14/9/12

FIODOR DOSTOIEVSKI (1821 – 1881)
 
 
LA CONFESIÓN DE STAVROGUIN
 
(El capítulo censurado de Demonios)
 
 
 
Traducción directa del ruso y prólogo de RAFAEL CANSINOS ASSENS
 
 
 
SEGUNDA ENTREGA
 
 
 
CON TIJON  
 
 
(Según se recordará, al final de su entrevista con Schátov, después del episodio de la bofetada, aquel aconseja a Stavroguin vaya a ver a Tijón. En este capítulo Stavroguin sigue la exhortación del estudiante.)
 
 
I
 
 
Aquella noche no durmió Stavroguin. Pasósela toda entera sentado en su diván. Con frecuencia quedábase mirando fijo a un punto en el pico de la cómoda. Toda la noche tuvo luz encendida. A eso de las siete de la mañana durmiose por fin, y cuando a las nueve y media, según costumbre inveterada, entró Aléksieyi Yegórovich a llevarle el café, despertándole con su presencia, pareció, al abrir los ojos, llevarse una desagradable sorpresa al comprobar que hubiera podido dormir tanto tiempo y que fuese ya tan tarde. Aprisa bebiose el café, aprisa se vistió y aprisa fuese a la calle. A la circunspecta pregunta de Aléksieyi Yegórovich de si no tenía nada que mandarle, no respondió nada. Por la calle iba mirando al suelo y hondamente ensimismado. Al levantar por un instante la cabeza parecía poseído súbitamente de un vago pero intenso desasosiego. No lejos de su casa tropezose en una bocacalle con una pandilla de campesinos, unos cincuenta; iban tranquilos, casi en silencio, en orden deliberado. En la tiendecilla, adonde tuvo que aguardar un momento, dijo alguien que aquellos eran los operarios de los Schpigúlines. Apenas si reparó mayormente en ellos. Por último, a eso de las diez y media, llegó al extremo de la ciudad, a la orilla del río, ante la puerta de nuestro monasterio de la Madre de Dios, de Yefimiev. Allí, finalmente, pareció recordar algo inquietante y aflictivo; detúvose, buscose rápidamente algo en su bolsillo del costado y sonriose. En el vestíbulo preguntole al primer lego que vio por dónde se iba a ver al obispo Tijón, que había ido a parar allí una temporada de descanso. Inclinose el lego, y en seguida le indicó el camino.
 
Junto a la escalerilla, al extremo del largo edificio de dos pisos, encontrose con un grueso monje de pelo canoso, el cual, con imperio y maña, lo desembarazó del lego. El monje lo condujo por un camino muy angosto, que lo obligaba a continuas reverencias (aunque estaba tan gordo que no podía agacharse mucho, teniendo que limitarse a bajar a cada paso la cabeza), y sin cesar le suplicaba que lo siguiese, aunque ya de por sí lo iba siguiendo, sin necesidad de tal exhortación. Hízole el monje algunas preguntas sin objeto y le habló del abad. Pero, visto que no tenía respuesta, cada vez adoptó un aire más respetuoso. Stavroguin observó que allí parecían conocerlo, no obstante no haber estado él allí nunca desde niño, hasta donde alcanzaban sus recuerdos.
 
Luego que al extremo del camino hubieron llegado a la puerta, abriola el monje con impetuoso ademán. Informose por el criado de la celda, que solícito acudió, de si se podía pasar, y, sin aguardar contestación, fue y abrió la puerta. Con una inclinación, dejó pasar a la cara visita; después de gratificarle aquella, desapareció rápidamente, cual si lo hubiesen echado. Stavroguin penetró en una sala nada grande, y casi en el instante mismo dejose ver en la puerta de la sala contigua un hombre alto, flaco, de unos cincuenta y cinco años, embutido en una bata, con aire enfermo, una vaga sonrisa y un mirar especial, tímido. Aquel era Tijón, cuyo nombre oyérale Stavroguin por primera vez a Schátov y sobre el que luego él mismo había recogido ligeramente datos diversos.
 
Los informes habían sido muy distintos y contradictorios; pero todos ellos coincidían en que tanto los partidarios como los enemigos de Tijón (que los tenía) callaban acerca de él: los enemigos, por prudencia; los partidarios, hasta los convencidos, por cierta modestia, cual si quisieran ocultar algo, algún flaco suyo, quizá lo de que se hacía el loco por Cristo. Stavroguin habíase enterado de que llevaba ya seis años en el monasterio y que así la gente del pueblo como la gente gorda iban a verlo, que hasta en el lejano Petersburgo tenía adeptos fervientes, y, sobre todo, adeptas. Por el contrario, un digno y hasta piadoso anciano diole los informes siguientes: “Este Tijón está medio chiflado y, sin duda alguna, es un borrachín”. Yo, por mi cuenta, observé, de pasada, que eso último era un desatino puro, que no tenía aquél más que un antiguo dolor de reuma en una pierna, y, de cuando en cuando, un temblorcillo nervioso. También averiguó Stavroguin que el obispo que vivía retirado allí, no había acertado a granjearse especial respeto en el monasterio, ya a causa de su débil carácter, ya por culpa de una distracción imperdonable, que no compaginaba con su alta jerarquía. Contaba que el abad, rígido y severo en el cumplimiento de los deberes de su cargo, y hombre, además, de cultura notoria, había llegado a tenerle inquina y (aunque no en público, sino secretamente) acusábalo de despreocupación en su modo de ser y poco menos que de herejía. También el modo de conducirse de los hermanos con el prelado enfermo resultaba, si no irreverente por lo menos familiar. Igualmente mostraban las dos celdas que Tijón ocupaba, un pergeño algo raro. Junto a los viejos muebles de roble, forrados de cuero, había algunas cosas de precio: un valioso sillón, una gran mesa-escritorio, de labor admirable; una magnífica estantería, mesitas, vasares, todo, desde luego, regalo. Junto a un costoso tapiz de Bujara veíase una colchoneta. En las paredes, grabados profanos y mitológicos, pero en un rincón campeaba un gran armario con imágenes sagradas, que refulgían con destellos de oro y plata, una de ellas antiquísima, con reliquias. La biblioteca, según decían, era harto varia y contradictoria. Junto a las obras y escritos de los grandes santos y apóstoles del cristianismo veíanse obras dramáticas y novelas, y hasta es posible que cosas todavía peores.
 
Tras los primeros saludos, que uno y otro cambiaron, no sé por qué, con cortedad visible, condujo Tijón a su huésped, aprisa y casi sin miramientos, a su cuarto de trabajo; obligole a sentarse en el diván, junto a su mesa, y él fue y tomó asiento en una silla de tijera. Era asombroso hasta qué punto perdió Stavroguin su compostura. Parecía como si reconcentrase todas sus energías para resolverse a algo inusitado, singular, casi imposible para él. Esparció la vista un rato por la habitación, al parecer sin reparar en los objetos; estaba ensimismado, sin saber en qué pensaba. Aquel hondo silencio despabilole, y le pareció de pronto que Tijón, con una sonrisa total innecesaria, había bajado púdicamente los ojos. Aquello le inspiró en el mismo instante aversión y desvío y estuvo a punto de levantarse e irse. A juicio suyo, estaba Tijón completamente beodo. Pero de repente alzó aquél los ojos, y quedósele contemplando con una mirada tan firme y pensativa, con una expresión tan inesperada y enigmática, que hubo de sentir un leve temblor. Y ahora creía él algo de todo punto contrario: que Tijón ya sabía a qué había ido, que ya estaba informado (aunque nadie podía saberlo en todo el mundo) , y que sólo por no arredrarlo, por no infundirle temor, era por lo que no había hablado primero.
 
-¿Me conoce usted? -saltó, de pronto-. ¿Me he presentado o no? Usted perdone, soy tan distraído…
-Usted no se ha presentado, pero yo ya tuve otra vez, hace cuatro años, el gusto de verlo por el monasterio… casualmente.
 
Tijón hablaba lento y plácido, con una voz suave: sus palabras resultaban borrosas.
 
-Yo no estuve en este monasterio hace cuatro años -protestó Stavroguin con brusquedad superflua-. Yo únicamente vine aquí de niño, cuando usted aun no estaba.
-Puede que lo haya olvidado usted -observó Tijón con circunscrepcción y cortesía.
-No, no le olvidado, y sería hasta ridículo que no pudiera recordarlo -insistió Stavroguin, aferrándose a su idea-. Usted se equivoca si cree haberme visto antes.
 
Tijón guardó silencio. Ahora advertía Stavroguin la pasajera crispación nerviosa que de cuando en cuando le contraía el semblante, indicio de su mencionado padecimiento nervioso.
 
-Sólo veo que usted hoy no se encuentra bien -dijo-. Así que será mejor que me retire.
 
Hasta se levantó del asiento.
 
-Sí, desde ayer tengo fuertes dolores, y esta noche no he dormido apenas…
 
Se contuvo. Su huésped sumiose en un ensimismamiento inexplicable. El silencio duró largo rato, dos minutos.
 
-¿Usted ha estado observándome? -inquirió, de repente, excitado y receloso.
-Lo he estado mirando a usted porque me recuerda usted a su madre. Aunque en lo exterior no tenga ningún parecido con ella, en lo íntimo, espiritualmente, se le asemeja usted mucho.
-¡Ningún parecido tengo con ella, y menos espiritual, pero ni el más ligero! -Stavroguin volvió a excitarse desmesurada, infundadamente, sin saber él mismo por qué-. Eso lo dice usted… apiadado por mi situación -dijo-. ¿Pero es que mi madre viene a verlo?
-Sí, mucho.
-No lo sabía, nunca se lo oí decir. ¿Con frecuencia?
-Casi todos los meses, y más.
-Nunca, nunca tuve noticia de ello. No lo sabía -aquel hecho lo puso en un estado de excitación terrible-. ¿Ella le habrá dicho a usted, sin duda, que estoy loco? -exclamó.
-No; eso precisamente, no, aunque por otro conducto ha llegado a mis oídos.
-Pero usted debe tener una memoria bonísima para retener tales nimiedades. ¿Está usted enterado también de lo del bofetón?
-Sí, algo.
-Es decir, del todo. Usted tiene, verdaderamente, la mar de tiempo para enterarse de todo. ¿También de lo del desafío?
-También de lo del desafío.
-¡Aquí, realmente, no hacen falta periódicos! ¿Es que Schátov le había hablado ya de mí?
-No. Conozco al señor Schátov, pero hace ya bastante tiempo que no lo veo.
-¡Hum! ¿Qué mapa es ese que tiene aquí? ¡Bah, el mapa de la última guerra! ¿Para qué lo necesita usted?
-He comparado el mapa con el texto. Una descripción interesantísima.
-Déjemelo ver. Sí, no está realmente mal hecho. Aunque, después de todo, para usted resulta una lectura muy notable.
 
Tiró del libro y hojeolo a la ligera. Era una descripción extensa y hábil de la última guerra, no tanto en sentido militar como en el puramente literario. Hojeó el libro por aquí y por allá, y de pronto lo dejó  a un lado, impaciente.
 
-No sé, en verdad, a qué he venido -dijo, contra su voluntad, y miró a Tijón a los ojos, cual si aguardase su respuesta.
-Tampoco usted parece muy bien de salud.
-Sí, es posible.
 
Y de pronto púsose a contarle en palabras breves, incoherentes, que dejaban incomprensibles muchos detalles, que él, sobre todo por las noches, tenía alucinaciones, que veía o sentía junto a sí a un ser malo, burlón y astuto, multiforme, con caras cambiantes, pero siempre el mismo, y que él se ponía furioso.
 
Bruscas y confusas fueron esas confidencias, y parecían realmente venir de un loco; pero en medio de todo se expresaba Stavroguin con una notable y nunca vista franqueza, con una libertad de espíritu en él completamente inverosímil, hasta el punto de que parecía haber desaparecido de súbito y contra toda expectación el hombre antiguo. No se avergonzaba de delatar el miedo con que hablaba de sus alucinaciones. Pero todo esto duró sólo un segundo y fuese tan aprisa como viniera.
 
-Todo eso, naturalmente, es absurdo -dijo, rehaciéndose, rápido y malhumorado-. Debía ir a ver a un médico.
-Sí, tiene usted que hacerlo así, irremisiblemente -intimole Tijón.
-Lo dice usted con una seguridad… ¿Ha visto usted ya individuos como yo? ¿Con esos síntomas?
-Sí, pero muy raros. Sólo recuerdo uno en toda mi vida, un oficial del Ejército que había perdido a su mujer, a la ireemplazable compañera de su vida. Sé de otro caso, pero sólo de oídas. Ambos buscaron su curación en el extranjero… ¿Hace mucho tiempo que padece usted?
-Aproximadamente, un año; pero todo eso es absurdo. Irá a ver al médico. Todo esto es desatino, desatino puro. Soy yo mismo en distintas formas y nada más. Pero como yo me he valido de… esas expresiones, de seguro pensará usted que yo dudaba todavía, y aun estoy convencido de que soy yo mismo y no realmente el diablo.
 
Tijón mirolo interrogante.
 
-Y… ¿lo ve usted de verdad? -inquirió; es decir, que eliminaba toda duda tocante a la realidad y morbosidad de la alucinación-. ¿Ve usted verdaderamente alguna figura?
-Es notable que usted me lo pregunte, habiéndole yo dicho ya que sí la veo -a cada palabra estaba más excitado Stavroguin-. Naturalmente, la veo, la veo ni más ni menos que como ahora le veo a usted…; pero a veces la veo y no creo verla, aunque realmente la veo…., y hay veces que no sé quién es realmente; si yo o él… Absurdo todo. No pensará usted que sea realmente el diablo -añadió, volviéndose, burlón, de pronto-. Aunque eso estaría más de acuerdo con su profesión.
-La enfermedad es más verosímil, aunque…
-¿Aunque qué?
-Indudablemente, el demonio existe, aunque sus representaciones puedan ser diversísimas.
-¡Ah! ¿Por qué baja usted los ojos? -exclamó Stavroguin con sarcástica burla-. ¿Por qué se abochorna por mí? ¿Por qué creo en el demonio y fingiendo no creer en él le dirijo a usted esta solapada pregunta: “Si existe realmente el demonio”?
 
Tijón esbozó una vaga sonrisa.
 
-Pues sepa usted que yo no me avergüenzo de eso, y para pagarle a usted la descortesía, le diré francamente y con toda seriedad: creo en el demonio, en un demonio personal, bíblico, no en una alegoría; eso nadie tiene que demostrármelo. ¡Ahí lo tiene usted todo!
 
Su risa era nerviosa y antinatural. Tijón mirábalo con interés, con unos ojos algo tímidos, pero afables.
 
-¿Cree usted en Dios?
 
Stravoguin estremeciose.
 
-¡Sí; creo en Dios!
-Pues está escrito: “Cree, y con la fe moverás las montañas…” Disculpe usted este desatino, pero tengo curiosidad por saberlo: ¿Puede usted mover las montañas o no?
-Si Dios lo mandase, podría -dijo Tijón, en voz queda y contenida.
 
De nuevo su mirada buscó el suelo.
 
-Entonces viene a ser exactamente lo mismo que si Dios lo hiciese. No; ¿usted, usted mismo, en recompensa de su fe en Dios?
-Quizá no pudiera tampoco.
-¿Quizá? Eso, verdaderamente, no está mal. Aunque, después de todo, ¿sigue dudando?
-Porque mi fe no es perfecta, por eso dudo.
-¡Con que también su fe es imperfecta!
-Sí…; puede que mi fe no sea perfecta -repuso Tijón.
-No; jamás lo habría pensado al verlo.
 
Lo miró de repente, con notable asombro, lo que no avenía bien con el tono burlón de sus anteriores preguntas.
 
-Bueno, por lo menos cree usted en la remoción de las montañas, aunque con la ayuda de Dios, y no es ya poco eso. Por lo menos, tiene usted la voluntad de creer. Y concibe usted literalmente la montaña. Un buen principio. He observado que los caudillos de nuestra casta sacerdotal se inclinan al bando de Lutero. Eso es siempre más que el très peu de un arzobispo, proferido también bajo la coacción del sable. Usted, naturalmente, no es tampoco ningún Cristo.
 
Stavroguin hablaba aprisa; las palabras le saltaban de la boca medio en serio, medio en amenaza.
 
-De tu cruz, ¡oh Señor!, no me avergonzaré.
 
Fue más bien un apasionado susurro. Tijón inclinó más profundamente la cabeza.
 
-¿Se puede creer en el demonio no creyendo en Dios? -burlose Stravoguin.
-¡Oh, si es posible, ya lo creo!
 
Tijón lo miró y sonriose.
 
-Estoy seguro de que esa creencia la considera usted más estimable que la incredulidad completa.
 
Stavroguin se echó a reír.
 
-Por el contrario. El puro ateísmo es más estimable que la mundana indiferencia -protestó Tijón, al parecer, alegre e ingenuo.
-¡Oh, así es usted!
-Un ateo está en el penúltimo peldaño para la fe completa, llegue a alcanzarla o no; mientras que el indiferente no tiene pizca de fe, sino sólo un mísero miedo. Y eso raras veces, cuando es un pecador.
-¡Hum!... ¿Ha leído usted el Apocalipsis?
-Sí.
-¿Recuerda usted: “Y escribe al ángel de la Iglesia en Laodicea…?”
-Sí; lo sé.
-¿Dónde tiene usted el libro? -Stavroguin miraba, buscando, muy excitado e impaciente, por la mesa-. Querría leérselo… ¿Tiene usted alguna traducción?
-Conozco ese paso -dijo Tijón.
-¿Lo sabe usted de memoria? Pues dígalo…
 
Fijó la vista en el suelo, apoyó las palmas de las manos en las rodillas y aguardó, impaciente. Tijón se sabía aquel paso de memoria, palabra por palabra:
-“Y escribe al ángel de la Iglesia en Laodicea: ‘He aquí -dice- el Amén, el testigo fiel y verdadero, el principio de la creación de Dios. Yo conozco tus obras, que no eres frío ni caliente. ¡Ojalá fueses frío o caliente! Mas porque eres tibio, y no frío ni caliente, te vomitaré de mi boca. Porque tú dices: ‘Yo soy rico y estoy enriquecido, y no tengo necesidad de ninguna cosa.’ Y no conoces que tú eres un cuitado, y miserable, y pobre, y ciego, y desnudo…”
-¡Basta! -interrumpió Stravoguin-. ¿Sabe usted que lo quiero mucho?
-Y yo a usted -contestole, en voz queda, Tijón.
 
Stravoguin guardó silencio, y volió de pronto a sumirse en su anterior ensimismamiento. Parecía aquello un ataque, y era la tercera vez que le daba. Lo de le quiero a usted mucho, díjoselo a Tijón sin tener el ataque, quizá; pero en todo caso, de un modo para él mismo inesperado.
 
Transcurrió más de un minuto.
 
-No se enoje usted -murmuró Tijón, y diole, casi con temor, con un dedo en el codo.
 
Stavroguin se estremeció y frunció malignamente las cejas.
 
-¿Quién le ha dicho a usted que yo esté enojado? -inquirió rápidamente.
 
Tijón quiso decir algo; pero él lo atajó de pronto, presa de agitación inexplicable:
-¿Por qué cree usted que yo no tenía más remedio que enojarme? Sí; estoy enojado, tiene usted razón, y precisamente por haberle dicho a usted que lo quería. Tiene usted razón; pero es usted un cínico descarado, piensa usted muy mal de la naturaleza humana. No había menester ningún enojo, de tratarse de otro hombre que no yo… Por lo demás, aquí no se trata de los hombres, sino de mí. A pesar de todo, es usted un tío raro, y un loco…
 
Su excitación crecía, sus palabras se hacían notablemente insolentes.
 
-Oiga usted, a mí no me gustan los espías ni los psicólogos; por lo menos los que huronean en mi interior. No necesito a nadie para mi alma, nada necesito, yo mismo me basto. ¿Cree usted que yo le temo? -preguntó, alta la frente, y echó hacia atrás, imperioso, la cabeza-. Usted está, claro, plenamente convencido de que yo he venido a verle para revelarle un terrible secreto. Lo ha estado aguardando con toda la curiosidad de paleto de que es capaz. Bueno; pues sepa usted que yo no he de revelarle secreto alguno, y que yo puedo valerme sin usted.
 
Tijón mirolo firmemente a la cara.
 
-¿Le asusta a usted que el Cordero prefiera lo frío a lo simplemente tibio? -dijo-. Usted querría ser sólo tibio. Siento que una extraordinaria y acaso terrible resolución va apoderándose de usted. Le ruego que no se atormente usted; dígalo todo.
-Usted sabía, de fijo, que yo había venido a verle con algún objeto.
-Lo… adiviné -murmuró Tijón, y bajó los ojos.
 
Stavroiguin palideció, tembláronle levemente las manos. Un instante miró fijo y en silencio el vacío, casi pugnando con una decisión. Finalmente sacó del bolsillo lateral de su americana unas hojas impresas y las dejó arriba de la mesa.
 
-Estas hojas están destinadas a repartirse -dijo con voz ahogada-. Aunque sólo las lea un hombre, yo, para que usted lo sepa, no ocultaré ya nada; luego las leerán todos. No lo necesito a usted para nada, pues yo he tomado mi resolución. Pero lea usted… \Mientras lea, no diga nada; luego… lo dirá todo…
-¿Leo? -inquirió Tijón, indeciso.
-Lea usted, estoy tranquilo.
-No, sin gafas no puedo; es una letrita extranjera muy menuda.
-Aquí tiene las gafas.
 
Stavroguin cogiolas de encima de la mesa, se las alargó y recostose en el diván. Tijón no se volvió a mirarlo, y se sumió en seguida en la lectura.

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