LA EXPRESIÓN AMERICANA
SEXTA ENTREGA
PRÓLOGO DE IRLEMAR CHIAMPI
LA HISTORIA TEJIDA POR LA IMAGEN (5)
La centralidad del barroco
Es natural que, con ese perfil, la estética que mejor le cuadra al
americano paradigmático sea la estética barroca. Con el Señor Barroco comienza
el diálogo con el “espacio gnóstico” y la contemplación del Renacimiento
español en América (después del Renacimiento, dice Lezama, “la historia de
España pasó a América”). De ahí que el barroco figure en la fábula de nuestro
devenir como un auténtico comienzo y no como un origen, puesto que es una forma
que re-nace para generar el hecho americano. ¿Y cómo quedan, pues, aquellos
autóctonos, los Héroes Cosmogónicos y los Artistas Aztecas, que figuraban en la
apertura de la fábula?
Si los mayas o los aztecas aparecen allí Lezama toma la precaución de
registrar, por ejemplo, que los mitemas del Popol
Vuh son sospechosos de interpolaciones por los jesuitas, que los habrían
adaptado a los mitos de Occidente, preparando “la arribada de los nuevos dioses”.
Con esto no sólo se resguarda de cualquier indigenismo nostálgico de un
universo sumergido bajo el impacto de la colonización, como (hábilmente) tras
aquella cosmogonía para el siglo XVIII, barroquizada por la mano de los
jesuitas.
Al situar nuestro comienzo en el siglo XVII Lezama revierte,
principalmente, la historiografía de corte nacionalista que fijaba, en el
romanticismo, con la independencia de España y Portugal, nuestro nacimiento
literario y artístico. Esa revisión crítica del barroco -que aparece, por
cierto, in nuce, en un escrito suyo
publicado diez años antes sobre el pintor Roberto Diago- ya se estaba gestando
en la masa de estudios sobre cuestiones coloniales, en los años cuarenta y
cincuenta, como los de Irving Leonard, José Moreno Villa, Méndez Plancarte, Pál
Kelemen, Mariano Picón Salas o Alfonso Reyes, entre otros. Muchas veces, sin
embargo, al rechazar los nacionalismos particularizantes en la historiografía
de los ochocientos, los ensayistas resbalaban para un hispanismo regresivo que
intentaba la búsqueda de “la unidad espiritual originaria” entre América y
España, conforme pretendió, por ejemplo, Picón Salas. Lezama muestra, con su
contrapunto intertextual, que esa unidad se ha ido convirtiendo en diversidad
y, con un americanismo excesivo, propone que el verdadero barroco se realiza,
en su plenitud, en el Nuevo Mundo, desde la vida cotidiana hasta las más
elaboradas formas artísticas.
Mas, dentro de su argumento, esa primacía se justifica con la atribución
de un sentido revolucionario a la estética barroca -el de una “política”
subterránea de contraconquista-.
Mediante la correlación de dos categorías estéticas complementarias, la “tensión”
y el “plutonismo”, Lezama verifica, en la forma y el contenido del arte barroco
americano, su “política” de transculturación, o sea, de apropiación y metamorfosis
del barroco europeo / español. La tensión (si interpretamos la red de imágenes
de Lezama) es una suerte de marca formal del arte barroco americano, que en vez
de acumular, como el barroco europeo, o yuxtaponer los elementos dispares en la
composición los combina para alcanzar la “forma unitiva”. Así, en la
combinatoria “tensa” de dos motivos de la teocracia hispana con los emblemas
incaicos, en las iglesias peruanas, no se da simplemente la yuxtaposición de
figuras religiosas de culturas opuestas, sino “el impulso hacia la forma en
busca de la finalidad de su símbolo”. Símbolo aquí, en su acepción etimológica
(en griego: sum-ballein) significa “poner
junto”, “reunir”, “armonizar”. Así, el colonizado expresa su dilema cultural a
través de la voluntad artística de salvar las contradicciones por la analogía
entre elementos religiosos dispares.
La segunda categoría, el plutonismo, corresponde al contenido crítico
del barroco americano en tanto correlato de la tensión formal. Si tenemos en
cuenta que plutónico alude al magma ígneo, formador de la costra terrestre, y
que Plutón es el señor de los infiernos, se entiende que el plutonismo es “el
fuego originario que rompe los fragmentos y los unifica”, porque contiene la
ruptura y la unificación de los fragmentos para formar un nuevo orden cultural.
El plutonismo americano sugiere, así, que esa ruptura procede de la poiesis demoníaca del americano ejemplar
de Lezama, si verificamos que etimológicamente “diablo” viene del griego dia-ballein (separar, romper).
El proceso de ruptura y unificación, que define el arte de la
contraconquista de los mestizos barrocos, marca así nuestro auténtico comienzo.
Comienzo que, con la síntesis hispano-indígena e hispano-negroide, ilustran los
artistas populares, tanto los anónimos de las catedrales peruanas y mexicanas o
los pintores cuzqueños, como los legendarios Kondori y Aleijadinho. Por cierto,
la imagen del mulato brasileño que se va por las calles de Ouro Preto en su
mula para picotear otra piedra-jabón con su gubia, es la más bella metáfora del
ensayo. La síntesis mestiza se completa, en el mismo sentido de
contraconquista, con los literatos de la elite virreinal, los doctos Carlos de
Sigüenza y Góngora y Domínguez Camargo, amén de la gran señora barroca, Sor
Juana Inés de la Cruz, quien soñó su vasta biblioteca en un poema único en
nuestra literatura.
En esa fábula de nuestro barroco-renacimiento -en la cual sólo podemos
lamentar las ausencias de los poetas satíricos Juan del Valle y Caviedes (el “Diente
del Parnaso”) y Gregorio de Matos (el ‘Boca do Inferno”)- hay otra innovación
crítica, pionera en aquellos años cincuenta: la proyección del barroco colonial
hacia la época contemporánea. Lezama inventa un banquete de manjares, “tan
dionisíaco como dialéctico”, que comienza en el siglo XVII con el colombiano
Domínguez Camargo aportando las servilletas y culmina con el cubano Cintio
Vitier, en el siglo XX, ofreciendo el tabaco. Se formula así, sub specie
alegorica, la continuidad estética del barroco en la literatura americana
de la segunda posguerra, propuesta que sólo en los años sesenta y setenta
ganaría notoriedad internacional con Alejo Carpentier y Severo Sarduy.
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