HUGO BERVEJILLO / APUNTES HISTÓRICOS
EL PODER Y LA MISERIA
No
hay espejismo más letal que el del Poder.
Nietzsche
saludaba a sus amigos deseándoles Poder, porque era el estadio superior a que
podía aspirar un Hombre; pero está claro que despreciaba el precio que hay que
pagar por eso.
A
fines del siglo XIX nació en Italia -en la chatura de la vida campesina de
Preddappio- alguien sensible a los espejismos.
Fue
un hombre de vida frenética que dedicó su vida a satisfacer su ambición de
poder a través de la actividad política. Sus comienzos fueron como periodista y
en el Partido Socialista italiano, pero después entendió que la plataforma de
su lanzamiento como político estaba en el bando contrario, y cruzó,
decididamente, la calle.
Se
llamó Benito Mussolini y era una persona de personalidad fuerte, magnética,
que, en los días de la Italia de la primera posguerra -en 1918 había quedado
devastada económicamente-, resaltaba en un escenario de dudas, incertidumbres y
vacilaciones, pero también de pobreza y luchas obreras por el salario.
Su
personalidad enérgica atraía voluntades -decidía a los audaces, orientaba a los
timoratos- y también a las amantes, preferentemente casadas; y más
precisamente, casadas con sus subordinados o con quienes dependían de su
voluntad.
De entre tantas, en 1912, conoció a Margherita
Grassini, joven intelectual judía de familia acomodada, por entonces casada, y
de cuyo marido tomó el apellido: Sarfatti.
Benito, por entonces convivía con Rachele Guidi -desde
1909, y con quien se casaría en 1917- pero eso no obstaba para el romance.
Tanto no importaba que -a vía de ejemplo-, en 1915 conoció a Ida Dalser y con
ella tuvo un hijo - también llamado Benito: su primogénito-, pero ante las
amenazas de Guidi de un escándalo que podía cortarle su carrera política, hizo
recluir a ambos en sendos manicomios, donde murieron, a fuerza de drogas
psicotrópicas. A Raquele no le importaba que Benito tuviera amantes, mientras
que ella fuera la esposa oficial del Condottiero
Margherita Sarfatti era bonita, rubia, y tuvo una
educación de princesa en los mejores colegios italianos. Casada con Sarfatti,
alternó en los mejores círculos aristocráticos. Mussolini era poca cosa frente
a ella -era tosco, pasional e irritable; dominaba las masas, pero no las ideas-,
pero estaba en camino al Poder. Y ella, a quien tentaba el mismo espejismo del
Poder, vio en Benito un transporte cómodo: entonces saltó de la cama y puso su intelecto al servicio de Mussolini, y
también su bolsillo, y el de su familia. Financió un diario para apoyarlo,
sabedora que Benito era un gran manipulador, seductor y conductor de masas,
pero no un ideólogo.
De manera que ella se prestó para escribir también ese
diario y desde allí construir la base teórica que le faltaba a su amante, y de
allí nació el fascismo: el sistema de dominio de las masas de obreros y
campesinos, para mayor gloria y beneficio de los grandes industriales y
terratenientes, muchos de los cuales eran parientes de Grassini.
Y a caballo de esa teoría, Mussolini ascendió hasta
llegar a ser el hombre fuerte de Italia, y bajo su influjo se asesinaron miles
de dirigentes sindicales, obreros, campesinos, y también parlamentarios
opositores, como Giácomo Matteoti, y se enriquecieron los nobles, los
industriales y los grandes comerciantes.
Decía Shakespeare que la vida es un cuento contado por
un idiota.
En 1938 la Italia de Mussolini firma el Pacto del Eje
con el Japón de Hiroíto y la Alemania de Hitler -y la anuencia de la España de
Franco-. Es la cumbre de su gloria.
Y allí Alemania impone una cláusula antisemita.
Benito, sin vacilar, firma. Pero eso condena a
Margherita, que -después de veinte años de amante preferencial, y colaboradora,
y financista munificente- debe partir al exilio. Benito le avisa, pero con el
tiempo justo.
También a su familia -su hermana y esposo son enviados
a Austwichtz, pero mueren en el camino; el resto se dispersa-.
Margherita recala en Montevideo, -donde fue cronista
de El Diario-, y en Buenos Aires -donde fue protegida de Silvina Ocampo-, y
recién puede volver a su país en 1947, donde se recluye y finalmente fallece,
silenciosamente. Y uno quiere creer que en algún momento algo le recordaría su responsabilidad
en la teoría llevó al secuestro, a la tortura y a la muerte a decenas de miles
de italianos, a cambio de saborear un lugar de poder relativo por unos diez o
quince años.
Siete años después, en 1945, el Destino esta vez le
arma la trampa a Benito.
El ejército nazi tiene que defender dramáticamente su
propia capital, por lo que no puede ayudar a Mussolini. El ejército
norteamericano -que había invadido Italia por el sur- negocia para salvar la
vida de Mussolini. Si bien es cierto que EEUU juzgó y condenó a algunos jerarcas
nazis, no es menos cierto que nunca juzgó por sus atrocidades a militares
japoneses -con quienes tenía la deuda de Pearl Harbour, nada menos-, ni tampoco
a los italianos, ni menos a los españoles.
Estados Unidos y el Vaticano pedían por la vida de
Musolini, pero éste -que huye con su última favorita Clara Petacci, a quien
superpuso a Margherita y a Rachele y a otras cuatro más-, termina apresado por
partisanos en el Lago di Como.
Para evitar que en una parodia de Juicio se le indulte
por sus crímenes -o que se le premie con un exilio dorado en Estados Unidos-,
en un hecho que sigue siendo confuso, el 28 de abril de 1945 los partisanos lo
fusilan junto a Petacci, y exponen los cadáveres en la plaza de Milán.
En el mismo Milán, donde en 1942 había fallecido
Benito hijo, con apenas 27 años de edad, después de siete de reclusión forzosa
en un limbo de drogas coercitivamente impuestas, con la mitad del peso que
tenía cuando entró al hospicio-presidio, y sin derecho a usar el apellido de su
padre.
El Poder -ese que querían tantas damas italianas-, había
pasado por encima de él.
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