JUAN CARLOS ONETTI (1909 – 1993)
JACOB Y EL OTRO
CUARTA ENTREGA
III. Cuenta el
narrador (2)
Bajaba la escalera
sin encontrar gente para repartir sonrisas y sombrerazos, pero con la cara
afable, en guardia. La mujer, que había esperado horas resuelta y sin
impaciencia, hundida en un sillón de cuero del hall, no haciendo caso a las
revistas de la mesita, fumando un cigarrillo tras otro, se puso de pie y lo
enfrentó. El príncipe Orsini no tenía escapatoria y tampoco la buscaba. Escuchó
el nombre, se quitó el sombrero y se inclinó rápidamente para besar la mano de
la mujer. Pensaba qué favor podía hacerle y estaba dispuesto a hacerle el que
pidiera. Era pequeña, intrépida y joven, muy morena y con la corta nariz en
gancho, los ojos muy claros y fríos. “Judía o algo así”, pensó Orsini. “Está
linda.” De inmediato el príncipe escuchó un lenguaje tan conciso que le
resultaba casi incomprensible, casi inaudito.
-El cartel ese en la plaza, los avisos en el diario. Quinientos pesos. Mi novio
va a pelear con el campeón. Pero hoy o mañana, mañana es miércoles, ustedes
tienen que depositar el dinero en el Banco o en El Liberal.
-Signorina -el príncipe hizo una sonrisa y balanceó un gesto
desolado-. ¿Luchar con el campeón? Usted se queda sin novio. Y lamentaría tanto
que una señorita tan hermosa ...
Pero ella, pequeña y más decidida ahora, sorteó sin esfuerzo la galantería
quincuagenaria de Orsini.
-Esta noche voy al Liberal para aceptar el desafío. Lo vi al
campeón en misa. Está viejo. Necesitamos los quinientos pesos para casarnos. Mi
novio tiene veinte años y yo veintidós. El es el dueño del almacén de Porfilio.
Vaya y véalo.
-Pero, señorita -dijo el príncipe aumentando la sonrisa-. Su novio, hombre
feliz, si me permite, tiene veinte años. ¿Qué hizo hasta ahora? Comprar y
vender.
-También estuvo en el campo.
-Oh, el campo -susurró extasiado el príncipe-. Pero el campeón dedicó toda su
vida a eso, a la lucha. ¿Que tiene algunos años más que su novio? Completamente
de acuerdo, señorita.
-Treinta, por lo
menos -dijo ella sin necesidad de sonreír, confiada en la frialdad de sus ojos.
Lo vi.
-Pero se trata de años que dedicó a aprender cómo se rompen, sin esfuerzo,
costillas, brazos, o cómo se saca suavemente, una clavícula de su lugar, cómo
se descoloca una pierna. Y si usted tiene un novio sano de veinte años...
-Usted hizo un desafío. Quinientos pesos por tres minutos. Esta noche voy
al Liberal, señor...
-Príncipe Orsini -dijo
el príncipe.
Ella cabeceó, sin perder tiempo en la burla; era pequeña, hermosa y compacta,
se había endurecido hasta el hierro.
-Me alegro por Santa María -sonrió el príncipe con otra reverencia-. Será un
gran espectáculo deportivo. ¿Pero usted, señorita, irá al diario en nombre de
su novio?
-Sí, me dio un papel. Vaya a verlo. Almacén Porfilio. Le dicen el turco. Pero
es sirio. Tiene el documento.
El príncipe comprendió que era inoportuno volver a besarle la mano.
-Bueno -bromeó-, soltera y viuda. Desde el sábado. Un destino muy triste,
señorita.
Ella le dio la mano
y caminó hacia la puerta del hotel. Era dura como una lanza, no tenía más que
la gracia indispensable para que el príncipe continuara mirándola de espaldas.
De pronto la mujer se detuvo y regresó.
-Soltera no, porque con esos quinientos pesos nos casamos. Tampoco viuda,
porque ese campeón está muy viejo. Es más grande que Mario, pero no puede con
él. Yo lo vi.
-De acuerdo. Usted lo vio salir de misa. Pero le aseguro que cuando la cosa
empieza en serio, es una bestia; y le juro que conoce el oficio. Campeón del
mundo y de todos los pesos, señorita.
-Bueno -dijo ella con un repentino cansancio-. Ya le dije, almacén de Porfilio
Hnos. Esta noche voy al Liberal; pero mañana me encuentra como
siempre en el almacén.
-Señorita... -volvió
a besarle la mano.
Era evidente que la mujer buscaba un acuerdo. De modo que Orsini fue al
restaurante y pidió un guiso con carne y pastas; luego, haciendo cuentas,
chupando de su boquilla con anillo de oro, vigiló el sueño, los gruñidos y los
movimientos de Jacob van Oppen.
A punto de dormirse sobre el silencio de la plaza, se adjudicó veinticuatro
horas de vacaciones. No era conveniente apresurar la visita al turco. Pensó
además, mientras apagaba la luz e interpretaba los ronquidos del gigante: “Ya
ha sufrido bastante, Señor, hemos sufrido; y no veo motivo para
apresurarme.”
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