CARSON McCULLERS (1917
– 1967)
LA BALADA DEL CAFÉ
TRISTE
SEGUNDA ENTREGA
La mañana siguiente
amaneció serena, con tonos pálidos, rojos y rosados. Las tierras que rodeaban el pueblo
estaban recién aradas, y los granjeros se pusieron muy temprano a plantar los tallos tiernos del tabaco, de un verde oscuro.
Volaban cuervos a ras de los campos y sus sombras azules se deslizaban sobre la
tierra. En el pueblo, los obreros salían temprano de sus casas llevando las
fiambreras de la comida, y las ventanas del molino despedían reflejos cegadores
con el sol. El aire era fresco, y los melocotoneros tenían una levedad de nubes
de marzo con sus copas florecidas. Miss Amelia bajó al amanecer, como siempre.
Se lavó la cara en el agua de la bomba y enseguida empezó a trabajar. Ya
entrada la mañana ensilló su mula y salió a recorrer su plantación de algodón, que caía cerca de la carretera de Forks
Falls. Como es de suponer, al mediodía todo el pueblo sabía lo del jorobado que
había llegado al almacén a medianoche. Pero nadie le había visto todavía.
Pronto empezó a apretar el calor, y el cielo tenía ya un tono azul profundo.
Pero los vecinos seguían sin ver al forastero. Algunos recordaron que la madre
de miss Amelia había tenido una hermanastra, pero, mientras unos
aseguraban que ya había muerto hacía mucho tiempo, otros opinaban que se había fugado con un plantador de
tabaco. En cuanto a la pretensión del jorobado de ser pariente de miss Amelia,
todos coincidían en afirmar que era un engaño. Y los vecinos, que conocían bien
a miss Amelia, decidieron que lo más seguro era que le hubiera puesto en la
calle después de darle de comer. Pero al caer de la tarde, cuando el cielo ya
palidecía, una mujer empezó a decir que había visto una cara arrugada en la
ventana de una de las habitaciones de encima del almacén. Miss Amelia no decía
nada. Estuvo un rato despachando en el almacén, discutió una hora con un
labrador a propósito de una mancera, arregló unas alambradas del
gallinero, cerró al ponerse el sol y se metió en
sus habitaciones. El pueblo se quedó intrigado y haciendo
comentarios.
Al día siguiente, miss
Amelia no abrió el almacén; se encerró dentro, y no se dejó ver de nadie. Aquel día empezó a
circular el rumor; un rumor tan horrible que conmovió a todo el pueblo y sus contornos.
Lo propagó un tejedor llamado Merlie Ryan. El tejedor es muy poquita cosa: un hombrecillo cetrino, cojitranco y desdentado.
Padece tercianas, es decir, que un día de cada tres le sube la fiebre, de
forma que se pasa dos días tristón y enfurruñado, y al tercer día se excita y a
veces se le ocurren un par de ideas, casi siempre disparatadas. Era uno de sus
días de fiebre cuando Merlie Ryan se volvió
de pronto y dijo: –Yo sé lo que ha hecho miss Amelia: ha matado a ese hombre
por algo que llevaba en la maleta. Lo dijo con toda calma, dándolo por hecho.
Antes de una hora, la noticia había recorrido el pueblo. Aquel día, el pueblo
pudo dar rienda suelta a su imaginación, inventando una historia bien feroz y
macabra, con todos los detalles espeluznantes: un jorobado, un entierro a
medianoche en el pantano, miss Amelia arrastrada por las calles camino de
la cárcel... Y se hicieron cábalas sobre el
posible destino de sus bienes. Hablaban de todo ello a media voz, agregando a
cada versión algún detalle nuevo y emocionante. Empezó a llover, y las
mujeres se olvidaron de recoger la ropa tendida. Y hasta hubo una o dos personas, que debían dinero a miss Amelia, que
se pusieron los trajes del domingo, como si aquel día fuera un día de
fiesta. Los vecinos se apiñaron en la calle Mayor, murmurando y vigilando el almacén. Hay que decir que no todo el pueblo se
sumó a aquel maligno festival: quedaban algunos hombres sensatos que argüían
que, siendo miss Amelia tan rica, no iba a asesinar a un vagabundo por
cuatro porquerías. Había en el pueblo hasta tres buenas almas que no deseaban
aquel crimen, ni siquiera por interés ni
por la emoción que pudiera suscitar; no les causaba ningún placer imaginarse a
miss Amelia agarrada a los barrotes de la cárcel o conducida a la silla
eléctrica en Atlanta. Aquellas buenas almas
juzgaban a miss Amelia de otro modo que sus convecinos. Cuando una persona es
tan distinta de las demás como ella lo era, y cuando los pecados de una persona
son tan numerosos que no se pueden recordar de buenas a primeras, dicha
persona requiere un juicio especial. Las
buenas almas recordaban que miss Amelia había nacido morocha y algo rara de
rostro; que se había criado sin madre, con su padre, un hombre
solitario; que, ya en su juventud, la pobre llegó
a medir seis pies y dos pulgadas de estatura, lo cual no es cosa corriente en
una mujer, y que sus costumbres eran demasiado extrañas como para poder
razonar sobre ellas. Y, sobre todo, las buenas almas recordaban aquella boda
tan asombrosa, que fue el escándalo más inexplicable que había ocurrido nunca en el pueblo. Así pues,
aquellas almas de Dios sentían por miss Amelia algo parecido a la piedad.
Cuando miss Amelia decidía hacer alguna barbaridad, como por ejemplo
irrumpir en una casa para apoderarse de una
máquina de coser en pago de una deuda, o se lanzaba con saña a uno de sus
pleitos, los tres justos del pueblo se sentían invadidos por una mezcla de
exasperación, de vaga inquietud y de honda e incomprensible tristeza.
Pero dejemos ya a los justos, que no eran más que tres; el resto del pueblo estuvo festejando el supuesto crimen toda la
tarde. Miss Amelia, por alguna oculta razón, parecía ajena a todo aquello. Pasó
la mayor parte del día en el piso alto. Cuando bajó al almacén, fue de un lado
para otro con la mayor calma, las manos hundidas en los bolsillos del mono y la
cabeza tan baja que la barbilla le quedaba dentro del escote de la camisa. No
se le veían por ningún lado manchas de sangre. De vez en cuando se quedaba
parada, mirando sombríamente las grietas del suelo, jugueteando con un mechón
de su pelo corto y murmurando algo para sí misma. Pero la mayor parte
del día la pasó en el piso alto. Cayó la
noche. La lluvia de aquella tarde había refrescado el aire, y el crepúsculo era
húmedo y frío como en invierno; no había estrellas, y caía una llovizna fría y
helada. Desde la calle se veían las lámparas de las casas, oscilantes y
fúnebres. Se levantó el viento, no de la parte del pantano, sino de los fríos y
oscuros pinares del norte. Los relojes del pueblo dieron las ocho. Todavía no
había ocurrido nada. El viento nocturno y los macabros rumores del día
tenían a mucha gente asustada y encerrada en sus hogares junto al fuego. Otros
estaban reunidos en grupos. Unos ocho o diez hombres se habían concentrado en
el porche del almacén de miss Amelia.
Estaban silenciosos, esperando. No hubieran podido explicar qué esperaban;
pero siempre que hay tensión en el ambiente, cuando se sabe que va a ocurrir
algo importante, los hombres se reúnen y
esperan de este modo. Y después de la espera, llega un momento en que todos
actúan al unísono, no impelidos por el pensamiento o por la voluntad de un hombre,
sino como si sus instintos se hubieran fundido, de forma que la iniciativa no
parte de uno de ellos, sino del grupo entero. En esos momentos, ninguno
titubea; y sólo depende del destino el que las cosas se resuelvan
pacíficamente, o que la acción conjunta derive en tumulto, violencias y crímenes.
Así pues, los hombres esperaban silenciosos en el porche del almacén de miss
Amelia, y ninguno de ellos sabía por qué
estaban allí o lo que harían, pero sabían que tenían que esperar, y que la hora
se acercaba. La puerta del almacén estaba abierta. Dentro había luz, y todo estaba
como siempre: a la izquierda, el mostrador, con la carne, los botes de
caramelos y el tabaco. Detrás del mostrador, los estantes con los comestibles. En la parte derecha del almacén se
amontonaban los aperos de labranza; al fondo, a la izquierda, estaba la puerta
que conducía a la escalera. La puerta estaba abierta. Y más a la
derecha, también al fondo del almacén, había otra puerta que daba a un cuartito
que miss Amelia llamaba su oficina. También
esa puerta estaba abierta. Eran las ocho de la noche y se veía a miss Amelia
allí dentro, sentada ante su mesa de trabajo con una pluma en la mano y unas hojas
de papel ante sí. La oficina tenía buena luz, y miss Amelia no parecía ver a
aquella delegación, allí en el porche. Todo estaba muy ordenado en torno suyo,
como de costumbre. Aquella oficina era bien conocida y hasta temida en toda la
región; miss Amelia despachaba allí sus asuntos. Sobre la mesa había una máquina
de escribir que miss Amelia sabía manejar, pero sólo utilizaba para los
documentos más importantes. En los cajones se apilaban miles de papeles, por
orden alfabético. Miss Amelia recibía también en aquella oficina a las personas
enfermas, pues le encantaba dárselas de médico y no le faltaban ocasiones de
entregarse a esta pasión. Dos estantes enteros estaban llenos de frascos y medicinas.
Junto a la pared había un banco para los enfermos. Miss Amelia sabía coser una
herida con una aguja quemada sin que se
llegara a infectar; tenía un ungüento fresco para las quemaduras; para las
dolencias no localizadas disponía de variadas medicinas que había sacado de
misteriosas recetas; soltaban muy bien el vientre, pero no se podían dar a los
niños porque producían unas convulsiones muy dolorosas. Para los niños
tenía remedios aparte, más suaves y de sabor dulce. Sí, miss Amelia era un gran médico, todos lo decían. Tenía manos delicadas,
aunque fueran tan grandes y huesudas, y una gran imaginación y cientos de
remedios distintos. Nunca titubeaba si se veía frente a un caso peligroso y
desconocido; se atrevía con cualquier clase de enfermedades, con una sola
excepción: las dolencias propias de las mujeres. Se ruborizaba con sólo oír
hablar de aquellas cosas, y se quedaba cortada, pasándose un dedo entre el
cuello y la blusa, o frotando una contra otra sus botazas de goma, y parecía
una niña grandota muda de vergüenza. Pero la gente confiaba en ella para todo
lo demás. No pasaba facturas y tenía siempre una invasión de pacientes. Aquella
noche estaba miss Amelia escribiendo sin parar con su estilográfica; sin embargo,
no podía sentarse allí toda la vida fingiendo no ver a los hombres que
esperaban en el porche oscuro y la observaban. De vez en cuando, levantaba la
vista y les miraba en silencio, pero sin gritarles qué se les había perdido en
su almacén para andar rondando por allí como almas en pena. Tenía una expresión
digna y seria, como siempre que estaba en su oficina. Al cabo de un rato, aquel
modo de mirar de los hombres parecía molestarla; se pasó un pañuelo rojo por la
cara, se levantó y cerró la puerta de la
oficina. Aquel gesto fue como una señal para el grupo del porche. Había
llegado la hora. Llevaban mucho tiempo de
pie, con la calle húmeda y oscura a sus espaldas; habían esperado mucho, y en aquel
preciso instante se les despertó el instinto de actuar. Entraron en el almacén
todos a una, como movidos por una sola
voluntad. En aquel momento los ocho hombres parecían iguales, todos vestidos
con mono azul, casi todos con el pelo rubio, pálidos y con la mirada fija y
como alucinada. Nunca se sabrá lo que hubieran podido hacer entonces: en aquel
instante se oyó un ruido en lo alto de la escalera. Los hombres levantaron la
vista y se quedaron mudos de asombro: allí estaba el jorobado, a quien ya daban por muerto. Y no era
en absoluto como se lo habían descrito; nada de un pobre enanito
harapiento, solo y perdido en el mundo. Pero ninguno de ellos había visto nunca
hasta entonces una cosa igual. Por el
almacén cundió un silencio de muerte. El jorobado bajaba las escaleras muy
despacio, con la arrogancia de quien es dueño de cada tabla del suelo que pisa.
Había cambiado mucho en aquellos dos días. En primer lugar, estaba limpio como
los chorros del oro. Llevaba todavía su abriguito, pero ahora lo tenía bien
cepillado y remendado; debajo llevaba una camisa de miss Amelia, a
cuadros rojos y negros. No usaba pantalones
como los de los hombres corrientes, sino unos pequeños calzones muy ajustados
que le llegaban sólo a las rodillas. Las piernecillas las llevaba embutidas en
unas medias negras y sus zapatos eran de una forma extraña, anudados alrededor
de los tobillos, y estaban muy brillantes. Se había ceñido al cuello un chal de
lana verde limón; casi le cubría las grandes orejas pálidas, y las dos bandas
le caían hasta el suelo. El jorobado bajó al almacén con pasitos tiesos
y presuntuosos, y se plantó en medio del grupo de hombres. Los hombres le
abrieron paso y se le quedaron mirando boquiabiertos. También el jorobado se comportó de un modo extraño: fue
mirando a los hombres, en silencio, hasta la altura de sus propios ojos, es
decir, hasta los cinturones. Después, con maliciosa curiosidad, fue examinando
ordenadamente las regiones inferiores de cada uno de aquellos hombres, desde la
cintura hasta los zapatos. Cuando terminó su inspección cerró los ojos un
momento y movió la cabeza, como si, en su opinión, lo que acababa de ver no
valiera gran cosa. Entonces, con mucho descaro, y sólo para confirmar su
veredicto, echó atrás la cabeza y abarcó en una mirada el círculo de rostros que le rodeaba. Había un saco de guano
a medio llenar a la izquierda del almacén; después de su examen, el jorobado se
fue a sentar sobre el saco. Se instaló cómodamente, con las piernecillas
cruzadas, y hundiendo la mano en el bolsillo de su abrigo sacó algo de él. Los
hombres tardaron un rato en recobrar su aplomo. Merlie Ryan, el de las
tercianas, que había propagado el rumor aquel día, fue el primero en hablar.
Miró el objeto que sostenía el jorobado y murmuró: –¿Qué es eso que tiene usted ahí? Todos los hombres sabían qué tenía
el jorobado en la mano: era la cajita de rapé que había pertenecido al
padre de miss Amelia, una cajita de esmalte azul con un adorno de oro en la
tapa. Los hombres conocían muy bien aquella caja y se maravillaron. Miraron
inquietos la puerta cerrada de la oficina, y
oyeron a miss Amelia silbar suavemente. –Sí, ¿qué tienes ahí? ¿Cacahuetes? El
jorobado levantó vivamente los ojos y respondió, cortante: –Un cepo para
cazar entrometidos.
Metió los deditos huesudos
en la caja y se llevó algo a la boca, pero no ofreció a nadie. Ni siquiera era
rapé lo que estaba tomando, sino una mezcla de azúcar y cacao; pero la tomaba
como si fuera rapé, metiéndose un poco de la mezcla bajo el labio inferior, y
buscándola luego con la punta de la lengua, haciendo muecas. –Los dientes me
han sabido siempre amargos –dijo, como una explicación–. Por eso tomo este polvo dulce. Los hombres seguían rodeándole, y se sentían
desmañados, y como alelados. Esta sensación no desapareció nunca del
todo, pero pronto quedó paliada por una nueva impresión, como si en el almacén hubiera un ambiente de intimidad y de
fiesta. Los hombres que habían ido al almacén aquella noche eran los
siguientes: Hasty Malone, Robert Calvert Hale, Merlie Ryan, el reverendo T.M.
Willin, Rosser Cline, Rip Wellborn, Henry Ford Crimp y Horace Wells.
Exceptuando al reverendo Willin, todos se
parecen mucho, como ya hemos dicho; todos han pasado algún buen rato en su
vida; todos han sufrido o han llorado por algo; casi todos son personas
tratables si no están exasperados. Eran todos obreros de la hilatura y
vivían en casas de dos o tres habitaciones por lasque pagaban diez o doce
dólares al mes. Y todos, aquella noche, habían cobrado, porque era un sábado. Así que, de momento, podéis considerarlos
como un todo. El jorobado, por su parte, estaba ya individualizándolos
mentalmente. Una vez instalado sobre el saco empezó a charlar con unos y con
otros, haciéndoles preguntas, como por ejemplo si uno estaba casado, cuántos años tenía, cuánto ganaba a la
semana, etcétera, y así fue llegando a preguntas más intimas. Pronto se unieron
al grupo otros vecinos; como Henry Macy, desocupados que habían husmeado algo
extraordinario, mujeres que venían a buscar a sus maridos, y hasta un niño con
el pelo color de estopa que se deslizó en el almacén, robó una caja de galletas
y se escabulló sin que le vieran. Los dominios de miss Amelia estuvieron pronto
muy concurridos, pero ella seguía sin abrir aún la puerta de la oficina. Existe
un tipo de personas que tienen algo que las distingue de los mortales
corrientes; son personas que poseen ese instinto que solamente suele darse en
los niños muy pequeños, el instinto de establecer un contacto inmediato y vital
entre ellos y el resto del mundo. El jorobado era, sin duda alguna, de
este tipo de seres. No llevaba en el almacén más de media hora, y ya se había establecido un contacto entre él y cada uno de
los hombres. Era como si hubiera vivido años enteros en el pueblo, como si
fuera uno de los vecinos más populares y su sitio habitual, durante incontables
veladas, hubiera sido aquel saco de guano en el que se sentaba. Todo esto,
junto con el hecho de ser un sábado por la noche, contribuyó seguramente al
ambiente de libertad y de alegría ilícita que reinaba en el almacén. También se
notaba cierta tensión, debida en parte a la situación anormal, yen parte a que
miss Amelia siguiera encerrada en su oficina, sin hacer acto de presencia. Apareció
a las diez de la noche. Y los que esperaban que se produjera algún drama a su
entrada, quedaron decepcionados. Abrió la puerta y entró en el almacén con sus
zancadas lentas y dignas. Tenía una mancha de tinta en la nariz y se había
anudado al cuello el pañuelo rojo. No parecía notar nada anormal. Dirigió sus
ojos bizcos al lugar donde estaba sentado el jorobado y se le quedó mirando un
momento. Al resto de los hombres les concedió tan sólo una ojeada de pacífica sorpresa. –¿Desean alguna cosa? Había muchos
parroquianos, porque era sábado por la noche y todos querían beber. Miss Amelia
había abierto tres días antes un barril de
los antiguos, y había llenado botellas abajo en la destilería. Cogió el
dinero de los parroquianos y lo contó a la luz de la lámpara, como de
costumbre. Pero lo que sucedió a
continuación ya no era corriente: antes, había que pasar siempre al oscuro patio
posterior, y allí le daban a uno su botella por la puerta de la cocina. Aquella
transacción no producía ninguna alegría
especial. El parroquiano tomaba su botella y se marchaba, o, si su esposa no
quería ver botellas por casa, podía uno volver al porche delantero del almacén
para echar unos tragos allí o en la calle. El porche y el trozo de calle
delante de la casa eran propiedad de miss Amelia, no había que olvidarlo; pero
ella no los consideraba como sus dominios. Los dominios empezaban en la puerta
y comprendían todo el interior del edificio. Allí no había permitido jamás que
nadie sino ella descorchase una botella o bebiera. Y ahora, por primera
vez, rompía esa tradición. Entró en la cocina,
con el jorobado pegado a sus talones, y volvió con las botellas al almacén
caldeado e iluminado. Y, lo que es más, sacó algunos vasos y abrió dos cajas de
galletas, que quedaron hospitalariamente a disposición de la concurrencia, en
una bandeja, y todo el que quería podía tomar una sin pagar. Miss Amelia no dirigió la palabra a nadie más que
al jorobado, para preguntarle con una voz algo ronca y brusca: –Primo Lymon, ¿lo quieres así, o te lo caliento
en un cazo? –Sí, hazme el favor, Amelia –dijo el jorobado. (¿Y
desde cuándo había osado nadie llamar a miss Amelia por su nombre a secas, sin
anteponerle un respetuoso «miss»? Ni siquiera su novio y esposo de diez días; nadie se había atrevido a tratarla
con tanta familiaridad desde la muerte de su padre, que por alguna razón la
llamaba siempre Chiquita)–. Si haces el favor, caliéntamelo. Así empezó el
café; de aquel modo tan sencillo. Recordaréis que era una noche fría, como de invierno;
hubiera resultado desagradable sentarse a beber en la calle. Pero dentro del
almacén había buena compañía y un calorcillo delicioso. Alguien había encendido
la estufa del fondo, y los que compraban botellas convidaban a beber a los
amigos. Había algunas mujeres por allí y tomaron unas cepitas de ponche y
algunas hasta un traguito de whisky. El jorobado seguía siendo una novedad, y
su presencia divertía a los vecinos. Sacaron el banco de la oficina, y algunas
sillas más. Unos se apoyaban en el mostrador, otros se instalaron sobre
los barriles y los sacos. El whisky pasaba de mano en mano, pero no se oían palabrotas
ni risotadas soeces, ni nadie se comportó mal. Al contrario, la velada estaba transcurriendo
con una finura rayana en la timidez. Y es que los vecinos de este pueblo no
estaban acostumbrados a reunirse por puro placer: iban en grupos a trabajar a la fábrica; algunos domingos el pastor
organizaba comidas campestres, y, aunque ello pueda considerarse como un
placer, la finalidad de aquellas excursiones era hablarle a uno de las penas del infierno y llenarle de temor ante el
Todopoderoso. Pero el espíritu de un café es algo muy diferente. Todos,
hasta los más ricos y los más tragones, saben que en un café como es debido hay
que comportarse con educación y no se puede
ofender a nadie; y que los pobres miran a su alrededor con agradecimiento, y
pinchan los arenques con delicadeza y modestia, ya que el ambiente de un
verdadero café tiene que reunir estas cualidades: compañerismo, satisfacciones
del estómago, y cierta alegría y gracia de modales. Nadie había explicado esas
cosas a los reunidos aquella noche en el almacén de miss Amelia; pero todos
parecían saberlas, aunque nunca habían tenido un café en el pueblo. Pero
miss Amelia, la causante de todo, se pasó la mayor parte de la noche de pie en
la puerta dela cocina. Exteriormente, no parecía haber cambiado. Pero más de un
vecino la miraba con curiosidad. Miss
Amelia lo observaba todo, pero sus ojos volvían siempre a posarse en el
jorobado. El hombrecillo se paseaba por el almacén, tomando pellizcos de aquel
polvo de su caja de rapé, y se mostraba alternativamente sarcástico y amable.
Allí donde estaba de pie miss Amelia las llamas de la estufa proyectaban un
resplandor que iluminaba su cara alargada y morena. Parecía pensativa, ensimismada,
y en su expresión había una mezcla de pena, asombro y vaga satisfacción. Sus
labios no estaban tan apretados como de costumbre, parecía algo más
pálida y le sudaban las manos grandes y
vacías. No cabía duda: aquella noche tenía el aire lánguido de una enamorada. La
inauguración del café cesó a medianoche. Todos se dijeron adiós amistosamente.
Miss Amelia cerró la puerta principal pero olvidó echar el cerrojo.
Pronto se quedó el pueblo a oscuras: la calle
Mayor con sus tres tiendas, el molino, las casas, todo se sumió en la noche y
en el silencio. Y así terminaron aquellos tres días y noches, en los que habían
tenido lugar la llegada de un forastero, una celebración extraordinaria y la
apertura del café.
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