GRAHAM GREENE (1904 – 1991)
EL PODER Y LA GLORIA
TRIGESIMOCTAVA
ENTREGA
SEGUNDA
PARTE
III (4)
Era verdad: había perdido las facultades. No podía
decirse a sí mismo que deseaba no haber cometido el pecado, porque, éste le
parecía ya sin importancia, mientras que amaba el fruto del mismo. Le hacía
falta un confesor para guiar lentamente su alma por los oscuros tránsitos que conducen
al horror, al pesar y al arrepentimiento.
La mujer ya no decía nada. Él meditaba si, después
de todo, no estuvo demasiado áspero con ella. Acaso su fe se hubiere afirmado
creyendo que era un mártir...; pero rechazó la idea: uno se debe a la verdad.
Se desplazó una pulgada o dos sobre las corvas y preguntó:
-¿A qué
hora amanece?
-A las cuatro... o las cinco... -respondió uno-.
¿Cómo lo hemos de saber, Padre? No tenemos relojes.
-¿Lleva
usted aquí mucho tiempo?
-Tres
semanas.
-¿Les
tienen aquí todo el día?
-Oh, no.
Nos hacen salir a limpiar el patio.
Pensó: “Entonces será cuando me descubran; si no lo
hacen más temprano, porque con seguridad uno de estos me traicionará primero”.
Una larga sucesión de ideas le condujo a exclamar después de un rato:
-Ofrecen
por mí un premio. Quinientos, seiscientos pesos; no estoy seguro.
Se calló de nuevo. No podía incitar a nadie para
que le delatara; hubiera sido tentarle a pecar. Pero, por otra parte, si allí
había un delator, no existía motivo para que a la miserable criatura le birlaran
el premio. Cometer tan feo pecado, comparable a un asesinato, y no tener
compensación terrenal... Creía simplemente que no sería equitativo.
Una voz
dijo:
-Aquí
nadie quiere ese maldito dinero.
De nuevo sintiose conmovido por un afecto
extraordinario. No era más que un criminal entre un hato de criminales... Tuvo
una sensación de compañerismo que nunca experimentara en tiempos antiguos,
cuando las gentes, los devotos, besaban su guante de algodón negro.
La voz
de la mujer piadosa gritó, histérica:
-¡Es una estupidez decirles eso! No sabe usted la
clase de miserables que hay aquí, Padre. Ladrones, asesinos...
-Bueno -arguyó
una voz enojada-, ¿y por qué está usted con nosotros?
-Tenía
libros buenos en mi casa -proclamó ella con orgullo insoportable.
El cura
no dijo nada que pudiera alterar su satisfacción. Dijo:
-Los hay
en todas partes. Aquí no es diferente.
-¿Buenos
libros?
Reprimió
la risa.
-No, no. Ladrones, asesinos... Oh, bueno, hija mía;
si tuviera usted más experiencia, sabría que se pueden hacer cosas peores.
El anciano parecía dormir sin sosiego: la cabeza
caída a un lado sobre un hombro del cura, refunfuñando. Dios sabe que no
hubiera sido nunca fácil moverse en aquel lugar, pero la dificultad aumentaba
con el paso de la noche y el endurecimiento de las extremidades. No podía
contraer los hombros sin despertar al viejo desde su sueño a otra noche de
penalidad. “Bueno -pensó-, fueron los de mi clase quienes le robaron; justo es
que yo esté un poco incómodo...” Estaba sentado, rígido y mudo, apoyado en la
pared húmeda, con los pies muertos, como los de un leproso, debajo de los muslos.
Los mosquitos seguían zumbando; era inútil defenderse de ellos azotando el
aire; lo invadían todo como un elemento más. Otra persona, lo mismo que el
anciano, se había dormido y estaba roncando con un tono raro de satisfacción,
como si hubiese comido y bebido bien en un banquete y estuviese descabezando
una siesta... Él intentó calcular la hora; ¿cuánto tiempo había pasado desde su
encuentro con el mendigo en la plaza? Probablemente no era mucho más de medianoche:
quedaban bastantes horas aún.
Por supuesto, aquello era el final; pero al propio
tiempo uno tiene que estar preparado para todo, incluso para escapar. Si Dios
le tenía destinado a salvarse, se podría evadir incluso delante del piquete de
ejecución. Pero Dios era misericordioso; sin duda la única razón por la cual Él
le negaría su paz (si es que la paz existe) sería porque aún fuera útil para
salvar un alma; la suya o la de otro.
Pero, ¿qué utilidad era la suya ya? Le tenían
acorralado; no se atrevería a entrar en un pueblo, pues alguien lo pagaría con
su vida; acaso alguien en pecado mortal e impenitente; era imposible calcular cuántas
almas llegarían a perderse todavía a causa de su obstinación y de su orgullo y
por negarse a admitir su derrota. Ni siquiera podría volver a decir misa: no
tenía vino. Todo se había ido por el gaznate sediento del jefe de Policía. La
cosa era pavorosamente complicada. Todavía le amedrentaba la muerte, la temería
más aún cuando amaneciese; pero ya comenzaba a sentirse atraído por su
sencillez.
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