CARSON McCULLERS (1917
– 1967)
LA BALADA DEL CAFÉ
TRISTE
TERCERA ENTREGA
Pasaron cuatro años. No nos detendremos en
ellos, porque fueron iguales unos a otros. Hubo grandes cambios, pero se produjeron poco a poco y por sus pasos: cada
paso tiene poca importancia. El jorobado siguió viviendo con miss Amelia. El
café fue prosperando; miss Amelia empezó a despachar whisky por vasos sueltos,
y se colocaron algunas mesas en el almacén. Todas las noches llegaban
parroquianos, y los sábados se reunía mucha gente. Miss Amelia empezó a servir
cenas de pescado frito a quince centavos la ración. El jorobado la convenció
para que comprara una hermosa pianola. A
los dos años, aquello no era ya un almacén, sino un verdadero café, que se
abría todas las tardes de seis a doce. El jorobado bajaba la escalera por las
noches con un gran aire de suficiencia. Siempre olía un poco a nabizas,
porque miss Amelia le atiborraba mañana y tarde de caldo de verduras para que cogiera fuerzas. Le mimaba de una manera
increíble, pero él no medraba con nada; la comida le engordaba la cara y
la chepa, mientras que el resto de su cuerpo seguía encanijado y deforme. Miss Amelia tenía el mismo aspecto de siempre; entre
semana seguía llevando botas de goma y mono, pero los domingos se ponía un
vestido rojo oscuro que colgaba de su cuerpo del modo más pintoresco. Sin
embargo, sus modales y sus costumbres habían cambiado mucho. Todavía le encantaba
enzarzarse en un pleito bien borrascoso, pero ya se iba volviendo menos feroz
con el prójimo cuando se trataba de embargarle. Como el jorobado era tan
exageradamente sociable, miss Amelia empezó a salir un poco, a funerales y
cosas así. Sus actividades médicas seguían teniendo mucho éxito y su whisky era
mejor que nunca. El café mismo resultaba un buen negocio, y se había convertido
en el único lugar de reunión en muchas millas a la redonda. Así que, de
momento, no concedáis a aquellos años más que unas miradas casuales y fragmentarias.
Ved al jorobado: marcha pegado a los talones de miss Amelia, en una mañana de invierno,
camino de los pinares; van a cazar. Helos aquí, durante las faenas del campo,
en las fincas de miss Amelia: el primo Lymon no mueve un dedo, pero está
siempre ojo avizor para denunciar el menor síntoma de pereza entre los
trabajadores. En las tardes de otoño se sientan en la escalera de atrás y trocean cañas de azúcar. Los días
sofocantes del verano bajan al pantano, donde el ciprés de las marismas tiene
un color verdinegro y hay una luz soñolienta sobre los matorrales. Si el
sendero pasa por un hoyo enfangado o está cortado por un charco de agua
negruzca, ved cómo miss Amelia se agacha
para que el primo Lymon pueda subirse a su espalda; miradlos cómo vadean, con
el jorobado cabalgando sobre los hombros de ella, agarrado a sus orejas
o sujetándose a su frente. Algunos días,
miss Amelia saca el Ford que ha comprado y lleva al primo Lymon al cine de Cheehaw,
a alguna feria distante o a ver una riña de gallos; al jorobado le vuelven loco
los espectáculos. Naturalmente, todas las mañanas están en su café, y durante
muchas horas charlan sentados junto a la chimenea de la sala del piso alto. El
jorobado pasa malas noches; le asusta quedarse solo en la oscuridad.
Tiene miedo de morirse. Y miss Amelia no quiere dejarle a solas con sus temores. Es posible que la instalación del
café tenga también esta causa: sirve para que el jorobado esté
acompañado y entretenido y pase luego mejor la noche. Ya habéis echado un
vistazo a lo que fueron aquellos cuatro
años. De momento los dejaremos estar.
Pero creemos que el
comportamiento de miss Amelia requiere una explicación; ha llegado el momento de hablar de
amor. Porque miss Amelia estaba enamorada del primo Lymon. Esto lo podía ver
cualquiera. Vivían en la misma casa y nunca se les veía separados. Por lo
tanto, según la señora MacPhail, mujer
chata y atareada que se pasa la vida cambiando de sitio los muebles de su sala,
según ella y sus amigas, aquellos dos vivían en pecado. Si de verdad eran
parientes, sólo lo eran en segundo o tercer grado, y ni siquiera eso se podía
probar. Claro que miss Amelia era una mujerona
inmensa, de más de seis pies de altura, y el primo Lymon un enanillo que no le
llegaba a la cintura. Pero eso era una razón de más para la señora MacPhail y
sus comadres, que eran de esa clase de personas que se regodean hablando
de uniones monstruosas y otras aberraciones. Dejémoslas
hablar. Las buenas almas del pueblo pensaban que, si aquellos dos habían
encontrado alguna satisfacción de la carne, era un asunto que sólo les
importaba a ellos y a Dios. Pero todas las
personas sensatas estaban de acuerdo en negar aquellas relaciones. ¿Qué clase
de amor era, pues, aquél? En primer lugar, el amor es una experiencia
común a dos personas. Pero el hecho de ser una experiencia común no quiere decir que sea una experiencia similar para
las dos partes afectadas. Hay el amante y hay el amado, y cada uno de ellos
proviene de regiones distintas. Con mucha frecuencia, el amado no es más que un
estímulo para el amor acumulado durante años en el corazón del amante. No hay
amante que no se dé cuenta de esto, con mayor o menor claridad; en el fondo, sabe
que su amor es un amor solitario. Conoce entonces una soledad nueva y extraña,
y este conocimiento le hace sufrir. No le queda más que una salida,
alojar su amor en su corazón del mejor modo
posible; tiene que crearse un nuevo mundo interior, un mundo intenso, extraño y
suficiente. Permítasenos añadir que este amante no ha de ser necesariamente un
joven que ahorra para un anillo de boda; puede ser un hombre, una mujer,
un niño, cualquier criatura humana sobre la tierra. Y el amado puede
presentarse bajo cualquier forma. Las personas más inesperadas pueden ser un estímulo
para el amor. Se da por ejemplo el caso de un hombre que es ya abuelo que
chochea, pero sigue enamorado de una
muchacha desconocida que vio una tarde en las calles de Cheehaw, hace veinte
años. Un predicador puede estar enamorado de una perdida. El amado podrá ser un
traidor, un imbécil o un degenerado; y el amante ve sus defectos como todo el
mundo, pero su amor no se altera lo más mínimo por eso. La persona más mediocre
puede ser objeto de un amor arrebatado, extravagante y bello como los lirios
venenosos de las ciénagas. Un hombre bueno puede despertar una pasión violenta y baja, y en algún corazón
puede nacer un cariño tierno y sencillo hacia un loco furioso. Es sólo el
amante quien determina la valía y la cualidad de todo amor. Por esta
razón, la mayoría preferimos amar a ser amados. Casi todas las personas quieren
ser amantes. Y la verdad es que, en el
fondo, el convertirse en amados resulta algo intolerable para muchos. El amado
teme y odia al amante, y con razón: pues el amante está siempre queriendo desnudar
a su amado. El amante fuerza la relación con el amado, aunque esta experiencia
no le cause más que dolor.
Ya dijimos antes que miss
Amelia había estado casada. Ahora podemos traer a colación aquel curioso
episodio. Recordad que todo ocurrió hace mucho tiempo, y que fue el único
contacto personal que había tenido miss Amelia, antes de la llegada del
jorobado, con este fenómeno, el amor. El pueblo
era entonces el mismo de ahora; la única diferencia es que había dos tiendas en
lugar de tres, y que los melocotoneros que bordeaban la calle eran entonces más
torcidos y más pequeños. Miss Amelia tenía diecinueve años, y su padre había
muerto meses atrás. En aquel tiempo vivía en el pueblo un mecánico
reparador de telares que se llamaba Marvin Macy. Era el hermano de Henry Macy,
pero no se parecían en absoluto; ya que Marvin Macy era el hombre más guapo de
la región; muy alto, fuerte, con unos ojos
grises de mirar lento, y el pelo rizado. Se desenvolvía muy bien, ganaba buenos
jornales y tenía un reloj de oro que se abría por detrás y se veía un cromo con
unas cataratas. Desde un punto de vista externo y social, Marvin Macy
pasaba por ser un sujeto afortunado: no
estaba a las órdenes de nadie y conseguía todo cuanto se le antojaba. Pero
desde un punto de vista más serio y profundo, Marvin Macy no era un
hombre envidiable, porque tenía un carácter
endiablado. Su fama era tan mala como la del muchacho más perverso de la
comarca, o aún peor. Cuando era todavía un niño, llevaba siempre en el bolsillo
la oreja seca y en salazón de un hombre al que había matado con una navaja de
afeitar en una pelea. Les cortaba las colas a las ardillas del pinar sólo por
divertirse, y llevaba en el bolsillo izquierdo del pantalón matas de marihuana
(prohibida) para tentar a los que andaban deprimidos y propensos al suicidio.
Pero, a pesar de su fama, era el ídolo de numerosas chicas de la región, entre
las cuales había siempre varias muchachitas de pelo limpio y dulces ojos, de
tiernas formas y modales encantadores. Marvin Macy echaba a perder a aquellas
dulces muchachitas. Por fin, a los veintidós años, Marvin Macy escogió a miss Amelia. Aquélla era la mujer que
deseaba, aquella joven solitaria, desgarbada, de extraño mirar. Y no la
quería por su dinero; se había enamorado de ella. El amor cambió a Marvin Macy. Antes de enamorarse de miss Amelia, todos
dudaban que aquel bruto pudiera tener alma y corazón. Pero había una
explicación para su maldad; Marvin Macy había tenido
una infancia muy dura. Había sido uno de los siete hijos de una pareja de
desalmados. Sus progenitores, indignos del nombre de padres, eran unos
jóvenes montaraces que se pasaban la vida
pescando y remando en el pantano. Cada hijo que les nacía (y tenían uno todos
los años) era un estorbo para ellos. Por las noches, cuando volvían a su casa,
se quedaban mirando a los niños como preguntándose de dónde habían podido
salir. Si los niños lloraban, les pegaban, y lo primero que aprendieron
aquellas criaturas en este mundo fue a buscar el rincón más oscuro de la casa
para esconderse bien. Estaban tan delgados que parecían duendecillos blancos, y
no hablaban nunca, ni siquiera entre ellos. Los padres acabaron por
abandonarlos definitivamente, dejándolos a merced delos vecinos. Fue un invierno muy duro; la fábrica estuvo cerrada casi
tres meses y hubo mucha hambre en el pueblo. Pero no vayáis a creer que en este
pueblo dejan que los niños blancos se mueran de hambre por las calles. Pasó lo
siguiente: el mayor de los hermanos, que tenía ocho años, se marchó a
Cheehaw y desapareció; tal vez se metió en un tren de mercancías y se fue a
correr mundo, no se sabe. Los vecinos se hicieron cargo de otros cuatro
hermanitos, que fueron pasando de casa en
casa, y, como estaban delicados, se murieron antes de Pascua. Quedaban Marvin
Macy y Henry Macy, y los llevaron a casa de una buena mujer del pueblo llamada
Mary Hale, que los adoptó y los cuidó como si fueran sus hijos. Los dos
crecieron en aquella casa y recibieron buenos tratos.Pero los corazones de los niños son unos órganos delicados.
Una entrada dura en la vida puede dejarles deformados de mil extrañas
maneras. El corazón herido de un niño se encoge a veces de tal forma que se
queda para siempre duro y áspero como el hueso de un melocotón. O, al
contrario, es un corazón que se ulcera y se
hincha hasta volverse una carga penosa dentro del cuerpo, y cualquier roce lo
oprime y lo hiere. Esto último es lo que ocurrió a Henry Macy, que es tan
distinto de su hermano, pues Henry es el hombre más amable y más sensible del
pueblo: les da su jornal a los necesitados, y en la época del café se quedaba
los sábados por la noche cuidando a los niños cuyos padres se habían ido de
tertulia. Henry Macy es un hombre tímido, y se ve que es de los que tienen el
corazón hinchado y sufren. En cambio, Marvin Macy se volvió descarado, audaz y
cruel. Su corazón
era tan duro como los cuernos del diablo, y hasta que se enamoró de miss Amelia
no hizo más
que dar disgustos y cubrir de vergüenza a su hermano y a la buena mujer que le
crió. Pero el amor transformó a Marvin
Macy. Durante dos años estuvo enamorado de miss Amelia, pero no se
declaraba. Se quedaba a la puerta de su casa, con la gorra en la mano, con los
ojos humildes y suplicantes, de un gris brumoso. Se reformó por completo.
Empezó a portarse bien con su hermano y con su madre adoptiva, aprendió a no
derrochar y ahorraba su salario. Y, lo que es más,
empezó a volverse hacia Dios. Ya no se quedaba recostado en el suelo del
porche, cantando y tocando la guitarra, todo el domingo; iba a la iglesia y a
las reuniones parroquiales. Aprendió buenos modales; se fue acostumbrando a
ponerse en pie y a ceder su silla a las damas, y dejó de decir
palabrotas y de armar camorra y de usar los nombres santos en vano. Pasó por
esta transformación durante dos años, y mejoró su carácter en todos sentidos. Y
al término de los dos años fue una tarde a
casa de miss Amelia, llevando un ramo de flores del pantano, un paquete de
chucherías y un anillo de plata. Aquella tarde se declaró. Y miss Amelia se
casó con él. Más tarde, todo el mundo se preguntó por qué. Algunos dijeron que
se había casado porque deseaba que le hicieran regalos de boda. Otros pensaron
que la culpa había sido de la tía abuela de Cheehaw, que era una mujer
insoportable y regañona. Sea cual fuere la causa, miss Amelia atravesó a
grandes zancadas la iglesia, vestida con el traje de novia de su difunta
madre, que era de seda amarilla, y le quedaba cortísimo. Fue una tarde de
invierno, y el sol, que entraba por las
vidrieras rojas de la iglesia, envolvía a la pareja en una luz extraña.
Mientras les leían las frases sacramentales, miss Amelia estuvo haciendo un
gesto raro: se frotaba la palma de la mano derecha sobre el costado de su traje
de seda. Estaba buscando el bolsillo de su mono y, al no encontrarlo, se
impacientaba y su cara tomaba una expresión aburrida y exasperada. Cuando el pastor les hubo casado y hubo rezado las
oraciones, miss Amelia salió precipitadamente de la iglesia, sin dar el brazo a
su marido, y echó a andar por la calle delante de él. La iglesia no
queda lejos del almacén, así que los novios fueron a pie a su casa. Dicen que
por el camino miss Amelia se puso a hablar
de un trato que había hecho con un granjero para la compra de unas cargas de
leña. La verdad es que se comportó con el novio lo mismo que si hubiera sido un
cliente de los que iban al almacén a buscar whisky. Pero hasta entonces todo
había marchado bien; el pueblo estaba agradecido, porque veía cómo había
cambiado el amor a Marvin Macy, y esperaban
que tal vez reformase también a la novia. Por lo menos contaban con que el
matrimonio amansaría un poco a miss Amelia, con que la engordaría y llegaría a
convertirla algún día en una mujer tratable. Se equivocaron. Los
chiquillos que estuvieron aquella noche curioseando por la ventana contaron todo lo que había pasado: primero, los
novios cenaron unas cosas riquísimas que había preparado Jeff, el viejo
cocinero negro de miss Amelia. La novia repitió de todos los platos, pero el novio
apenas probó bocado. Luego, la novia se puso a hacer lo que hacía siempre: leyó
el periódico, terminó un inventario de las mercancías del almacén, etc. El
novio se quedó en la puerta con cara de tonto, sin que le hicieran caso. A las
once, la novia cogió una lámpara y subió al primer piso. El novio subió detrás
Hasta entonces todo parecía bastante correcto; pero lo que ocurrió después fue cosa
de impíos. No había pasado media hora,
cuando miss Amelia se precipitó escaleras abajo, en pantalones y chaqueta
caqui. Su rostro se había ensombrecido tanto que parecía una negra. Cerró la
puerta de la cocina de un portazo y le dio
una patada tremenda. Luego se fue controlando; atizó el fuego, se sentó y
colocó los pies sobre el fogón. Leyó el Almanaque Agrícola, se
tomó un café y se puso a fumar en la pipa de su padre. Su cara seria,
huraña, había recobrado nuevamente su color natural. De vez en cuando anotaba en un papel algún dato del almanaque. De
madrugada entró en la oficina y destapó la máquina de escribir, que había
comprado hacía poco, y empezó a teclear en ella torpemente. De esta manera
transcurrió su noche de bodas. Cuando amaneció, salió al patio como sino
hubiera pasado nada y se puso a clavar las tablas de una jaula de conejos que
había empezado la semana anterior para vendérsela a alguien. Un recién casado
hace mal papel si no consigue acostarse con su bienamada y lo sabe todo el
pueblo. Marvin Macy bajó aquel día con sus galas nupciales y con mala cara. Cómo había pasado la noche,
sólo Dios lo sabe. Se paseó por el patio mirando a miss Amelia, pero manteniéndose
a distancia. Hacia el mediodía se le ocurrió una idea y salió camino de Society
City. Regresó cargado de regalos: una sortija con un ópalo, un medallón de
esmalte rosa como los que estaban entonces de moda, una pulsera de plata con
dos corazones grabados y una caja de bombones que le había costado dos dólares
y medio. Miss Amelia apenas se fijó en aquellos hermosos presentes; abrió la caja
de bombones, porque tenía hambre, y después miró los otros regalos como
tasándolos... y los puso a la venta encima del mostrador. La noche transcurrió igual que la
anterior, con la única diferencia de que
miss Amelia se bajó su colchón de pluma y lo instaló junto al fogón de la
cocina, y durmió allí como un ángel. Así
estuvieron tres días. Miss Amelia seguía ocupándose de sus asuntos, y se
interesó mucho por la noticia de un puente que iban a construir a unas diez
millas carretera abajo. Marvin Macy todavía iba detrás de ella por la
casa, y se le notaba en la cara cuánto sufría. Al cuarto día hizo una cosa enormemente ingenua: fue a Cheehaw y volvió con
un notario. Entonces, en la oficina de miss Amelia firmó un documento
cediéndole todos sus bienes terrenos, que eran diez acres de bosques maderables
comprados con el dinero que había ahorrado. Miss Amelia estudió cuidadosamente
el documento para asegurarse de que no cabía ninguna posibilidad de engaño y lo
guardó sin decir nada en el cajón de su mesa. Aquella tarde, cuando el sol
brillaba todavía, Marvin Macy cogió una botella de whisky y se fue solo al
pantano; al anochecer volvió borracho, se acercó a miss Amelia con ojos
húmedos y abiertos y le puso una mano en el hombro. Quería decirle algo, pero
antes de que pudiera abrir la boca miss
Amelia le dio un puñetazo en la cara con tanta fuerza que le derribó de espaldas
contra la pared y le rompió un diente. El final de aquel episodio sólo se puede
contar a grandes trazos: después del primer puñetazo, miss Amelia propinó
muchos otros a su marido, siempre que se le ponía a tiro, y siempre que le veía
borracho. Finalmente le echó de su casa, y Marvin Macy se vio forzado a sufrir
en público. Durante el día se quedaba
rondando justo en el limite de las propiedades de miss Amelia, y, algunas
veces, con ojos de loco, cogía su rifle y se sentaba allí a limpiarlo,
mirando fijamente a miss Amelia. Si miss
Amelia estaba asustada, no lo demostró, pero su cara parecía más sombría que
nunca y escupía mucho en el suelo. El último intento estúpido de Marvin Macy
fue trepar una noche a la ventana del almacén y quedarse allí sentado en la
oscuridad, sin un propósito definido, hasta que miss Amelia bajó la escalera a
la mañana siguiente. Aquello hizo a miss Amelia dirigirse inmediatamente al
juzgado de Cheehaw, con la idea de que podría hacerle encerrar en la cárcel por
allanamiento o injuria. Marvin Macy
abandonó el pueblo aquel día, y nadie le vio marchar ni supo adonde se fue. Al
marcharse, echó por debajo de la puerta de miss Amelia una carta larga y
extraña, escrita en parte con lápiz y en parte con tinta. Era una arrebatada
carta de amor, pero contenía también amenazas: Marvin juraba que haría pagar a
miss Amelia todo el daño que le había hecho. El matrimonio de Marvin Macy había
durado diez días. Y el pueblo sintió esa satisfacción especial que siente la
gente cuando le juegan a alguien una mala pasada con medios escandalosos y
terribles. Miss Amelia se quedó con todo lo que había pertenecido a Marvin
Macy: con su bosque maderable, con su reloj de oro, con todo. Pero no
parecía conceder mucha importancia a aquel botín, y cuando llegó la primavera
hizo pedazos la cogulla de Ku-Kux-Klan de Marvin para cubrir sus plantas de tabaco. Así que Marvin Macy no
hizo otra cosa que acrecentar la riqueza de ella y ofrecerle amor. Pero,
aunque parezca raro, ella nunca hablaba de Marvin sin una amargura y un desprecio terribles. Ni una sola vez llegó a
referirse a él por su nombre, sino que le llamaba desdeñosamente «ese
remiendatelares con el que me casé».Y pasado el tiempo, cuando empezaron a
llegar al pueblo rumores horripilantes sobre Marvin Macy, miss Amelia se mostró muy complacida, ya que, liberado de su
amor, se había revelado al fin el verdadero carácter de Marvin Macy. Se
convirtió en un criminal cuyo retrato y cuyo nombre aparecieron en todos los periódicos del estado. Robó en tres surtidores
de gasolina y asaltó los almacenes A. & P. de Society City con una escopeta
serrada. Fue sospechoso del asesinato de Sam Ojos de Chino, un conocido
bandolero. Todos estos crímenes estuvieron relacionados con el nombre de Marvin
Macy, hasta el punto de que su maldad se hizo famosa en muchos países. Al fin la
justicia le capturó, borracho, en el suelo de un refugio de turistas, con su
guitarra al lado y cincuenta
y siete dólares en el zapato derecho. Fue juzgado, sentenciado y enviado al
penal que hay cerca de Atlanta. Miss Amelia sintió una honda satisfacción. Bueno,
todo esto ocurrió hace mucho tiempo, y es la historia del matrimonio de miss
Amelia. El pueblo se burló durante meses enteros de aquella historia grotesca.
Pero, aunque los hechos externos de aquel amor sean indudablemente tristes y
ridículos, no hay que olvidar que la verdadera historia fue la que tuvo lugar
en el corazón del propio amante. ¿Quién, sino Dios, puede ser el último juez de este
amor o de cualquier otro? En la primera noche del café hubo varios que pensaron de pronto en aquel esposo fallido,
encerrado en una cárcel sombría a muchas millas de allí. Y durante los años
siguientes, el pueblo no olvidó del todo a Marvin Macy. Nunca se
pronunciaba su nombre en presencia de miss Amelia o del jorobado; pero el
recuerdo de su pasión y de sus crímenes, y
el pensamiento de aquel hombre prisionero en una celda del penal, era como un
bajo continuo que acompañaba, turbador, el alegre amor de miss Amelia y la
algazara del café. Así pues, no olvidéis a este Marvin Macy, porque va a
representar un papel terrible al final de nuestra historia.
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