PABLO SILVA OLAZÁBAL
EL CAFÉ NECESARIO
(El presente cuento ganó una mención en
el concurso organizado por El País Cultural y Café Iguaçú.)
El azucarero de mis sueños estaba en la tienda de al
lado, aunque el de tienda fuera un nombre
excesivo para aquella soledad de artículos naufragando tras una vitrina
polvorienta. Era atendida casi siempre por el hijo de la dueña, un gigante de pelo
chuzo y aspecto resbaladizo, que se ocultaba tras unos lentes gruesos, de esos
que convierten las pupilas en puntitos, y usaba unos bigotes asquerosos,
irrelevantes, que le bordeaban una boca abierta continuamente en forma de “o”,
por la que emitía un silbido esporádico y repetitivo como el chiflido de un
tuberculoso. De movimientos torpes, poseía sin embargo unas manos finas y
blancas, como de mujer, que llamaban la atención.
Más allá de estos y otros detalles, lo importante era que
por fin me había decidido a comprar el dichoso azucarero. Sin más pérdida de
tiempo y sin más dilaciones —los dados estaban echados— me puse frente al
espejo del ropero, distribuí en diferentes bolsillos el dinero destinado a la
compra, embolsando las últimas monedas en los pantalones, me ajusté la corbata
de lazo y salí rumbo a la calle.
El pasillo estaba oscuro, frío, y en la escalera me topé
con la novia de mi vecino, el mugriento del 15, que bajaba taconeando y hecha
una furia. Es una muchacha realmente extraña, tanto que ha llegado al colmo de
regalarle una cacatúa a su novio, pero en esa ocasión me pareció más alterada
que nunca: iba golpeando con el bolso cada una las puertas que encontraba a su
camino. Por las dudas opté por no saludarla. También anoté mentalmente elevar
una protesta a Doña Reina, la portera. “Es una vergüenza” musité, “el mundo
entero es una vergüenza, y esta pensión también”.
Afuera, la calle todavía conservaba el estrépito apagado
del tránsito de las cinco de la tarde. Abrí la puerta del negocio y entré. Detrás del mostrador el gigante de lentes gruesos
miró extrañado. Me sorprendió la rareza y espesura del aire, lo desvaído de la
luz, la descomposición de miles de partículas flotantes en tan pequeño espacio;
era como haber ingresado a un desván y no a un establecimiento comercial. Di
los buenos días y aunque me costó —era difícil soportar la visión de tanta
mugre— fingí interés en los artículos que había desparramados por los estantes;
luego de dos o tres minutos de divague pregunté distraídamente por el precio
del azucarero de la vitrina.
El gigante de los lentes levantó la cabeza de golpe: era
evidente que mi pregunta lo había sorprendido. Tras un momento de vacilación,
repartió sus miradas entre la vitrina y mi persona, como buscando al objeto en
cuestión, o tal vez cerciorándose de que no hubiera testigos que pudieran
observarnos desde la calle. Cuando confirmó este punto, es decir, que no había
nadie afuera, volvió a mirarme y bajó los ojos. El silencio se alargó hasta que
muy pronto quedó claro que no sabía qué hacer. Le dirigí una discreta mirada
apremiante y abrió nervioso el cajón del mostrador de vidrio. De allí sacó un
cuaderno de tapas negras y empezó a hojearlo con dedos temblorosos. Las páginas
grasientas se pegaban unas con otras y a cada momento el tipo tenía que
soplarlas para lograr separarlas. Lo hacía con torpeza; varias veces noté que
junto con el soplido
salían despedidas partículas de saliva blanca que dejaban
su marca en el papel amarillento. También noté que como producto de un tic
nervioso parte de esa saliva comenzaba a acumulársele en las comisuras de los
labios. La uña del índice inmaculado recorrió con pausa renglones llenos de
números escritos con una letra de patas de araña. Cuando terminó, alzó la vista
para confirmar que yo continuaba allí. Luego, con visible fastidio, volvió a
bajarla mientras abría el cuaderno y recomenzaba la farsa.
“Está haciendo tiempo” pensé “quiere cansarme”.
Para demostrar que no lo iba a tener fácil apoyé la punta
de los dedos sobre el mostrador y moví mi cabeza hacia arriba y hacia abajo,
tratando de interponerme en el punto de mira de sus ojos huidizos, de modo que
cada vez que intentaba observar la calle —tal vez aguardando una ayuda
salvadora— se topaba conmigo. Luego de varias maniobras frustradas exhaló un
bufido sordo y masculló una cifra. Una cifra desproporcionada. No digo “el
precio” porque eso sería insultar la inteligencia de cualquier mortal con sentido
común. La había dicho con el fin de escandalizarme y obligarme a huir (y la
verdad que no andaba errado, una adquisición de ese porte hundiría mi economía
durante los próximos meses). Estuve a punto de retirarme cuando una inspiración
súbita me llevó a preguntar:
—¿Y no me lo puede vender sin boleta?
Formulé la pregunta con un tono ligeramente clandestino.
Cualquier persona honesta hubiera reaccionado con indignación y hasta con calor
ante semejante propuesta pero este sujeto, no es necesario repetirlo, era un
falsario: en vez de explotar bajó los ojos y por enésima vez volvió a abrir el
cuaderno. Pero esta vez no pudo soportar la tensión y lo cerró con rabia.
Después abrió el cajón del mostrador y lo lanzó con desprecio. Observé un
ligero temblor en las manos de pianista; era la rabia que lo invadía y que no
hallaba desahogo. Estaba en un aprieto. Para disimular se rascó indeciso la
nuca —pude ver con claridad el puño sucio de la camisa— y se metió la otra mano
en el bolsillo. Luego apretó los dientes como si estuviera calculando una
ecuación (los puntitos de sus ojos fijaban su odio en mí y luego seguían
bailando). El chiflido se le transformó en un siseo levísimo, muy débil,
acezante. Volvió a escrutar mis intenciones con un dejo de rencor; era evidente
que no alcanzaba a entender tanto interés en un azucarero.
“Es natural” pensé “está habituado a tratar con
delincuentes”.
Cambió de lugar un pincho de papeles, aunque sin quedar
convencido en absoluto de la nueva posición; iba a tocarlo de nuevo, tal vez
iniciando una serie de mudanzas que se extendería durante horas cuando me
incliné sobre el mostrador y aproximándome todo lo que pude, le dejé —sin decir
nada— en claro que no me iría hasta que contestase la pregunta. Pensamientos
contradictorios lo hicieron alargar la mano hacia el pincho, tocarlo con los
dedos; me miró y finalmente lo soltó, como si un campo de energía rodeara
el metal del clavo.
—¿Y? — pregunté impaciente.
Ahogó un sofoco; sorprendido, asintió con la cabeza
varias veces, como diciendo “sí, sí, ya voy, no me apure, ya mismo le digo”
pero no dijo nada. Volvió a clavar los puntitos en mí, ansioso por hallar
signos de entusiasmo o al menos de aprobación a algo que no sabía bien qué era.
Parecía desear que le soplara la respuesta, pero estaba equivocado: no iba a
facilitarle el trance. Me incliné y reiteré con morosidad criminal:
—¿Y entonces, señor, cuánto me quedaría sin impuestos?
El tipo retrocedió como si yo hubiera destapado un frasco
de azufre. Movió el labio varias veces, sin control, agregando otro tic a la
espumita que le emblanquecía las comisuras; se acomodó los lentes de armazón de
carey una docena de veces hasta que finalmente una gota de sudor le humedeció
la frente. Comenzó ametrallar al mundo con sonrisas, falsas sonrisas, cada una
más servil que la anterior. Era un espectáculo patético: parecía que le iba a
dar algo. Y así fue, de repente elevó las manos por encima de la cabeza y las
dejó caer sobre su frente ¡Plosch! El estrépito del aplauso detuvo los tics en
seco. Abrió los puntitos, extendió su palma abierta y dijo:
—Espere un poco.
La cortina verde se descorrió y desapareció tras ella.
Agotado, suspiré. La compra se presentaba mucho más complicada de lo esperado.
Miré el mostrador de vidrio: artículos insignificantes yacían en una tela verde
que parecía esa seda barata, el rayón. Sobre la pared, estantes diminutos
acumulaban cosas de valor abstruso: un autito antiguo, unos sacapuntas de
bronce, una navaja sevillana, un dedal, un casquillo de bala, una
bicicletita metálica negra, una pluma fuente con un filete dorado, varias
cajitas de forma romboidal, estilo mozárabe con incrustaciones de mármol o
plástico, vaya uno a saber. Una de ellas, con la tapa abierta, mostraba puntas
de bronce o cobre asomando.
Con estupor, comprendí que eran balas. Balas nuevas, no como ese casquillo al que le faltaba la
punta. Luego descubrí otra cajita en el estante de abajo y luego otra. Había lo
mismo en todos lados. Mezcladas con artículos de morondanga, aquello estaba
lleno de balas. Conté dieciséis cajitas, y paré. Había muchas más. “Esto es una
armería clandestina”. El asombro cedió al miedo, “son balas para armas”, y el
miedo al pavor, “ese tipo fue a buscar una para matarme”. Mareado, me acodé al
mostrador para no caer. Las piernas se me combaron y la realidad se diluyó en
gotas fáciles; quise salir de ahí pero no pude: evité la caída aferrándome al
mostrador y luego a un débil exhibidor de postales con base metálica que tenía
al lado; como hojas de un árbol raquítico las tarjetas cayeron aunque el
armazón me mantuvo erguido. Paralizado, sin poder dar los pasos necesarios para
llegar a la puerta, pensé ”Dios mío, voy a morir por un azucarero”.
El terror me cubrió como un fluido espeso. “¿Será cierto que las balas no
duelen?”. El cuerpo se me licuó hacia los pies pero no caí. Una voz interior me
replicó con ferocidad: “No. Arden. Sobre todo cuando entran por la espalda”.
Me encaminaba a la puerta cuando sentí el fogonazo.
Quieto, paralizado, toqué el centro de mi espalda y retiré los dedos húmedos. Un
líquido incoloro y brilloso, demasiado frío para sangre, me hervía en la tela
del saco. Sudaba como un condenado. Giré. La dueña del negocio estaba tras el
mostrador. Su mirada de anciana bondadosa me produjo un alivio infinito; me
sentí a salvo y agradecí vivamente la luz del sol que se colaba desde la calle
alborotando los corpúsculos del aire. Con una efusión que no me conocía amé a
todas las ancianas y a todos los ancianos del mundo; amé a los niños, las
palomas, los perros, incluso algunos gatos y otras mascotas domésticas como
canarios, tortuguitas o hamsters que habitaban el barrio sin que nadie las
tuviera en cuenta; amé el impulso vital que explosionaba por doquier y expandía
el universo en un gesto total y poderoso que derrotaba a la muerte y nos
regalaba ese vergel desaforado que no apreciábamos, el mundo que habita en el
barrio sin que nadie lo sepa.
En eso apareció el hijo agazapado tras la madre: los
puntitos continuaban con la misma expresión de asombro y curiosidad.
—¿Quién te mandó?
La voz de la anciana cortó el aire como una navaja.
Aunque sonreía, sus ojos me atravesaron con la frialdad de un carnicero. No
atiné a responder nada. Con una
agilidad que desmentía su tamaño, el gigante salió de
atrás del mostrador y se deslizó hacia mí. Con la exquisitez de un crack de
fútbol me esquivó, alcanzó la puerta y pasó la llave.
—No queremos ser molestados —aclaró innecesariamente la
anciana.
Miré al tipo y luego a ella, sospechando una broma absurda
pero los ojos de la vieja desmintieron cualquier posibilidad.
—¿Quién te mandó?
Acompañando el tono de la voz, la cara se le avinagró.
Hablaba en serio. Descarté el expediente de la indignación: el urso a mis
espaldas y las balas en los estantes no dejaban mucha opción.
—Nnnadie… —tartamudeé, y agregué—. No sé si yo... si
usted…
—¿Fue la bruja, no?
La vieja rodeó el mostrador y me encaró: estaba tan cerca
que, de quererlo, hubiera podido tocarme la panza con el índice.
—Esa bruja de… —masticó.
El miedo me retrajo instintivamente; mi codo chocó con un
abdomen duro como una pared. Bajé la vista y repetí balbuceos inconexos.
—... no sé qué dice … yo no sé si usted…
El odio de la vieja impregnó cada una de las letras:
—Esa bruja maldita.
Iba en serio. Muy en serio. Sólo conocía a alguien con
esa descripción.
—¿Ssse... refiere a… a Doña Reina, la portera del
edificio?
Al oír el nombre los ojitos brillaron un poco más; el
odio terminó por arquearle la cara.
—Esa bruja quiere joderme —palmeó el mostrador, como si
dictara una sentencia—. Pero no sabe con quién se mete.
Miré detrás de mí: al urso se tocaba la yema de los dedos
como si cada una tuviera un pequeño resorte. Sentí que allí había un error, un
gran error. Todo el mundo estaba loco, pero esa gente estaba totalmente loca. Y
yo era demasiado joven para morir.
—Eeh… Yo... —musité— vine a ... venía… solo quería… el azucarero... por favor…
me siento mal.
La anciana y su hijo permanecieron en suspenso, mirando
sin comprender. Me cubrí la cara con las manos y lloré; cuando quedó claro que
no tenía nada más para decir, la vieja enarcó las cejas. Movió la cabeza
extrañada, y me escrutó con una curiosidad casi científica, divertida, como si
no lo pudiera creer. Dos nuevas arrugas le deformaron las comisuras y apareció
una amplia sonrisa.
—¿El azucarero? —repitió— ¿el azucarero? ¿ese azucarero?
Asentí con un temblor de párpados, y me soné la nariz. Ella
regresó tras el mostrador cabeceando; su voz había cambiado.
—¿Qué te parece Lucho? El señor sólo quiere el
azucarero. Pero usted vive en la pensión de acá al lado ¿no es verdad? ¿No lo mandó la bruja?
En espera de la respuesta el urso cesó su silbido de
tuberculoso. Asentí rápido, con la dificultad de un avestruz atragantado,
—Nnno, señora, casi no nos hablamos.
Volvió a cabecear francamente sorprendida y ordenó:
—Lucho, el azucarero.
El tipo lo tomó a toda velocidad y con la misma gracia
inexplicable de bailarín de ballet se lo dio a su madre. Luego quedó quieto,
con las manos descansando sobre el mostrador como arañas blancas. Incrédula, la
vieja ensayó una disculpa:
—Como a éstos no los quiere nadie...
Al alcanzármelo el azucarero se agrandó por efecto de la
perspectiva; abrí las manos —los dedos hormigueantes de emoción— pero el tipo interrumpió.
—No —dijo con voz cavernosa.
Me quitó el azucarero y lo puso sobre el mostrador. Extrajo
un gran papel azul del cajón y lo alisó con un gesto exquisito. Colocó en medio
el azucarero y lo envolvió con ademanes hipnóticos y exactos; cruzó el paquete con
un piolín que culminó en un nudo de prestidigitador y me lo alcanzó.
La voz de la anciana sonó suave y bondadosa:
—Lléveselo vecino. No me debe nada.
Farfullé unas palabras de gratitud y salí a la calle con
un atolondramiento especial. El cielo se había vuelto más oscuro, el tránsito
había aumentado. Se veían más ceños fruncidos en la gente, pero yo tenía el
azucarero. Sí señor, mi azucarero. Subí las escaleras en un estado de
enternecimiento y de poder inefables. El azúcar esperaba en el cuarto, cada vez
faltaba menos: estaba siguiendo los pasos adecuados. De un modo claro y sereno
me prometí que mañana temprano iría a la despensa que está cerca de la estación
de trenes, a comprar el kilo de café necesario para celebrar el acontecimiento.
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