KAREL KOSIK (1926 – 2003): UN MARXISMO CON
VUELO
METAFÍSICA DE LA CULTURA
(fragmentos de Dialéctica de lo concreto)
TERCERA ENTREGA
El arte y el equivalente social (2)
La adición acrítica de los fenómenos espirituales rígidos y no
analizados, a las “condiciones sociales” igualmente rígidas y acríticamente
concebidas, procedimiento achacado con frecuencia a los marxistas, y presentado
poco menos que como la esencia de su método, caracteriza una serie de obras de
autores idealistas y les sirve de criterio en la explicación científica de la
realidad. Resulta así que el idealismo más desenfrenado marcha del brazo del
materialismo más vulgar (1). Uno de los ejemplos más difundidos de semejante
simbiosis es el romanticismo. Determinado sector de la literatura, la poesía y
la filosofía románticas, se explican por la debilidad económica de Alemania,
por la impotencia de la burguesía teutona en la época de la Revolución
Francesa, por la fragmentación y el atraso de la Alemania de aquel tiempo. La
verdad de la conciencia, con sus formas fijas y rígidas y en ese sentido
incomprendidas y externas, se busca en las condiciones de una época
determinada. Pero el marxismo -y en esto reside su aportación revolucionaria-
fue el primero en sostener de que la verdad de la conciencia social está en el ser social. Ahora bien, las condiciones no son el ser. De la
sustitución del ser por las condiciones en el curso del examen de la
problemática citada, deriva una serie de ulteriores equívocos: la idea de que
el romanticismo es el conjunto de características de una determinada forma histórica de romanticismo o sea,
el medioevo, el pueblo idealizado, la fantasía, la naturaleza romantizada, la
nostalgia; sin embargo, el romanticismo crea continuamente nuevas
características y deja a un lado las antiguas. La idea, en suma, de que el
romanticismo y el antirromanticismo consiste en que el primero tiende hacia el
pasado, mientras el segundo mira al futuro; pero las corrientes románticas del
siglo XX demuestran que el futuro también ocupa un puesto importante entre las
categorías del romanticismo. La idea, pues, de que la diferencia entre
romanticismo y antirromanticismo consiste en que el romanticismo tiene
nostalgia del medioevo, mientras que al antirromanticismo le atrae la
antigüedad; pero también la antigüedad, como en fin de cuentas cualquier otra
cosa, puede ser objeto de la nostalgia romántica.
En semejante concepción tenemos, por tanto, de un lado las condiciones,
que forman el contenido de la conciencia, y de otro una conciencia pasiva
formada por las condiciones. Mientras la conciencia es pasiva e impotente, las
condiciones son determinantes y omnipotentes. Pero ¿qué son estas
“condiciones”? La omnipotencia no es una cualidad necesaria de las
“condiciones” de la misma manera que la pasividad no es una particularidad
eterna de la conciencia. Esa antinomia de las “condiciones” y de la conciencia
es una de las formas históricas transitorias de la dialéctica del sujeto y el
objeto, que es factor fundamental de la dinámica social.
El hombre no existe sin “condiciones” y es criatura social únicamente a
través de las “condiciones”. El contraste entre el hombre y las “condiciones”,
la antinomia de la conciencia impotente y de las omnipotentes “condiciones” no
es sino la contradicción entre las “condiciones” aisladas y el íntimo
desgarramiento del hombre aislado. El ser social no coincide con las
condiciones dadas ni con la situación ni con el factor económico, los cuales,
considerados aisladamente, sólo son aspectos deformados de ese mismo ser. En
determinadas fases del desarrollo social del hombre, el ser se halla
trastornado, ya que el aspecto objetivo del ser social sin el cual el hombre
pierde su propia humanidad y se convierte en una ilusión idealista, se
encuentra separado de la subjetividad de la actividad, de la actividad y la
potencialidad y posibilidades humanas. En ese trastorno histórico el aspecto
objetivo del hombre se transforma en una objetividad enajenada, en una
objetividad muerta e inhumana (“condiciones”, o factor económico), y la
subjetividad humana se convierte en existencia subjetiva, en miseria,
necesidad, vacío, en una posibilidad meramente abstracta, en deseo.
Pero, el carácter social del hombre no sólo consiste en el hecho de que
sin objeto él no es nada, sino ante todo en que demuestra su propia realidad en
una actividad objetiva. En la
producción y reproducción de la vida social, es decir, en la creación de sí
mismo como ser histórico social, el hombre produce:
1 los bienes materiales, el mundo materialmente sensible que tiene por
objeto el trabajo
2 las relaciones e instituciones sociales, el conjunto de las
condiciones sociales;
3 y, sobre esta base, las ideas, concepciones, emociones, la cualidad
humana y los sentido humanos correspondientes.
Sin el sujeto, estos productos sociales del hombre carecen de sentido,
mientras que el sujeto sin sus premisas materiales y productos objetivos es un
simple espejismo. La esencia del hombre
es la objetividad y la subjetividad.
Sobre la base del trabajo, en el trabajo y por medio del trabajo, el
hombre se ha creado a sí mismo no sólo como ser pensante,
cualitativamente distinto de otros animales superiores, sino también como el
único ser del universo, conocido de nosotros, capaz de crear la realidad. El hombre
es parte de la naturaleza, y él también es naturaleza. Pero, al mismo tiempo,
es un ser que en la naturaleza, y sobre la base de su dominio sobre la
naturaleza, tanto la “exterior” como la propia, crea una nueva realidad que no es reducible a la realidad natural. El mundo
que el hombre crea como realidad humano-social, tiene su origen en condiciones
independientes del hombre, y éste es absolutamente inconcebible sin ellas. Sin
embargo, con respecto a esas condiciones, presenta una cualidad nueva, distinta
y es irreducible a aquellas. El hombre tiene su origen en la naturaleza, es una
parte de ella y, al mismo tiempo, la supera; se comporta libremente con sus
propias creaciones, logra distanciarse de ellas, se plantea el problema de su
significado y trata de descubrir su propio lugar en el universo. No se halla
encerrado en sí mismo y en su mundo. Por cuanto crea el mundo humano, la
realidad social objetiva, y es capaz de superar una situación dada, ciertas
condiciones y premisas, puede comprender y explicar también el mundo no humano,
el universo y la naturaleza. El acceso del hombre a los secretos de la
naturaleza es posible sobre la base de la creación
de la realidad humana. La técnica moderna, los laboratorios experimentales,
los ciclotrones y los cohetes refutan la idea de que el conocimiento de la
naturaleza se funde en la contemplación.
La praxis humana se manifiesta también bajo otra luz: es el escenario
donde se opera la metamorfosis de lo objetivo en subjetivo, y de lo subjetivo
en objetivo; es el centro activo donde se efectúan los intentos humanos y donde
se descubren las leyes de la naturaleza. La praxis humana funde la causalidad
con la finalidad. Y si partimos de la praxis humana como de la realidad social
fundamental, descubrimos de nuevo que también en la conciencia humana, sobre la
base de la practica, y en unidad indisoluble, se forman dos funciones
esenciales: la conciencia humana al mismo tiempo registra y proyecta, verifica
y planea; o sea, es a la vez reflejo y proyecto.
El carácter dialéctico de la praxis imprime una marca indeleble en todas las creaciones humanas. También la
imprime en el arte. Una catedral de la Edad Media no es sólo expresión e imagen
del mundo feudal, sino, al mismo tiempo, un elemento de la estructura de aquel
mundo. No sólo reproduce la realidad medieval en forma artística, sino que
también la produce artísticamente. Toda
obra de arte muestra un doble carácter en indisoluble unidad: es expresión de
la realidad, pero, simultáneamente crea la realidad, una realidad que no existe
fuera de la obra o antes de la obra, sino precisamente sólo en la obra.
Se cuenta que los patricios de Amsterdam rechazaron indignados La ronda nocturna (1642) de Rembrandt,
ya que no se reconocían en ella, y esta les producía la impresión de una
realidad deformada. Así, pues, ¿la realidad sólo será conocida exactamente si
el hombre se reconoce en ella? Semejante opinión presupone que el hombre se
conoce a sí mismo y sabe qué aspecto tiene y quién es; presupone igualmente que
conoce la realidad independientemente del
arte y la filosofía. Pero ¿cómo sabe el hombre todo eso, y de dónde extrae la
certeza de que lo que sabe es la realidad misma, y no sólo su propia representación de la realidad? Aquellos patricios
defendían su representación de la realidad contra la realidad de la obra de
Rembrandt, y, por tanto, ponían en un mismo plano los prejuicios y la realidad.
Defendían la opinión de que la verdad estaba en su representación y que, por
consiguiente, esta era la representación de la realidad. De aquí se llega de un
modo perfectamente lógico a la conclusión de que la expresión artística de la
realidad debe consistir en la traducción de su representación de lo real al
lenguaje sensible de las obras de arte. La realidad es, pues, conocida, y al artista
sólo le toca reconocerla e ilustrarla. Pero, la obra de arte no es sólo
expresión de la representación de la
realidad; en unidad indisoluble con tal expresión, crea la realidad, la realidad de la belleza y del arte.
Las interpretaciones tradicionales de la historia de la poesía, de la
filosofía, de la pintura y de la música, no niegan que todas las grandes corrientes artísticas y del
pensamiento han surgido en un proceso de lucha con concepciones ya superadas.
Pero, ¿por qué? Es habitual referirse al peso de los prejuicios y de la
tradición y se inventan “leyes” de acuerdo con las cuales el desarrollo de las
formas espirituales de la conciencia se opera históricamente como la sucesión
de dos tipos “eternos” (clasicismo y romanticismo). O bien como la oscilación
pendular de un extremo a otro. Pero estas “explicaciones” no explican nada, y
no hacen más que oscurecer el problema.
La ciencia contemporánea se basa desde sus premisas en la revolución
galileana. La naturaleza es un libro abierto y el hombre puede leerlo, a
condición de que aprenda el lenguaje en
que está escrito. Ahora bien, desde el momento en que el lenguaje de la
naturaleza es la lingua mathematica,
el hombre no puede explicar científicamente
la naturaleza ni dominarla prácticamente,
si no asimila el lenguaje de las figuras geométricas y de los símbolos
matemáticos. A quien no domine las matemáticas, le está vedada la comprensión
científica de la naturaleza. La naturaleza (por supuesto, en uno de los aspectos de ella) es muda
para él.
¿En qué lenguaje está escrito el libro del mundo humano y de la realidad
humano-social? ¿Cómo y a quién se revela esta realidad? Si la realidad
humano-social fuese conocida por sí misma y en la conciencia ingenua cotidiana,
la filosofía y el arte se convertirían en un lujo inútil que, de acuerdo con
tales o cuales exigencias, podría ser tomado en consideración o rechazado. La
filosofía y el arte no harían otra cosa que volver a repetir, bien
conceptualmente con un lenguaje intelectual, o bien mediante imágenes con un
lenguaje emotivo, lo que ya era conocido sin ellos, y existe para el hombre independientemente de
ellos.
El hombre quiere comprender la realidad, pero con frecuencia sólo tiene “en
la mano” la superficie de ella, o una falsa apariencia de esa realidad. ¿Cómo
se muestra entonces esta última en su autenticidad? ¿Cómo se manifiesta al
hombre la verdadera realidad humana? El hombre llega al conocimiento de
sectores parciales de la realidad humano-social, y a la comprobación de su
verdad por medio de las ciencias especiales. Para conocer la realidad humana en su conjunto y descubrir la verdad de la realidad en su autenticidad, el hombre dispone de
dos medios: la filosofía y el arte. Por esta razón, la filosofía y el arte tienen
para el hombre un significado específico y cumplen una misión especial. Por sus
funciones el arte y la filosofía son para el hombre vitalmente importantes,
inapreciables e insustituibles. Rousseau habría dicho que son inalienables.
En el gran arte la realidad se revela al hombre. El arte, en el
verdadero sentido de la palabra, es al mismo tiempo desmistificador y
revolucionario, ya que conduce al hombre de las representaciones y los
prejuicios sobre la realidad a la realidad misma y a su verdad. Tanto en el
arte auténtico como en la auténtica filosofía (2) se revela verdad de la
historia: la humanidad es colocada ante su propia realidad (3).
¿Cuál es la realidad que se revela al hombre en el arte? ¿Es una
realidad que el hombre ya conoce y
que sólo pretende apropiarse en otra forma,
es decir, representársela sensiblemente? Si las obras dramáticas de Shakespeare
no son “otra cosa que” (4) la representación artística de la lucha de clases en
la época de la acumulación originaria, si un palacio renacentista no es “otra
cosa que” la expresión del poder de clase de la naciente burguesía capitalista,
cabe preguntar aquí: ¿por qué estos fenómenos sociales, que existen de por sí e
independientemente del arte, deben manifestarse otra vez en el arte bajo una apariencia que constituye un
enmascaramiento de su carácter real y que, en cierto sentido, al mismo tiempo
oculta y revela su verdadera esencia? En esta concepción se presupone que la
verdad expresada por el arte puede ser alcanzada también por otro camino, con
la única diferencia de que el arte presenta esa verdad “artísticamente”, en imágenes
que poseen una evidencia sensible, mientras que al ser presentada en la otra
forma la misma verdad resulta menos sugestiva.
Un templo griego, una catedral medioeval, o un palacio renacentista, expresan la realidad, pero a la vez
crean esa realidad. Pero no crean solamente la realidad antigua, medioeval o
renacentista; no sólo son elementos constructivos de la sociedad
correspondiente, sino que crean como perfectas
obras artísticas una realidad que sobrevive al mundo histórico de la
antigüedad, del medioevo y del Renacimiento. En esa supervivencia se revela el carácter específico de su realidad. El
templo griego es algo distinto de una moneda antigua que al desaparecer el
mundo antiguo ha perdido su propia realidad, su validez; ya no vale, ya no
funciona como medio de pago o materialización de un valor. Con el hundimiento
del mundo antiguo pierden también su realidad los elementos que cumplían en él
cierta función: el templo antiguo pierde su inmediata función social como lugar
destinado a los oficios divinos y a las ceremonias religiosas; el palacio
renacentista ya no es un símbolo visible de poderío, la auténtica residencia de
un magnate del Renacimiento. Pero al hundirse el mundo histórico y quedar
abolidas sus funciones sociales, ni el templo antiguo ni el palacio renacentista
han perdido su valor artístico. ¿Por qué? ¿Son expresión de un mundo que ya ha desaparecido
en su historicidad, pero que sigue sobreviviendo en ellos? ¿Cómo y con qué
sobrevive? ¿Tal vez como conjunto de condiciones dadas? ¿O bien como material
trabajado y elaborado por hombres que imprimieron en él sus propias
características? A partir de un palacio renacentista es posible hacer deducciones
acerca del mundo del Renacimiento; valiéndose de un palacio renacentista cabe
adivinar la actitud del hombre hacia la naturaleza, el grado de realización de
la libertad del individuo, la división del espacio y la expresión del tiempo,
la concepción de la naturaleza. Pero la obra de arte expresa el mundo en cuanto
lo crea. Y crea el mundo en cuanto que revela la verdad de la realidad, en
cuanto que la realidad se expresa en la obra artística. En la obra de arte la
realidad habla al hombre.
Hemos partido de la idea de que el examen de las relaciones del arte con
la realidad y las concepciones de realismo y no realismo que derivan de ello,
exigen necesariamente una respuesta a la pregunta: ¿qué es la realidad? Por
otro lado, el propio análisis de la obra de arte nos lleva a la pregunta que
constituye el objetivo principal de nuestras consideraciones: ¿Qué es la
realidad humano-social y cómo es creada esta realidad?
Notas
1) Véase, por ejemplo, la explicación del romanticismo
y de la conciencia desdichada en el libro de Jean Wahl, La malheur de la consciencie dans la philosophie de Hegel, París,
1951.
2) Los epítetos como “auténtica”, “grande”, etc.,
debieran ser un pleonasmo. En determinadas circunstancias son precisiones
necesarias.
3) Podríamos demostrar con evidencia estas deducciones
generales con una de las obras de arte más grandes de la primera mitad del
siglo XX, el Guernica de Picasso.
Este cuadro, evidentemente, no es ni una incomprensible deformación de la
realidad ni un experimento cubista “no realista”.
4) Ya desde el primer capítulo hemos visto en la
fórmula “no es otra cosa que” una expresión típica del reduccionismo.
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