ELIZABETH
KÜBLER-ROSS
LA
RUEDA DE LA VIDA
CUADRAGESIMOSEGUNDA
ENTREGA
SEGUNDA PARTE
"EL
OSO".
24.
LA SEÑORA SCHWARTZ (1)
Todo cambió con los
milagrosos adelantos de la medicina. Los médicos prolongaban vidas mediante
trasplantes de corazón y riñón y potentes medicamentos nuevos. Nuevos
instrumentos servían para diagnosticar precozmente las dolencias. Pacientes
cuyas enfermedades se habrían considerado incurables el año anterior tenían una
segunda oportunidad de vivir. Era gratificante, emocionante. Pero también creó
problemas, porque la gente se engañó con la ilusión de que la medicina podía
arreglarlo todo. Se presentaron dilemas éticos, morales, legales y económicos
no previstos. Vi que ciertos médicos, antes de tomar una decisión, consultaban
con compañías de seguros, no con otros médicos.
-Esto sólo va a
empeorar -le comenté al reverendo Gaines.
Pero no hacía falta ser
un genio para hacer ese pronóstico. Las señales eran evidentes. El hospital
había tenido que hacer frente a varios pleitos, algo que estaba ocurriendo con
mayor frecuencia que nunca. La medicina estaba cambiando. Daba la impresión de
que habría que reescribir las normas éticas.
-Ojalá las cosas fueran
como antes -contestó el reverendo.
Mi solución era
diferente:
-El verdadero problema
es que no tenemos una auténtica definición de la muerte.
Desde la época de los
hombres de las cavernas, nadie había logrado encontrar una definición exacta de
la muerte. Yo me preguntaba qué les ocurría a mis hermosos enfermos, personas
como Eva, que podían decir tantas cosas un día y al día siguiente ya no
estaban. Muy pronto el reverendo Gaines y yo comenzamos a formular la pregunta
a grupos formados por alumnos de medicina y teología, médicos, rabinos y
sacerdotes: "¿Adonde se va la vida? Si no está aquí, ¿dónde está?"
Comencé a intentar
definir la muerte. Me abrí a todas las posibilidades, incluso a algunas de las
tonterías que decían mis hijos en la mesa. Jamás les oculté en qué consistía mi
trabajo, lo cual nos era útil a todos. Contemplando a Kenneth y Barbara llegué
a la conclusión de que el nacimiento y la muerte son experiencias similares,
cada una el inicio de un viaje. Pero después llegaría a la conclusión de que la
muerte es la más agradable de esas dos experiencias, mucho más apacible.
Nuestro mundo estaba
lleno de nazis, sida, cáncer y cosas de ésas. Observé que, poco antes de morir,
los enfermos se relajaban, incluso los que se habían rebelado contra la muerte.
Otros, al acercarse su final, parecían tener experiencias muy claras con seres
queridos ya muertos, y hablaban con personas a las que yo no veía.
Prácticamente en todos los casos, la
muerte venía precedida por una singular serenidad.
¿Y después? Esa era la
pregunta que quería contestar.
Sólo podía juzgar
basándome en mis observaciones. Y una vez que morían, yo no sentía nada. Ya no
estaban. Un día podía hablar y tocar a una persona y a la mañana siguiente ya
no estaba ahí. Estaba su cuerpo, sí, pero era como tocar un trozo de madera.
Faltaba algo, algo físico. La vida.
"Pero ¿en qué
forma se va la vida? -seguía preguntando-. ¿Y adonde se va, si es que se va a
alguna parte? ¿Qué experimenta la persona en el momento de morir?"
En cierto momento mis
pensamientos volvieron a mi viaje a Maidanek, veinticinco años atrás. Allí
recorrí las barracas donde hombres, mujeres y niños habían pasado sus últimas
noches antes de morir en la cámara de gas. Recordé la impresión y asombro que
me causaron las mariposas dibujadas en las paredes, y mi pregunta: "¿Por
qué mariposas?"
Entonces, en un
relámpago de claridad, lo supe. Esos prisioneros eran como mis moribundos;
sabían lo que les iba a ocurrir. Sabían que pronto se convertirían en
mariposas. Una vez muertos, abandonarían ese lugar infernal, ya no serían
torturados, no estarían separados de sus familiares, no serían enviados a
cámaras de gas. Ya no importaría nada de esa horripilante vida. Pronto saldrían
de sus cuerpos como sale la mariposa de su capullo. Comprendí que ése era el
mensaje que quisieron dejar para las generaciones venideras.
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