JOSEPH CONRAD
(1857 – 1924)
EL DUELO
OCTAVA ENTREGA
CAPITULO IV (2)
Esa noche, el general D'Hubert, tendido sobre la espalda, con las manos
sobre los ojos, o tumbado sobre el pecho con la cabeza hundida en un cojín,
inició la peregrinación completa de sus emociones. Una profunda repugnancia de
lo absurdo de su situación, las dudas sobre su habilidad para organizar su
existencia y la desconfianza en sus más nobles sentimientos (¿para qué diablos
había ido a visitar a Fouché?), todo esto lo atormentaba. "Soy un idiota,
ni más ni menos -pensaba-. Un idiota sensiblero. Porque oí a dos individuos conversando en un café...
Soy un imbécil que teme a las mentiras..., cuando sólo la verdad importa."
Varias veces se levantó, caminando con los pies sólo cubiertos pon los
calcetines, a fin de no perturbar el sueño de los que dormían abajo, y bebió
toda el agua que pudo encontrar en la obscuridad. También conoció la tremenda
tortura de los celos. Ella se casaría con otro. Su alma se estremecía con esta
idea. La tenacidad de ese Feraud, la terrible persistencia de ese bruto, se 1e
presentaba con la fuerza tremenda de un destino implacable.
El general D'Hubert tembló al dejar la jarra de agua vacía. "Me
matará", pensó. El general D'Hubert experimentaba toda la gama emocional
que la vida nos ofrenda. Sentía en la boca seca el leve sabor asqueroso del
miedo, no del miedo excusable ante la mirada cándida y regocijada de una joven,
sino del terror a la muerte y el honrado temor del hombre a la cobardía.
Pero si el verdadero valor consiste en afrontar un peligro abominable
ante el cual alma, cuerpo y corazón se rebelan, el general D'Hubert tuvo
oportunidad de probar su fortaleza por primera vez en la vida. Se había lanzado
alegremente a la carga contra baterías y escuadrones de infantería, y montado
en su caballo había corrido con mensajes a través de una granizada de balas,
sin importarle nada. Ahora tendría que deslizarse silenciosamente, al alba,
para exponerse a una muerte obscura y repugnante.
El general D'Hubert no vaciló.
Colocó dos pistolas en una bolsa de cuero que se echó al hombro. Antes
de salir del jardín, ya tenia la boca seca de nuevo. Cogió dos naranjas. Sólo al
cerrar la puerta tras si experimentó una ligera debilidad.
Avanzó tambaleante, sin hacer caso de ello, y al cabo de pocos metros
había recobrado el dominio de sus piernas. En la pálida y diáfana luz del alba,
el bosquecillo de pinos destacaba nítidamente sus columnas vegetales y su verde
dosel sobre el fondo de rocas grises de la colina. Mantuvo los ojos
resueltamente fijos en él al avanzar, mientras chupaba una naranja. Aquella
bienhumorada serenidad ante el peligro, que cuando oficial lo hiciera querido
de sus hombres y apreciado por sus superiores, comenzaba nuevamente a
manifestarse. Al llegar a los deslindes del bosque se sentó sobre una piedra
con la otra naranja en la mano y se reprochó de haber acudido tan temprano al
lugar de la cita. No tardó mucho, sin embargo, en escuchar un rumor de arbustos
removidos, pasos sobre la tierra dura y las altas voces de una conversación. A
su espalda oyó que alguien decía con fanfarronería:
-Esta liebre caerá
en mi morral.
Pensó entonces: "Ya llegan. ¿Qué es eso de liebres? ¿Se refieren a
mí?" Y mirando la otra naranja que le quedaba en la mano, reflexionó:
"Estas naranjas son excelentes. Son del árbol de Leonie. Haría bien en
comérmela en vez de tirarla".
Surgiendo de un cúmulo de rocas y arbustos, el general Feraud y sus
padrinos encontraron al general D'Hubert ocupado en pelar la fruta.
Permanecieron inmóviles en espera de que levantara la vista. Luego los padrinos
se sacaron los sombreros, mientras el general Feraud, cruzando las manos a la
espalda, se apartaba un trecho.
-Me veo forzado a
pedir a uno de ustedes que actúe como padrino mío, señores. No he traído
amigos. ¿Estarían dispuestos?
El coracero tuerto
dijo juiciosamente: -No podemos negarnos.
El otro veterano
observó:
-Es extraño, sin
embargo.
-Debido al estado de ánimo de la gente en esta parte del país, no tenia
a nadie a quien confiar con entera seguridad el objeto de vuestra presencia
aquí -explicó amablemente el general D'Hubert.
Saludaron, lanzaron
una mirada a su alrededor y observaron casi al mismo tiempo:
-Es un mal terreno.
-No sirve para el
caso.
-¿Para qué preocuparnos del terreno, las medidas y lo demás?
Simplifiquemos las cosas. Cargad los dos pares de pistolas. Yo tomaré las del
general Feraud y él usará las mías. O más bien, mezclémoslas. Y nos batiremos
con una de cada par. Nos internaremos en el bosque y dispararemos a discreción,
mientras ustedes permanecen afuera. No hemos venido aquí a celebrar una
ceremonia sino a trabarnos en una guerra a muerte. Cualquier terreno sirve para
esta finalidad. Si yo caigo, debéis abandonarme y huir. No sería prudente que
os descubrieran aquí después de esto.
Al cabo de una corta consulta, el general Feraud se manifestó dispuesto
a aceptar estas condiciones. Mientras los padrinos cargaban las pistolas, se le
oyó silbar y se le vio frotarse las manos con absoluta satisfacción. Se despojó
alegremente de la chaqueta, y el general D'Hubert procedió en igual forma
doblando la suya cuidadosamente sobre una piedra.
-Podría usted conducir a su apadrinado al otro lado del bosque y dejarlo
entrar exactamente dentro de diez minutos, a contar desde este momento -sugirió
el general D'Hubert tranquilamente, pero con la sensación de que estaba dando
instrucciones para su propia ejecución. Fue éste, sin embargo, su último
momento de debilidad.
-Espere, comparemos antes los relojes. Sacó el suyo. El oficial de la
nariz mutilada se dirigió al general Feraud para pedírselo prestado. Durante un
momento permanecieron inclinados sobre las esferas.
-Eso es. A las seis
menos cuatro minutos en el suyo. Menos siete en el mío.
El coracero permaneció junto al general D'Hubert, con su único ojo
clavado persistentemente en la blanca circunferencia del reloj que sostenía en
la palma de la mano.
Abrió la boca en
espera del golpe del último segundo, mucho antes de gritar:
-Avancez!
El general D'Hubert se adelantó, abandonando
el sol brillante de una mañana provenzal por la sombra fresca y aromática de
los pinos. El terreno era liso entre los troncos rojizos, cuyas líneas
innumerables, inclinadas en ángulos ligeramente diferentes, confundieron en un
principio su visual. Era como entrar en batalla. La confianza en sí mismo que da el hábito del mando despertó
súbitamente en su pecho. Se sintió íntegramente posesionado de su papel. El
problema era cómo matar al adversario. Nada menos podría posesionado
de su papel. El problema era cómo matar al adversario. Nada menos podría librarlo de esta estúpida
pesadilla. "No vale de nada herir a este bruto", pensó el general
D'Hubert. Tenía fama de ser un hombre de recursos. Años atrás, sus camaradas
tenían costumbre de llamarlo "El Estratega". Y era un hecho que ante
el enemigo podía pensar. En cambio, Feraud era sólo un luchador, pero
desgraciadamente un hombre de inmejorable puntería.
-Tengo que provocar su disparo a la mayor distancia posible -se dijo el
general D'Hubert. En ese instante divisó algo blanco que se movía muy lejos
entre los árboles: la camisa de su adversario. Inmediatamente abandonó su
refugio junto a un tronco, exponiéndose de pleno, y en seguida, rápido como el
rayo, saltó atrás. Fue una maniobra arriesgada, pero logró su objeto. Casi
simultánea al estampido de un balazo, una astilla arrancada por la bala, se le
clavó dolorosamente en la oreja.
Con un proyectil menos, el general Feraud fue más prudente. Asomándose
por un lado del árbol, el general D'Hubert no logró divisarlo. Esta ignorancia
de la ubicación de su enemigo le produjo una sensación de inseguridad. El
general D'Hubert se sintió terriblemente expuesto por los flancos y la
retaguardia. De nuevo percibió un blanco revoloteo. ¡Ah!; el enemigo se
encontraba aún al frente, entonces. Había temido un movimiento envolvente.
Pero al parecer, el general Feraud no pensaba en ello. D'Hubert lo vio
pasar, sin especial premura, de un árbol
a otro, con francas intenciones de aproximación. Con gran lucidez mental, el general
D'Hubert dominó el impulso de su mano. El blanco se encontraba aún demasiado lejos.
Sabía bien que no era un buen tirador. Su táctica le indicaba esperar... para
matar.
A fin de aprovechar el mayor espesor del tronco, se echó al suelo.
Completamente extendido, con la cabeza hacia el enemigo, cubría perfectamente
el cuerpo de todo ataque. No le convenía exponerse ahora, pues el otro se
encontraba ya demasiado cerca. La idea de que el general Feraud pudiera cometer
una imprudencia, produjo el efecto de un bálsamo en el alma de D'Hubert. Pero
le resultaba incómodo y de ninguna utilidad, por el momento, mantener el mentón
levantado del suelo. Atisbó cuidadosamente exponiendo una fracción de la
cabeza, con gran temor, aunque en realidad con escaso riesgo. En efecto, su
enemigo no esperaba ver parte alguna de su humanidad a tan escasa altura. El
general D'Hubert obtuvo una fugaz visión de su adversario pasando de un árbol a
otro con calmosa cautela. "Desprecia mi puntería", pensó, dando
prueba de aquella clarividencia en los propósitos del antagonista, que tanto
sirve en el victorioso desenlace de las batallas. Se reafirmó en su táctica de
inmovilidad. "Si sólo pudiera vigilar mi espalda y el frente al mismo
tiempo", pensó con ansiedad, anhelando lo imposible.
Le exigió cierta fuerza de voluntad el depositar sus pistolas en el
suelo, pero obedeciendo a una súbita ocurrencia, el general D'Hubert lo hizo
muy suavemente, dejando una a cada lado. En el ejército se le había considerado
un tanto presuntuoso por su costumbre de afeitarse y ponerse una camisa limpia
los días de batalla. En realidad, había sido siempre muy cuidadoso de su
aspecto físico. En un hombre de cuarenta años, enamorado de una joven y encantadora
muchacha, este encomiable rasgo de respeto humano puede conducir a pequeñas
debilidades como, por ejemplo, la de llevar, en una elegante funda de cuero
provista de un espejillo, un pequeño peine de marfil. Con las manos libres, el
general D'Hubert buscó en los bolsillos de su pantalón este instrumento de
inocente vanidad, muy excusable en el poseedor de unos largos y sedosos bigotes.
Lo sacó y, en seguida, con la mayor sangre fría y rapidez, se tendió sobre la
espalda. En esta postura, con la cabeza ligeramente levantada, sosteniendo el
espejillo fuera del árbol, escrutó su superficie con el ojo izquierdo mientras
el derecho podía mantener una vigilancia directa sobre la retaguardia.
De esta manera quedó probada la frase de Napoleón que afirma que
"para un soldado francés no existe la palabra imposible".
Precisamente el árbol que le interesaba llenaba casi el espacio que el espejo podía
abarcar.
-Si se mueve de ahí -reflexionó con satisfacción-, tendré que ver
forzosamente sus piernas. De ninguna manera podrá sorprenderme desprevenido.
Y tal como lo previera, vio de pronto surgir y desaparecer las botas del
general Feraud, eclipsando momentáneamente toda otra imagen reflejada en el
espejillo. Cambió de posición de acuerdo con este movimiento. Pero obligado a
formarse un juicio de la nueva situación mediante esta visual indirecta, no se
imaginó que ahora sus pies y parte de sus piernas quedaban enteramente a la
vista de su adversario.
Gradualmente crecía en el general Feraud el desconcierto ante la
asombrosa habilidad de su enemigo para mantenerse a cubierto. Había ubicado con
vengativa precisión el árbol tras el cual se refugiaba. Estaba absolutamente
seguro de ello. Sin embargo, no había logrado hasta entonces divisar ni la
punta de su oreja. Como lo buscaba a una altura de cinco pies y diez pulgadas
del suelo, no era de sorprenderse; pero esta circunstancia resultaba extrañamente
misteriosa para el general Feraud.
La vista de esos pies y piernas provocaron una brusca afluencia de
sangre a su cabeza. Literalmente se tambaleó a efectos de la sorpresa y hubo de
apoyarse con una mano en el árbol. ¡El otro estaba tendido en tierra, entonces!
¡Caído! ¡Y absolutamente inmóvil! ¡Expuesto! ¿Qué podía significar eso?... La
idea de que había acabado con su adversario al primer disparo, se insinuó en la
mente del general Feraud. Una vez arraigada allí esta creencia, empezó a tomar
cuerpo apoyada en la más atenta observación, sobreponiéndose a toda otra
suposición, irresistible, triunfante, feroz.
-Qué estúpido he sido al pensar que pude errar el tiro -murmuró para sí.
-Se expuso en plein..., ¡el idiota!..., por casi dos segundos.
El general Feraud observó las piernas inmóviles, fundiéndose los últimos
vestigios de la sorpresa ante una inmensa admiración por su mortífera habilidad
de tirador.
"¡Con los pies arriba! ¡Dios de la guerra, qué buen disparo! -se
regocijaba mentalmente. -Le di en la cabeza, sin duda, precisamente donde
apunté, cayó tambaleándose detrás de ese árbol, resbaló sobre la espalda y
murió."
¡Y miraba! Con los ojos clavados, olvidándose
de avanzar, casi sobrecogido, casi apesadumbrado. Pero por nada del mundo
hubiese deshecho lo cometido. ¡Qué disparo! ¡Qué disparo! ¡Resbaló sobre la
espalda y murió! Pues era esta posición indefensa, tendido sobre la espalda, lo
que daba tal convencimiento al general Feraud. Jamás se imaginó que hubiera
sido adoptada deliberadamente por un hombre vivo. Era inconcebible. Quedaba
fuera de toda suposición sensata. No era posible dudar de la razón de aquella
postura. Ha de agregarse que los pies del general D'Hubert parecían
auténticamente muertos. El general Feraud expandió el pecho para lanzar un
llamado a sus padrinos, pero se retuvo un momento, de lo que consideró una
manifestación de excesivos escrúpulos.
"Iré primero a ver si todavía respira", murmuró para si,
abandonando sin cuidado el amparo del árbol.
Este movimiento fue inmediatamente captado por el ingenioso general
D'Hubert. Pensó que se trataba de un nuevo cambio de refugio; pero cuando las
botas desaparecieron de la superficie del espejo, se inquietó. El general
Feraud se había apartado sólo ligeramente de la línea, pero su adversario no
podía imaginarse que avanzara hacia él con perfecta despreocupación. Pensando
en dónde se habría ocultado el otro, el general D'Hubert se encontraba tan
completamente desprevenido, que la primera señal de peligro consistió en la
larga sombra matinal de su enemigo cruzando al sesgo sus piernas extendidas.
¿No había oído siquiera el ruido de los pasos, casi imperceptibles sobre el
blando suelo?
Esto fue superior a su calma proverbial. Se incorporó de un salto,
impulsivamente, dejando sus pistolas en tierra. El instinto irresistible de
cualquier hombre (a menos que se encontrara completamente paralizado por la
sorpresa) habría sido de inclinarse a recoger sus armas, exponiéndose a ser
muerto en esta postura. Pero, naturalmente, el instinto es irreflexivo. Esta es
su definición misma. Pero valdría la pena averiguar si en el hombre reflexivo
se atrofian los impulsos mecánicos del instinto por el hábito de pensar. En su
juventud, el estudioso y prometedor oficial Armand D'Hubert había emitido la
opinión de que en la guerra "jamás se debía intentar corregir un
error". Esta idea, defendida y desarrollada en muchas discusiones, había
entrado a formar parte de sus nociones adquiridas, se había convertido en parte
integral de su personalidad mental. Sea que esta idea hubiera arraigado tan
profundamente al extremo de afectar los dictados de su instinto o simplemente
porque -como lo declaró él mismo más tarde- estaba "tan asustado que se
olvidó de la existencia de las malditas pistolas", el hecho es que el
general D'Hubert no intentó recogerlas. En vez de corregir su error, se cogió
con ambas manos al tronco áspero y se ocultó detrás con tal impetuosidad que,
esquivando justo a tiempo el fogonazo y el estampido del balazo, reapareció al
otro lado del árbol para encontrarse cara a cara con el general Feraud.
Completamente desconcertado por esta prueba de agilidad de parte de un
difunto, éste temblaba aún. Una levísima nube de humo permanecía suspendida a
la altura de su rostro, dándole un aspecto extraño, como si la mandíbula
inferior se hubiera desgonzado.
-¡No erré! -gritó, con voz ronca, desde 1o hondo de la garganta seca.
Este sonido
siniestro rompió el hechizo que embotaba los sentidos del general D'Hubert.
"Si, .erró...,
a bout portant", oyó exclamar su propia voz casi antes de haber recobrado
el completo dominio de sus facultades. La recuperación de sus sentidos fue
acompañada de un súbito instinto de furia homicida, reuniendo en su violencia
todo el rencor acumulado en una vida entera. Durante largos años, el general
D'Hubert se había sentido humillado y exasperado por el atroz absurdo que le
imponía el capricho salvaje de este hombre. Además, en esta última ocasión,
había experimentado tan particular aversión a exponerse a la muerte, que la
reacción de su angustia debía lógicamente involucrar el deseo de matar.
-Y todavía me quedan
dos disparos a discreción -agregó, con crueldad.
El general Feraud apretó los dientes y en su rostro se pintó una
expresión altanera e iracunda.
-¡Dispare, pues! -dijo, siniestramente. Estas habrían sido sus últimas
palabras si el general D'Hubert hubiese tenido las pistolas en las manos. Pero en
ese momento se encontraban aún abandonadas al pie de un pino. D'Hubert tuvo el
segundo de tiempo necesario para recordar que había temido a la muerte, no como
hombre, sino como enamorado; no como un peligro, sino como un rival; no como
una amenaza a la vida, sino como un obstáculo al matrimonio. ¡Y he aquí que
ante él se encontraba el rival vencido..., completamente desarmado, agobiado,
destruido para siempre!
Recogió las armas con gesto mecánico, y en vez de descargarlas en el
pecho del general Feraud, expresó la idea dominante en su cerebro:
-Ya no volverá usted a batirse en duelo. Su tono de serena e inefable
satisfacción fue demasiado para el estoicismo de Feraud.
-¡Qué está pensando, que no dispara, maldito petimetre con sangre de
horchata! -estalló bruscamente, aunque manteniendo el rostro impasible y
erguido sobre el cuerpo rígido.
El general D'Hubert descargó cuidadosamente las pistolas. Esta operación
fue observada con una extraña mezcla de sentimiento de parte del otro militar.
-Erró la puntería dos veces y la última a un paso de distancia -dijo
fríamente el vencedor, pasando las dos pistolas a una mano. -Según todas las
reglas del código, su vida me pertenece. Eso no quiere decir que desee acabar
con usted en este momento.
-No deseo su
clemencia. -murmuró sombríamente el general Feraud.
-Permítame decirle que no es eso lo que pretendo -dijo D'Hubert, cuyas
palabras eran dictadas por una exquisita delicadeza de sentimientos. En un
rapto de ira habría muerto a ese hombre, pero a sangre fría le repugnaba
humillar con su generosidad a este ser insensato, camarada en la Grande Armée,
compañero en las glorias y derrotas de la formidable epopeya militar. -Supongo
que no pretenderá indicarme lo que debo hacer con algo que me pertenece.
El general Feraud
miró asombrado, mientras el otro continuaba:
-Usted me ha obligado, por un compromiso de
honor, a mantener mi vida a su disposición durante quince años. Está bien.
Ahora que la cuestión se ha resuelto a mi favor, haré lo que me plazca con su
vida, basándome en el mismo principio. Se mantendrá usted a mi disposición
durante el tiempo que me parezca conveniente. Ni más ni menos. Permanecerá
comprometido por su honor hasta que yo le avise.
-Convenido. Pero, sacrêbleu! Esta es una situación absurda para un
general del Imperio -exclamó Feraud, con acentos de profunda y desesperada
convicción. -Eso significa que tendré que pasar el resto de mi vida con una
pistola cargada en un cajón, esperando a que usted decida. Es..., es estúpido.
Seré un motivo... de... de burla.
-¿Absurdo? ¿Estúpido? ¿Le parece? -interrogó el general D'Hubert, con
socarrona gravedad. -Es muy posible, Pero no veo cómo pueda remediarse. En todo
caso, puede estar seguro de que no voy a pregonar los detalles de esta
aventura. No hay motivo para que se sepa nada al respecto. Tal como hasta la
fecha nadie conoce el origen de nuestra disputa... Ni una palabra más -agregó
terminantemente. -No puedo discutir este asunto con un hombre que, en cuanto a
mi respecta, no existe.
Cuando los dos duelistas salieron al campo raso, el general Feraud
caminando un poco rezagado y con un aspecto de sonámbulo, los dos padrinos se
precipitaron hacia ellos, cada uno desde su sitio en el deslinde del bosque. El
general D'Hubert les habló con voz fuerte y clara:
-Señores, me complazco en declararles solemnemente, en presencia del
general Feraud; que nuestra diferencia ha quedado definitivamente resuelta.
Podéis informar al mundo entero de esta circunstancia.
-¡Reconciliados, por
fin! -exclamaron a una.
-¿Reconciliados? No es eso exactamente. Es algo muchísimo más
comprometedor, ¿no le parece, general Feraud?
Este sólo inclinó la cabeza en señal de asentimiento. Los dos veteranos
se miraron. Más tarde, cuando se encontraron lejos de su melancólico amigo, el
coracero observó bruscamente:
-Hablando en términos generales, puedo ver con mi único ojo tanto como
un ser normal. Pero esta vez me declaro vencido. Y él no quiere decir nada.
-Entiendo que en este lance de honor existió siempre algo que nadie en
el ejército pudo jamás desentrañar -declaró el cazador de la nariz mutilada. -Empezó
en el misterio, se desarrolló en el misterio y, al parecer, ha de terminar en
la misma forma.
El general D'Hubert se dirigió a su casa a largos trancos apresurados,
aunque la viveza de su paso no era en
ningún modo inspirada por una sensación de triunfo. Había vencido, pero su
conquista no parecía aportarle nada. La noche antes lamentó exponer su vida,
que le parecía magnífica y digna de ser conservada, por la oportunidad que le
brindaba de obtener el amor de una joven. En ciertos momentos había
experimentado la maravillosa ilusión de que este amor ya le pertenecía y su
vida amenazada se le figuraba entonces un instrumento portentoso de tierna
devoción a la amada. Ahora que su existencia se encontraba a salvo, perdió de
súbito su calidad especial. En cambio, adquirió un aspecto particularmente alarmante,
como si un cerco se estrechara en torno. En cuanto a la espléndida ilusión del
amor conquistado, que por algunos momentos lo deslumbró durante su noche de
vigilia -que bien pudo ser su última sobre la tierra-, comprendía ahora su
verdadera naturaleza. No habla sido más que el paroxismo de su vanidad
delirante. De manera que a este hombre, serenado por el victorioso desenlace del
duelo, la vida se le antojó desprovista de encantos, simplemente, porque ya
nada la amenazaba.
Acercándose a la casa por atrás, pasando por el huerto y el jardín de la
cocina, no pudo observar la agitación que reinaba en la parte delantera. No
encontró a nadie. Sólo al avanzar cautelosamente por el corredor, se dio cuenta
de que ya todos estaban despiertos en la casa y que ésta parecía más bulliciosa
que de costumbre. Abajo se llamaba a los criados en un rumor confuso de idas y
venidas. Con cierta inquietud observó que la puerta de su propio departamento
se encontraba abierta, aunque los postigos permanecían cerrados. Había tenido
la esperanza de que su matinal excursión pasara inadvertida. Esperó encontrar
algún sirviente que acabara de entrar, pero los rayos del sol, que se filtraban
por las rendijas, le permitieron distinguir en el diván un bulto que revelaba
la forma de dos mujeres abrazadas. Sollozantes y desolados murmullos brotaban
misteriosamente de aquel grupo. El general D'Hubert abrió violentamente los
postigos que encontró más a mano. Una de las mujeres se incorporó entonces con
precipitación. Era su hermana. Permaneció un momento inmóvil, con el cabello
suelto y los brazos levantados, y luego se lanzó hacia él, con un grito
ahogado. Él la abrazó tratando al mismo tiempo de desprenderse de ella. La otra
mujer no se levantaba. Al contrario, parecía agarrarse con más fuerza al diván
tratando de ocultar el rostro en los cojines.
También llevaba suelto el cabello, de un admirable colorido rubio. El
general D'Hubert lo reconoció con intensa emoción. ¡Mademoiselle de
Valmassigue! ¡Adela! ¡Adela afligida!
Profundamente
alarmado, se deshizo definitivamente del abrazo de su hermana.
Madame Leonie extendió entonces un bello brazo desnudo que emergía de
las sedas de su peignoir y apuntó dramáticamente hacia el diván:
-Esta pobre niña ha corrido aterrorizada desde su casa, dos millas a
campo traviesa sin detenerse un instante.
-¿Pero qué ha sucedido?
-preguntó en voz baja y agitada el general D'Hubert.
Pero Madame Leonie
continuó en el mismo tono enfático:
-Tocó la campanilla, de la reja y despertó a toda la casa..., estábamos
durmiendo todavía. Te puedes imaginar qué susto espantoso nos llevamos...
Adela, mi niña querida, siéntate.
La expresión del general D'Hubert no era precisamente la de un hombre en
situación de "imaginar" con facilidad. Sin embargo, creyó desentrañar
del caos de sus conjeturas que su futura suegra había muerto repentinamente,
pero apenas concebida esta idea hubo de rechazarla al punto. No lograba suponer
la naturaleza del acontecimiento o catástrofe que había podido inducir a
Mademoiselle de Valmassigue, dueña de una casa llena de criados, allevar las
noticias personalmente, corriendo a pie las dos millas que los separaban.
-¿Pero por qué se
encuentran en esta pieza? -murmuró sobrecogido.
-Naturalmente vine aquí a ver, y esta niña..., no me di cuenta..., me
siguió. Fue todo culpa de ese absurdo chevalier -continuó Madame Leonie,
mirando hacia el diván-. Su pelo está en completo desorden. Te imaginarás que
no se iba a detener a llamar a su criada para que la peinara antes de partir...
Adela, querida, siéntate... Se lo confesó todo esta mañana a las cinco y media.
Ella se habla despertado temprano y abrió los postigos para respirar el aire
fresco; entonces lo divisó desplomado sobre un banco, al extremo de la gran
avenida. ¡A esta hora..., ya te lo puedes imaginar¡ Y la víspera había
declarado que se sentía indispuesto. Se vistió rápidamente y corrió hacia él. Cualquiera
se inquietaría por menos. Él la adora, pero no en forma muy inteligente. Había
permanecido toda la noche, en pie, sin desvestirse y el pobre anciano se
encontraba completamente agotado. No estaba, pues, en situación de inventar una
historia verosímil... ¡Qué confidente escogiste! Mi marido estaba furioso y
dijo: "Ahora no podemos intervenir". De manera que nos sentamos a
esperar. Y esta niña que se vino acá corriendo, con el cabello suelto.
Seguramente más de alguien la ha visto en el campo. También despertó a toda la
servidumbre. Esto resulta muy comprometedor para ella. Afortunadamente se casan
ustedes la próxima semana... Adela, siéntate. Ha vuelto a casa por sus propios
píes... Esperábamos verte llegar sobre angarillas..., ¡o qué sé yo! Anda a ver
sí el carruaje está listo. Debo conducir a esta niña a su casa inmediatamente.
No conviene que permanezca aquí un minuto más.
El general D'Hubert no se movió. Parecía que no hubiera oído. Madame
Leonie cambió de opinión.
-Iré a ver yo misma. También tengo que buscar mí capa... Adela... -comenzó,
pero esta vez no agregó: siéntate.
Salió diciendo en
voz muy alta y alegre: -Dejaré la puerta abierta.
El general D'Hubert avanzó hacía el diván, pero entonces Adela se sentó
y esto lo detuvo. Pensó: "No me he lavado esta mañana. Debo tener el
aspecto de un viejo vagabundo. Tengo la espalda sucia de tierra y en el pelo
briznas de pino". Reflexionó que esta situación requería un gran tacto de
su parte.
-Lo lamento muchísimo, mademoiselle -empezó vagamente, pero en el acto
abandonó esta línea. Ella estaba ahora sentada, con las mejillas más sonrosadas
que de costumbre y el pelo muy rubio, cubriéndole los hombros, lo que
constituía para el general un cuadro insólito. Se alejó entonces, y mirando por
una ventana para darse compostura, dijo con acentos de sincera desesperación:
-Temo que piense
usted que he procedido como un loco.
Inmediatamente giró sobre los talones y vio que ella lo había seguido
con los ojos. Y cuando se encontraron estos con su mirada, no los bajó.
La expresión de su rostro eraenteramente
nueva para él. Era como si se hubieran trastrocado los valores. Ahora los ojos
lo contemplaban con grave seriedad, mientras las líneas exquisitas de su boca
temblaban en una sonrisa reprimida. Este cambio hacía menos misteriosa, y mucho
más accesible a la comprensión del hombre, su extraordinaria belleza. Una
maravillosa sensación de bienestar invadió al general... y hasta sus ademanes
participaron de esta confortable experiencia.
Avanzó por el cuarto con la misma placentera exaltación que hubiera
experimentado al atacar una batería que vomitara muerte, fuego y humo; en
seguida se detuvo contemplando sonriente a la joven cuyo matrimonio (que debía
celebrarse la próxima semana) había sido cuidadosamente dispuesto por la sabia,
la buena, la admirable Leonie.
-¡Ah, mademoiselle! -exclamó en tono de gentil lamentación. -¡Si sólo
pudiera estar seguro de que no ha venido usted corriendo esta mañana sólo por
afecto a su madre!
Impasible, pero íntimamente emocionado, aguardó la respuesta. Y en un
vacilante murmullo, bajando las pestañas en un gesto seductor, ella contestó:
-No es preciso que
sea tan méchant como insensato.
Entonces el general D'Hubert se precipitó hacia el diván, en un
movimiento impetuoso que nada habría podido detener. Este mueble no se
encontraba precisamente frente a la puerta. Pero al regresar envuelta en una
liviana capa y con un chal sobre el brazo, destinado a ocultar el comprometedor
desorden de los cabellos de Adela, Madame Leonie creyó distinguir la fugaz
visión de su hermano arrodillado que se incorporaba.
-Vamos, mi querida
niña -gritó desde la puerta.
Nuevamente, dueño de si mismo, en el más amplio sentido de la palabra,
el general D'Hubert demostró la viveza de un ingenioso oficial de caballería y
las energías de un conductor de hombres.
-No pretenderás que se dirija caminando al carruaje -exclamó con
indignación. -No se encuentra en estado de hacerlo. Yo la llevaré en brazos.
Procedió a ello lentamente, seguido de su impresionada y respetuosa
hermana, pero rápido como una centella regresó para borrar todas las señales de
su noche de angustia y aquella mañana de guerra, y ataviarse en seguida con los festivos
ropajes del conquistador antes de dirigirse a la otra casa. De no mediar estás
circunstancias, el general D'Hubert se habría sentido capaz de montar un
caballo y volar en seguimiento de su adversario con la única intención de
abrazarlo como efecto de su dicha excesiva. "Se lo debo todo a este estúpido
-pensó. -Ha hecho evidente en una sola mañana lo que yo tal vez habría tardado
años en descubrir..., pues soy sin duda un tímido. No tengo la menor confianza
en mí mismo. Soy un perfecto cobarde. ¡Y el chevalier! ¡Qué viejo
encantador!" El general D'Hubert anhelaba abrazarlo a él también.
Pero el chevalier estaba en cama. Durante varios días estuvo enfermo.
Los hombres del Imperio y las damas de la época post-revolucionariaeran
demasiado fuertes para él. Se levantó la víspera de la boda y, curioso por
naturaleza, llamó aparte a su sobrina para sostener con ella una conversación
privada. Le aconsejó que interrogara a su marido sobre el verdadero origen de
su lance de honor, cuya imperativa urgencia la puso a ella al borde de la
tragedia.
-Como esposa tienes derecho a saber. Y el próximo mes, más o menos,
podrás preguntarle cuánto desees averiguar, mi querida niña.
Más tarde, cuando la pareja de desposados acudió a visitar a la madre de
la novia, Madame la Générale D'Hubert comunicó a su querido tío la verdadera
historia del duelo, obtenida sin mayor dificultad de labios de su marido.
El chevalier escuchó con profunda atención hasta el final, cogió una
pulgarada de rapé, sacudió los granos de tabaco de su pechera y preguntó
calmosamente:
-¿Y eso era todo?
-Sí, tío -contestó Madame la Générale, abriendo mucho los lindos ojos. -¿No
le parece divertido? C´est insensé…¡Pensar de lo que son capaces los hombres!
-¡M, m! -comentó el anciano émigré. -Depende de qué clase de hombres.
Esos soldados de Bonaparte eran unos salvajes. Sin duda, es insensé. Como
esposa, querida, debes creer ciegamente todo lo que tu marido te diga.
Pero al esposo de
Leonie, el chevalier confió su verdadera opinión:
-Si ésta es la versión que él inventó para su esposa, y durante la luna
de miel, puede estar seguro de que nadie conocerá jamás el secreto de este
asunto.
Al cabo de un buen tiempo, el general D´Hubert consideró llegada la hora
y la oportunidad propicia de escribir al general Feraud. Esta carta comenzaba
negando todo sentimiento de animosidad:
“Nunca deseé su muerte en todos los años que duró nuestra deplorable disputa
-escribió D'Hubert, continuando en estos términos-: Permítame devolverle
íntegramente la prenda de su vida. Seria justo que nosotros, después de haber
compartido tantas glorias militares, sostuviéramos públicamente una amistosa
relación."
La misma carta contenía un párrafo de información doméstica.
Refiriéndose a este último, el general Feraud contestó, desde una pequeña aldea
situada a orillas del Garona, en la siguiente forma:
"Si el nombre de uno de sus hijos hubiera sido Napoleón, José o aún
Joaquín, podría felicitarlo del acontecimiento con mayor entusiasmo. Como usted
ha considerado oportuno darle los nombres de Charles Henri Armand, me afirmo en
mi convicción de que jamás 'amó' al Emperador. La imagen de aquel
héroe sublime, encadenado a una roca en medio del bravío océano, resta a tal
punto valor a mi vida, que recibiría con placer su orden de volarme los sesos.
Me considero privado del honor de suicidarme. Pero conservo la pistola cargada
en mi cajón."
Después de leer esta respuesta, Madame la Générale levantó las manos en
un gesto de desesperación.
-Ya ves. No quiere
reconciliarse -dijo su marido. -Nunca, por ningún motivo, ha de saber de dónde
procede el dinero. No estaría bien. No lo podría soportar.
-Querida, tenía todo derecho a matarlo, pero como no lo hice, no podemos
dejarlo morir de hambre. Ha perdido su pensión y es absolutamente incapaz de
hacer nada para ganarse el sustento. Tenemos que cuidar de él, secretamente,
hasta el último día de su vida. ¿Acaso no 1e debo el momento más dichoso de mi
existencia?... ¡Ja! ¡Ja! ¡Ja! ¡Dos millas por los campos, corriendo sin cesar¡
No podía creer lo que oía... A no ser por su estúpida ferocidad, habría tardado
años en desenmascararte. Es extraordinario cómo, de un modo u otro, este hombre
se las ha arreglado para introducirse en mis más hondos sentimientos.
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