G.
K. CHESTERTON (1874 – 1936)
EL
HOMBRE QUE FUE JUEVES
(PESADILLA)
Traducción
y prólogo de ALFONSO REYES
TRIGESIMOSÉPTIMA ENTREGA
CAPÍTULO
DÉCIMO
EL
DUELO (5)
Permaneció unos
segundos hundido en solemne perplejidad, contemplando aquel ridículo apéndice
de cartón. El sol, las nubes, las colinas .boscosas parecían contemplar también
aquella escena disparatada.
El Marqués rompió el silencio
con voz clara y casi jovial:
-Si mi ceja del lado
izquierdo puede serle útil a alguno, se la cedo. Coronel Ducroix, acepte usted
mi ceja izquierda. Son cosas que pueden ser útiles algún día.
Y se arrancó gravemente
una de aquellas admirables cejas asirías, trayéndose con ella casi la mitad de
su gran frente morena. Después la ofreció cortésmente al Coronel, que permanecía
mudo y encarnado de rabia.
-¡Si yo hubiera sabido
-soltó al fin- que estaba apadrinando a un cobarde que se enmascara y se forra
para batirse!...
-Ya lo sé, ya lo sé -dijo
el Marqués, que a la sazón regaba por el campo a derecha e izquierda diversas
partes de sí mismo-. Usted se equivoca al juzgarme. Pero ahora no tengo tiempo
de dar explicaciones. El tren está en la estación.
-Sí -dijo con ferocidad
el Dr. Bull- y el tren se irá de la estación. Y se irá sin usted. De sobra
sabemos la obra infernal que...
El misterioso Marqués
levantó los brazos desesperado. Aquel hombre, en mitad del campo, expuesto al
sol, gesticulando bajo la máscara, parecía un extraño espantajo.
-¿Quieren ustedes
volverme loco? -gritó-. El tren...
-No alcanzará usted el
tren -dijo Syme con energía, blandiendo la espada.
El espantajo se volvió
hacia Syme, y pareció reconcentrarse en un esfuerzo sublime antes de hablar:
-¡Cerdo, condenado,
ciego, insensato, excomulgado, maldito de Dios, estúpido, loco abominable!
-dijo sin tomar resuello-. ¡Grandísimo imbécil, cabeza de chorlito, cabeza a pájaros!...
-No tomará usted el tren
-repitió Syme.
-¿Y para qué demonios
quiero yo tomar el tren? -rugió el otro.
-Harto lo sabemos -dijo
el Profesor con energía-. Para arrojar una bomba en París.
-¡Bombas y rayos y
centellas sobre París y sobre Jericó! -gritó el otro arrancándose la cabellera-.
¿Están ustedes reblandecidos del cerebro, que no entienden lo que soy? ¿Pero están
ustedes creyendo que quiero alcanzar ese tren? Por mí ya pueden marcharse a
París veinte trenes. ¡Condenados trenes de París!
-Pues entonces ¿qué es
lo que a usted le preocupa? -preguntó el Profesor.
-¿Qué me preocupa? No
ciertamente alcanzar ese tren, sino evitar que me alcanzara; y ahora ¡santos
cielos! ya me ha alcanzado.
-Siento decirle
-observó Syme reprimiéndose- que sus explicaciones me resultan inintelegibles.
Tal vez si se quita usted ese fragmento de frente postiza y un poco de lo que antes
fue su barba le entenderemos mejor. La lucidez mental camina por muchos caminos.
¿Qué quiere usted decir con eso de que el tren le ha alcanzado? Puede que sea
efecto de mi imaginación literaria, pero me parece que con eso quiere usted
decir algo.
-Quiero decir todo y
más que todo -gritó el otro-. Quiero decir que hemos caído en manos del
Domingo.
-¿Hemos? -repitió el
Profesor estupefacto-. Y ¿quiénes hemos caído?
-Los de la policía,
nosotros, naturalmente! -dijo el Marqués, arrancándose el cuero cabelludo y la
otra media cara.
Y decubrió una cabeza
rubia, bien peinada, lisa -la cabeza típica del alguacil inglés- y una cara
sumamente pálida.
-Soy el inspector
Ratcliffe -dijo con una precipitación que ya era dureza-. Mi nombre es harto
conocido en la policía; ya comprendo de sobra que ustedes también pertenecen al
servicio. Pero, por si hay dudas... -y sacó la clásica tarjetita azul del
chaleco. El Profesor hizo un gesto de cansancio:
-Por Dios -dijo-, no
nos la muestre usted que ya tenemos bastantes para un juego de naipes.
El joven Bull tuvo,
como suelen tener muchos hombres que parecen estar llenos de vivacidad vulgar,
un rasgo de verdadero buen gusto. Fue él quien salvó la situación. En mitad de
esta escena de transformismo, se adelantó algunos pasos con toda la gravedad de
un padrino duelista, y se dirigió en estos términos a los dos padrinos del
Marqués.
-Caballeros: les debemos
a ustedes una satisfacción muy clara. Pero ante todo he de asegurar a ustedes
que no han sido víctimas de una bajeza, como podrían suponerlo, ni de nada que
pueda afectar el honor de un hombre. No han perdido ustedes su tiempo. Han ayudado
a una obra de salvación. No somos bufones, sino pobres hombres que luchamos contra
una inmensa conspiración. Una sociedad secreta de anarquistas nos anda dando caza
como a unas liebres. No se trata de esos desdichados locos que, atiborrados de filosofía
alemana, se atreven de cuando en cuando a lanzar una bomba, no, sino de toda una
iglesia rica, poderosa, fanática. Una iglesia del pesimismo oriental, que está
empeñada en aniquilar a los hombres como si fueran una plaga. Del
encarnizamiento con que nos persiguen, ya pueden ustedes juzgar por el hecho de
que nos obligan a usar estos disfraces, de que pido a ustedes perdón, y a
cometer estas locuras de que les ha tocado a ustedes ser víctimas.
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