lucho, pero no dando golpes al aire, sino disciplinando mi cuerpo y
sometiéndolo, no sea que después de haber predicado a otros yo mismo quede
eliminado» (1 Cor 9,25-27).
Pablo miraba al futuro. Sus debilidades no lo desalentaban.
Se consideraba un instrumento frágil y débil que Dios había elegido justamente
para que no se volviera soberbio: «Escogió a los que el mundo tiene por
insignificantes, a los que trata con desprecio, a aquellos que nada valen, para
anular a los que piensan que son algo […]. Por eso me presenté débil, temeroso
y temblando de miedo» (1 Cor 1,28; 2,3). En adelante, nadie podrá
escudarse en su pequeñez y su presunta impotencia para evitar ponerse en
marcha. Pablo nos enseña que todo cristiano, empezando por el evangelizador,
mira hacia delante y no se desalienta, a pesar de las pruebas.
Conclusión
Pablo «el pequeño» se convirtió en Pablo «el gran apóstol», el apóstol
por excelencia. Con toda su inteligencia anunció a Cristo con poderosas paradojas:
el Cristo que en su riqueza se hizo pobre. Pablo lo imitó, dejando de lado
todas sus riquezas humanas, su familia, su origen, los diplomas, el dinero,
para hacerse el humilde siervo de todos. Quiso vivir lo que predicó. De fariseo
experto en las Escrituras, de ciudadano romano y habitante de Tarso, de judío
orgulloso de serlo, se hizo pagano con los paganos, esclavo con los esclavos.
Se abrió a todos, aceptando ser flagelado en las sinagogas, azotado por las
autoridades romanas.
Cristo había muerto por todos (cfr 2
Cor 5,14), y Pablo se dio por entero a todos (cfr 1 Cor 9,22).
El corazón de su teología se refleja en el corazón de su vida y sus
exhortaciones. Basándose en las Escrituras, Jesús solía decir: «Dios humillará
al que se engrandezca y engrandecerá al que se humille» (Mt 23,12).
Pablo vivió hasta el final esta paradoja, que no solo expresa la sabiduría de
la humildad, sino también la opción por la cruz de parte de Cristo. En su vida,
de manera radical, este se rebajó. Se rebajó, pero nunca despreció o negó todo
lo que había recibido. Puso todos sus recursos intelectuales, imaginativos y
afectivos al servicio de su fe en Jesús, el Mesías crucificado y exaltado.
Pablo nos enseña que no se evangeliza sin vivir el Evangelio con un compromiso personal.
Copyright © La Civiltà Cattolica 2021
Reproducción reservada
Cfr J. Ratzinger, Gesù di Nazaret. Vol. II: Dall’ingresso in Gerusalemme fino alla risurrezione, Città del Vaticano, Libr. Ed. Vaticana, 2011, 279. ↑
Ignacio de Loyola, s., «Autobiografía», n. 29. ↑
C. Tassin, L’ Apôtre Paul. Un autoportrait, París, Desclée de Brouwer, 2009, 268. ↑
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