LEÓN TOLSTOI (1828 -1910)
LA MUERTE DE
IVAN ILICH
TERCERA ENTREGA
3
Así vivió Ivan Ilich durante diecisiete años desde su casamiento. Era ya
un fiscal veterano. Esperando un puesto más atrayente, había rehusado ya varios
traslados cuando surgió de improviso una circunstancia desagradable que
perturbó por completo el curso apacible de su vida. Esperaba que le ofrecieran
el cargo de presidente de tribunal en una ciudad universitaria, pero Hoppe de
algún modo se le había adelantado y había obtenido el puesto. Ivan Ilich se
irritó y empezó a quejarse y a reñir con Hoppe y sus superiores inmediatos,
quienes comenzaron a tratarle con frialdad y le pasaron por alto en los
nombramientos siguientes.
Eso ocurrió en 1880, año que fue el más duro en la vida de Ivan Ilich.
Por una parte, en ese año quedó claro que su sueldo no les bastaba para vivir,
y, por otra, que todos le habían olvidado; peor todavía, que lo que para él era
la mayor y más cruel injusticia a otros les parecía una cosa común y corriente.
Incluso su padre no se consideraba obligado a ayudarle. Ivan Ilich se sentía
abandonado de todos, ya que juzgaban que un cargo con un sueldo de tres mil
quinientos rubIos era absolutamente normal y hasta privilegiado. Sólo él sabía
que con el conocimiento de las injusticias de que era víctima, con el
sempiterno refunfuño de su mujer y con las deudas que había empezado a contraer
por vivir por encima de sus posibilidades, su posición andaba lejos de ser
normal.
Con el fin de ahorrar dinero, pidió licencia y fue con su mujer a pasar
el verano de ese año a la casa de campo del hermano de ella. En el campo, Ivan
Ilich, alejado de su trabajo, sintió por primera vez en su vida no sólo
aburrimiento, sino insoportable congoja. Decidió que era imposible vivir de ese
modo y que era indispensable tomar una determinación.
Después de una noche de insomnio, que pasó entera en la terraza, decidió
ir a Petersburgo y hacer gestiones encaminadas a escarmentar a aquellos que no
habían sabido apreciarle y a obtener un traslado a otro ministerio.
Al día siguiente, no obstante las objeciones de su mujer y su cuñado,
salió para Petersburgo. Su único propósito era solicitar un cargo con un sueldo
de cinco mil rubIos. Ya no pensaba en talo cual ministerio, ni en una
determinada clase de trabajo o actividad concreta. Todo lo que ahora necesitaba
era otro cargo, un cargo con cinco mil rubIos de sueldo, bien en la
administración pública, o en un banco, o en los ferrocarriles, o en una de las
instituciones creadas por la emperatriz María, o incluso en aduanas, pero con
la condición indispensable de cinco mil rubIos de sueldo y de salir de un
ministerio en el que no se le había apreciado.
Y he aquí que ese viaje de Ivan Ilich se vio coronado con notable e
inesperado éxito. En la estación de Kursk subió al vagón de primera clase un
conocido suyo, F. S. Ilin, quien le habló de un telegrama que hacía poco
acababa de recibir el gobernador de Kursk anunciando un cambio importante que
en breve se iba a producir en el ministerio: para el puesto de Pyotr Ivanovich
se nombraría a Ivan Semyonovich.
El cambio propuesto, además de su significado para Rusia, tenía un
significado especial para Ivan Ilich, ya que el ascenso de un nuevo
funcionario, Pyotr Petrovich, y, por consiguiente, el de su amigo Zahar
Ivanovich, eran sumamente favorables para Ivan Ilich, dado que Zahar Ivanovich
era colega y amigo de Ivan Ilich.
En Moscú se confirmó la noticia, y al llegar a Petersburgo Ivan Ilich
buscó aZahar Ivanovich y recibió la firme promesa de un nombramiento en su
antiguo departamento de justicia.
Al cabo de una semana mandó un telegrama a su mujer: «Zahar en puesto de
Miller. Recibiré nombramiento en primer informe.»
Gracias a este cambio de personal, Ivan Ilich recibió inesperadamente un
nombramiento en su antiguo ministerio que le colocaba a dos grados del
escalafón por encima de sus antiguos colegas, con un sueldo de cinco mil
rubIos, más tres mil quinientos de remuneración por traslado. Ivan Ilich olvidó
todo el enojo que sentía contra sus antiguos enemigos y contra el ministerio y
quedó plenamente satisfecho.
Ivan Ilich volvió al campo más contento y feliz de lo que lo había
estado en mucho tiempo. Praskovya Fyodorovna también se alegró y entre ellos se
concertó una tregua. Ivan Ilich contó cuánto le había festejado todo el mundo
en la capital, cómo todos los que habían sido sus enemigos quedaban
avergonzados y ahora le adulaban servilmente, cuánto le envidiaban por su nuevo
nombramiento y cuánto le quería todo el mundo en Petersburgo.
Praskovya Fyodorovna escuchaba todo aquello y aparentaba creerlo. No
ponía peros á nada y se limitaba a hacer planes para la vida en la ciudad a la
que iban a mudarse. E Ivan Ilich vio regocijado que tales planes eran los suyos
propios, que marido y mujer estaban de acuerdo y que, tras un tropiezo, su vida
recobraba el legítimo y natural carácter de proceso placentero y decoroso.
Ivan Ilich había vuelto al campo por breves días. Tenía que incorporarse
a su nuevo cargo el 10 de septiembre. Por añadidura, necesitaba tiempo para
instalarse en su nuevo domicilio, trasladar a éste todos los enseres de la
provincia anterior y comprar y encargar otras muchas cosas; en una palabra,
instalarse tal como lo tenía pensado, lo cual coincidía casi exactamente con lo
que Praskovya Fyodorovna tenía pensado a su vez.
Y ahora, cuando todo quedaba resuelto tan
felizmente, cuando su mujer y él coincidían en sus planes y, por añadidura, se
veían tan raras veces, se llevaban más amistosamente de lo que había sido el
caso desde los primeros días de su matrimonio. Ivan Ilich había pensado en llevarse
a la familia en seguida, pero la insistencia de su cuñado y la esposa de éste,
que de pronto se habían vuelto notablemente afables e íntimos con él y su
familia, le indujeron a partir solo.
Y, en efecto, partió solo, y el jovial estado de ánimo producido por su
éxito y la buena armonía con su mujer no le abandonó un instante. Encontró un
piso exquisito, idéntico a aquel con que habían soñado él y su mujer. Salones
grandes altos de techo y decorados al estilo antiguo, un despacho cómodo y
amplio, habitaciones para su mujer y su hija, un cuarto de estudio para su hijo
-se hubiera dicho que todo aquello se había hecho ex profeso para ellos. El
propio Ivan Ilich dirigió la instalación, atendió al empapelado y tapizado,
compró muebles, sobre todo de estilo antiguo, que él consideraba muy comme
il faut, y todo fue adelante, adelante, hasta alcanzar el ideal que se
había propuesto. Incluso cuando la instalación iba sólo por la mitad superaba
ya sus expectativas. Veía ya el carácter comme il faut, elegante y
refinado que todo tendría cuando estuviera concluido. A punto de quedarse
dormido se imaginaba cómo sería el salón.
Mirando la sala, todavía sin terminar, veía ya la chimenea, el biombo,
la riconera y las sillas pequeñas colocadas al azar, los platos de adorno en las
paredes y los bronces, cuando cada objeto ocupara su lugar correspondiente. Se
alegraba al pensar en la impresión que todo ello causaría en su mujer y su
hija, quienes también compartían su propio gusto. De seguro que no se lo
esperaban. En particular, había conseguido hallar y comprar barato objetos
antiguos que daban a toda la instalación un carácter singularmente
aristocrático. Ahora bien, en sus cartas lo describía todo peor de lo que
realmente era, a fin de dar a su familia una sorpresa. Todo esto cautivaba su
atención a tal punto que su nuevo trabajo oficial, aun gustándole mucho, le
interesaba menos de lo que había esperado. Durante las sesiones del tribunal
había momentos en que se quedaba abstraído, pensando en si los pabellones de
las cortinas debieran ser rectos o curvos. Tanto interés ponía en ello que a
menudo él mismo hacía las cosas, cambiaba la disposición de los muebles o
volvía a colgar las cortinas. Una vez, al trepar por una escalerilla de mano
para mostrar al tapicero -que no lo comprendía cómo quería disponer los
pliegues de las cortinas, perdió pie y resbaló, pero siendo hombre fuerte y
ágil, se afianzó y sólo se dio con un costado contra el tirador de la ventana.
La magulladura le dolió, pero el dolor se le pasó pronto. Durante todo este
tiempo se sentía sumamente alegre y vigoroso. Escribió: «Estoy como si me
hubieran quitado quince años de encima.» Había pensado terminar en septiembre,
pero esa labor se prolongó hasta octubre. Sin embargo, el resultado fue
admirable, no sólo en su opinión sino en la de todos los que lo vieron.
En realidad, resultó lo que de ordinario resulta en las viviendas de
personas que quieren hacerse pasar por ricas no siéndolo de veras, y, por
consiguiente, acaban pareciéndose a otras de su misma condición: había
damascos, caoba, plantas, alfombras y bronces brillantes y mates... en suma,
todo aquello que poseen las gentes de cierta clase a fin de asemejarse a otras
de la misma clase, y la casa de Ivan Ilich era tan semejante a las otras que no
hubiera sido objeto de la menor atención; pero a él, sin embargo, se le
antojaba original.
Quedó sumamente contento cuando fue a recibir a su familia a la estación
y la llevó al nuevo piso, ya todo dispuesto e iluminado, donde un criado con
corbata blanca abrió la puerta del vestíbulo que había sido adornado con
plantas; y cuando luego, al entrar en la sala y el despacho, la familia
prorrumpió en exclamaciones de deleite. Los condujo a todas partes, absorbiendo
ávidamente sus alabanzas y rebosando de gusto. Esa misma tarde, cuando durante
el té Praskovya Fyodorovna le preguntó entre otras cosas por su caída, él
rompió a reír y les mostró en pantomima cómo había salido volando y asustado al
tapicero.
-No en vano tengo algo de atleta. Otro se hubiera matado, pero yo sólo
me di un golpe aquí... mirad. Me duele cuando lo toco, pero ya va pasando... No
es más que una contusión.
Así pues, empezaron a vivir en su nuevo domicilio, en el que cuando por
fin se acomodaron hallaron, como siempre sucede, que sólo les hacía falta una
habitación más. Y aunque los nuevos ingresos, como siempre sucede, les venían
un poquitín cortos (cosa de quinientos rublos) todo iba requetebién. Las cosas
fueron especialmente bien al principio, cuando aún no estaba todo en su punto y
quedaba algo por hacer: comprar esto, encargar esto otro, cambiar aquello de
sitio, ajustar lo de más allá. Aunque había algunas discrepancias entre marido
y mujer, ambos estaban tan satisfechos y tenían tanto que hacer que todo
aquello pasó sin broncas de consideración. Cuando ya nada quedaba por arreglar
hubo una pizca de aburrimiento, como si a ambos les faltase algo, pero ya para
entonces estaban haciendo amistades y creando rutinas, y su vida iba
adquiriendo consistencia.
Ivan Ilich pasaba la mañana en el juzgado y volvía a casa a la hora de
comer. Al principio estuvo de buen humor, aunque a veces se irritaba un tanto a
causa precisamente del nuevo alojamiento. (Cualquier mancha en el mantel, o en
la tapicería, cualquier cordón roto de persiana, le sulfuraban; había trabajado
tanto en la instalación que cualquier desperfecto le acongojaba.) Pero, en
general, su vida transcurría como, según su parecer, la vida debía ser: cómoda,
agradable y decorosa. Se levantaba a las nueve, tomaba café, leía el periódico,
luego se ponía el uniforme y se iba al juzgado. Allí ya estaba dispuesto el
yugo bajo el cual trabajaba, yugo que él se echaba de golpe encima:
solicitantes, informes de cancillería, la cancillería misma y sesiones públicas
y administrativas. En ello era preciso saber excluir todo aquello que, siendo
fresco y vital, trastorna siempre el debido curso de los asuntos judiciales;
era también preciso evitar toda relación que no fuese oficial y, por añadidura,
de índole judicial. Por ejemplo, si llegase un individuo buscando informes
acerca de algo, Ivan Ilich, como funcionario en cuya jurisdicción no entrara el
caso, no podría entablar relación alguna con ese individuo; ahora bien, si éste
recurriese a él en su capacidad oficial -para algo, pongamos por caso, que
pudiera expresarse en papel sellado-, Ivan Ilich haría sin duda por él cuanto
fuera posible dentro de ciertos límites, y al hacerlo mantendría con el
individuo en cuestión la apariencia de amigables relaciones humanas, o sea, la
apariencia de cortesía. Tan pronto como terminase la relación oficial
terminaría también cualquier otro género de relación. Esta facultad de separar
su vida oficial de su vida real la poseía Ivan Ilich en grado sumo y, gracias a
su larga experiencia y su talento, llegó a refinarla hasta el punto de que a
veces, a la manera de un virtuoso, se permitía, casi como jugando, fundir la
una con la otra. Se permitía tal cosa porque, de ser preciso, se sentía capaz
de volver a separar lo oficial de lo humano, y hacía todo eso no sólo con
facilidad, agrado y decoro, sino con virtuosismo. En los intervalos entre las
sesiones del tribunal fumaba, tomaba té, charlaba un poco de política, un poco
de temas generales, un poco de juegos de naipes, pero más que nada de
nombramientos, y cansado, pero con las sensaciones de un virtuoso -uno de los
primeros violines que ha ejecutado con precisión su parte en la orquesta volvía
a su casa, donde encontraba que su mujer y su hija habían salido a visitar a
alguien, o que allí había algún visitante, y que su hijo había asistido a sus
clases, preparaba sus lecciones con ayuda de sus tutores y estudiaba con ahínco
lo que se enseña en los institutos. Todo iba a pedir de boca. Después de la
comida, si no tenían visitantes, Ivan Ilich leía a veces algún libro del que a
la sazón se hablase mucho, y al anochecer se sentaba a trabajar, esto es, a
leer documentos oficiales, consultar códigos, cotejar declaraciones de testigos
y aplicarles la ley correspondiente. Ese trabajo no era ni aburrido ni divertido.
Le parecía aburrido cuando hubiera podido estar jugando a las cartas; pero si
no había partida, era mejor que estar mano sobre mano, o estar solo, o estar
con su mujer. El mayor deleite de Ivan Ilich era organizar pequeñas comidas a
las que invitaba a hombres y mujeres de alta posición social, y al igual que su
sala podía ser copia de otras salas, sus reuniones con tales personas podían
ser copia de otras reuniones de la misma índole.
En cierta ocasión dieron un baile. Ivan Ilich disfrutó de él y todo
resultó bien, salvo que tuvo una áspera disputa con su mujer con motivo de las
tartas y los dulces. Praskovya Fyodorovna había hecho sus propios preparativos,
pero Ivan Ilich insistió en pedirlo todo a un confitero de los caros y había
encargado demasiadas tartas; y la disputa surgió cuando quedaron sin consumir
algunas tartas y la cuenta del confitero ascendió a cuarenta y cinco rubIos. La
querella fue violenta y desagradable, tanto así que Praskovya Fyodorovna le
llamó «imbécil y mentecato»; y él se agarró la cabeza con las manos y en un
arranque de cólera hizo alusión al divorcio. Pero el baile había estado muy
divertido. Había asistido gente de postín e Ivan Ilich había bailado con la
princesa Trufonova, hermana de la fundadora de la conocida sociedad «Comparte
mi aflicción». Los deleites de su trabajo oficial eran deleites de la ambición;
los deleites de su vida social eran deleites de la vanidad. Pero el mayor
deleite de Ivan Ilich era jugar al vint. Confesaba que al fin y al cabo,
por desagradable que fuese cualquier incidente en su vida, el deleite que como
un rayo de luz superaba a todos los demás era sentarse a jugar al vint con
buenos jugadores que no fueran chillones, y en partida de cuatro, por supuesto
(porque en la de cinco era molesto quedar fuera, aunque fingiendo que a uno no
le importaba), y enzarzarse en una partida seria e inteligente (si las cartas
lo permitían); y luego cenar y beberse un vaso de vino. Después de la partida,
Ivan Ilich, sobre todo si había ganado un poco (porque ganar mucho era
desagradable), se iba a la cama con muy buena disposición de ánimo.
Así vivían. Se habían rodeado de un grupo social de alto nivel al que
asistían personajes importantes y gente joven. En lo tocante a la opinión que
tenían de esas amistades, marido, mujer e hija estaban de perfecto acuerdo y,
sin disentir en lo más mínimo, se quitaban de encima a aquellos amigos y
parientes de medio pelo que, con un sinfín de carantoñas, se metían volando en
la sala de los platos japoneses en las paredes. Pronto esos amigos
insignificantes cesaron de importunarles; sólo la gente más distinguida
permaneció en el círculo de los Golovin.
Los jóvenes hacían la rueda a Liza, y el fiscal Petrischev, hijo de
Dmitri Ivanovich Petrischev y heredero único de la fortuna de éste, empezó a
cortejarla, al punto que Ivan Ilich había hablado ya de ello con Praskovya
Fyodorovna para decidir si convendría organizarles una excursión o una función
teatral de aficionados.
Así vivían, pues. Y todo iba como una seda, agradablemente y sin
cambios.
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