MIRCEA ELIADE
EL MITO DEL ETERNO RETORNO:
ARQUETIPOS Y REPETICIÓN
DECIMOQUINTA ENTREGA
3. “Desdicha e historia”
Los ciclos cósmicos y la historia
(3)
El mito del paraíso primordial, evocado por Platón, perceptible en las
ceremonias hindúes, es conocido tanto por los hebreos (por ejemplo, illud tempus mesiánico en Isaías, XI, 6,
8; LXV, 25) como por las tradiciones iranias y grecolatinas. Por lo demás,
encaja perfectamente en la concepción arcaica (y probablemente universal) de
los “comienzos paradisíacos”, que volvemos a encontrar en todas las
valoraciones del illud tempus primordial.
No es extraño que Platón reprodujera semejantes visiones tradicionales en los
diálogos de la época de su vejez; la misma evolución de su pensamiento
filosófico lo obligaba a descubrir de nuevo las categorías míticas. Ciertamente
tenía al alcance el recuerdo de la “edad de oro” de Cronos en la tradición
helena. Por lo demás, esta comprobación de ningún modo nos impide reconocer en
la Política ciertas influencias
babilónicas; en el caso, por ejemplo, en que Platón imputa los cataclismos
periódicos a las revoluciones planetarias, explicación que ciertas
investigaciones recientes hacen derivar de las especulaciones astronómicas
babilónicas, que fueron luego accesibles al mundo helénico gracias a las Babiloníacas de Beroso. Según el Timeo, las catástrofes parciales se
deben a las desviaciones planetarias, mientras que el momento de la reunión de
todos los planetas es el del “tiempo perfecto”, es decir, el final del “Año
Magno”. Como observa J, Bidez (op. cit., p.
83), “la idea de que basta que todos los planetas se pongan en conjunción para
provocar una catástrofe universal es seguramente de origen caldeo”. Por otro
lado, Platón parece haber tenido igualmente conocimiento de la concepción
irania, según la cual esas catástrofes tiene por finalidad la purificación del
género humano.
Los estoicos volvieron a tomar por su cuenta las especulaciones
referentes a los ciclos cósmicos, insistiendo, ya en la eterna repetición (por
ejemplo, Crisipo, frg. 623-627), ya en el cataclismo, ekpyrosis, con el cual terminan los ciclos cósmicos (ya en Zenón,
frg. 98 y 109, von Arnim). Inspirándose en Heráclito. o directamente en la
gnosis oriental, el estoicismo vulgariza todas esas ideas relacionadas con el
“Año Magno” y con el fuego cósmico (ekpyrosis),
que pone fin periódicamente al universo para renovarlo. Con el tiempo, los
motivos del “eterno retorno” y el “fin del mundo” acaban por dominar toda la
cultura grecorromana. La renovación periódica del mundo (metácosmesis) era, por lo demás, una doctrina favorita del
neopitagorismo, el cual, como lo ha mostrado J. Carcopino, compartía con el
estoicismo los sufragios de la totalidad de la sociedad romana de los siglos II
y I a. de C. Pero la adhesión al mito de la “eterna repetición”, y al de la apocatástasis (el término penetra en el
mundo helénico después de Alejandro Magno), son dos posiciones filosóficas que
dejan entrever una actitud antihistórica muy firme, así como una voluntad de
defensa contra la historia. Nos detendremos en cada una de ellas.
En el capítulo precedente observábamos que el mito de la repetición
eterna, tal cual fue reinterpretado por la especulación griega, tiene el
sentido de una suprema tentativa de “estatización” del devenir, de anulación de
la irreversibilidad del tiempo. Al repetirse los momentos y todas las
situaciones del cosmos hasta lo infinito, su evanescencia resulta en último
análisis aparente; en la perspectiva de lo infinito, cada momento y cada
situación permanecen en su lugar y
adquieren así el régimen ontológico del arquetipo. De modo que, entre todas las
formas del devenir, el devenir histórico también está saturado de ser. Desde el punto de vista de la
eterna repetición, los acontecimientos
históricos se transforman en categorías
y así vuelven a encontrar el régimen ontológico que poseían en el horizonte
de la espiritualidad arcaica. En cierto sentido, hasta puede decirse que la
teoría griega del eterno retorno es la variante última del mito arcaico de la
repetición de un gesto arquetípico, así como la doctrina platónica de las ideas
era la última versión de la concepción del arquetipo, y la más elaborada. Y
vale la pena observar que ambas doctrinas encontraron su más acabada expresión
en el apogeo del pensamiento filosófico griego.
Pero es sobre todo el mito de la conflagración universal el que obtuvo
considerable éxito en todo el mundo grecooriental. Parece cada vez más probable
que el mito de un fin del mundo por el fuego, del que los buenos saldrán
indemnes, es de origen iranio, por lo menos en las formas conocidas por los
“magos occidentales”, quienes, como lo mostró Cumont, lo difundieron en
Occidente. El estoicismo, los Oráculos
sibilinos (por ejemplo, II, 253) y la literatura judeocristiana hacen de
ese mito la base misma de su apocalipsis y su escatología. Por curioso que
parezca, ese mito era reconfortante. En efecto, el fuego renueva el mundo; por
él será restaurado un “mundo nuevo, sustraído a la vejez, a la muerte, a la
descomposición y a la podredumbre, que viva eternamente, que crezca
eternamente, mientras que los muertos se levantarán, la inmortalidad llegará a
los vivientes y el mundo se renovará a pedir de boca”. Se trata por
consiguiente de una apocatástasis, de
la cual nada tienen que temer los buenos. La catástrofe final pondrá término a
la historia y reintegrará, por tanto,
al hombre a la eternidad y a la beatitud.
Las investigaciones recientes de F. Cumont y H. S. Nyberg (1) han
conseguido aclarar algo la oscuridad en que estaba envuelta la escatología
irania y precisar las influencias sobre el apocalipsis judeocristiano. Como la
India (y, en cierto sentido, Grecia), Irán conocía el mito de las cuatro edades
cósmicas. Un texto mazdeano perdido, el Sudkarnask
(cuyo contenido ha sido conservado en Dinkart,
IX, 8) hablaba de cuatro edades: de oro, de plata, de acero y de “mezclado de
hierro”. Los mismos metales están mencionados al comienzo del Bahman-yasht (I, 3), el cual describe,
sin embargo, algo más adelante (II, 14), un árbol cósmico de siete ramas (de
oro, de plata, de bronce, de cobre, de estaño, de acero y de una “mezcla de
hierro”), que responde a la séptuple historia mítica de los persas. Esa
hebdómada cósmica se constituyó sin duda en relación con las doctrinas
astrológicas caldeas, “dominando” cada planeta un milenio. Pero el mazdeísmo
había propuesto mucho antes una duración de 9.000 años (3 por 3.000) para el
universo, mientras el zervanismo, como lo ha mostrado Nyberg, llevó el límite
máximo de duración de ese universo a 12.000 años. En ambos sistemas iranios -como
también en todas las doctrinas de los ciclos cósmicos- el mundo acabará por el
fuego y el agua, per pyrosim et
cataclysmun, como más tarde escribirá Fírmico Materno (III, 1). No es
menester que abordemos aquí los problemas que plantea el hecho de que en el
sistema zervanita el “tiempo ilimitado”, Zrvan
akarana no fuera creado por Ormuz y, por tanto, no le esté subordinado. Lo
que queremos subrayar es que en la concepción irania, vaya o no seguida del
tiempo infinito, la historia no es eterna;
no se repite, pero terminará un día por una ekpyrosis
y un cataclismo escatológicos. Pues la catástrofe final que pondrá término
a la historia será al mismo tiempo un juicio
de dicha historia. Será entonces -in illo
tempore- cuando todos habrán de responder por todo lo que hubieran hecho
“en la historia”, y sólo aquellos que no sean culpables conocerán la beatitud y
la eternidad (2).
Windsch ha expuesto la importancia que esas ideas mazdeanas tuvieron
para el apologista cristiano, Lactancio. El mundo fue creado por Dios en seis
días, y el séptimo descansó; por ese hecho el mundo durará seis eones, durante
los cuales “el mal vencerá y triunfará” en la tierra. En el curso del séptimo
milenio el príncipe de los demonios será encadenado y la humanidad conocerá mil
años de reposo y de justicia perfecta. Tras lo cual el demonio se escapará de
sus cadenas y volverá a la guerra contra los justos; pero al cabo será vencido
y al final del octavo milenio el mundo será creado para la eternidad.
Evidentemente, esa división de la historia en tres actos y en ocho milenios era
también conocida por los quiliastas cristianos, pero no puede dudarse de su
estructura irania, aun cuando semejante visión escatológica de la historia haya
sido difundida por todo el Oriente mediterráneo y en el imperio romano por las
gnosis grecoorientales.
Una sucesión de calamidades anunciará la proximidad del fin del mundo, y
la primera de ellas será la caída de Roma y la destrucción del Imperio romano:
previsión frecuente en el apocalipsis judeocristiano, pero que también era
conocido por los iranios. El síndrome apocalíptico es, por lo demás, común a
todas esas tradiciones. Tanto Lactancio como el Bahman-yasht anuncian que “el año será acortado, el mes disminuirá
y el día se contraerá”, visión del deterioro cósmico y humano que también hemos
encontrado en la India (donde la vida humana pasa de 80.000 a 100 años) y que
las doctrinas astrológicas han hecho popular en el mundo grecooriental.
Entonces las montañas se derrumbarán y la tierra quedará llana, los hombres
desearán la muerte y envidiarán a los muertos, y sólo sobrevivirá un décimo de
ellos. “Es tiempo -escribe Lactancio- en que la justicia será negada y la
inocencia odiosa, en que los malvados ejercerán sus depredaciones hostiles
contra los buenos, en que el orden, la ley y la disciplina militar ya no serán
observados, en que nadie respetará las canas, no cumplirá con los deberes de
piedad, no se apiadará de la mujer o del niño, etc.” Pero después de ese
estadio precursor, descenderá el fuego purificador que aniquilará a los malos,
y vendrá entonces el milenio de beatitud que también esperaban los quiliastas
cristianos y que ya habían anunciado Isaías y los Oráculos sibilinos. Los hombres conocerán una nueva edad de oro que
durará hasta la terminación del séptimo milenio, pues tras ese último combate
una ekpyrosis universal reabsorberá
al mundo entero en el fuego, lo que permitirá el nacimiento de un mundo nuevo,
justo, eterno y feliz, no sometido a las influencias atrales y libres del
reinado del tiempo.
Los hebreos limitaban igualmente la duración del mundo a siete milenios,
pero los rabinos jamás fueron partidarios de la determinación del fin del mundo
por el cálculo matemático. Se conformaron con precisar que una sucesión de
calamidades cósmicas e históricas (hambres, sequía, guerras, etc,) anunciarán
el fin del mundo. Luego llegará el Mesías; los muertos resucitarán, Dios
vencerá a la muerte y de ahí seguirá la renovación del mundo.
Aquí también volvemos a encontrar, como por doquier en las doctrinas
apocalípticas antes recordadas, el motivo tradicional de la decadencia extrema,
del triunfo del mal y de las tinieblas, que preceden al cambio de Eón y a la
renovación del cosmos. Un texto babilónico traducido por A. Jeremias prevé así
el Apocalipsis: “Cuando esas cosas se produzcan en el cielo, entonces lo que es
límpido se hará opaco y lo que está limpio se pondrá sucio, la confusión se
extenderá sobre las naciones, los auspicios se mostrarán desfavorables…” “En
tal reinado los hombres se devorarán entre sí y venderán a sus hijos por
dinero, el esposo abandonará a la esposa y la esposa al esposo, y la madre
cerrará la puerta a su hija”. Otro himno anuncia que entonces el sol no se
levantará más, que la luna no volverá a aparecer, etc.
Pero en la concepción babilónica ese período crepuscular va siempre
seguido de una nueva aurora paradisíaca. A menudo, como era de esperar, el período
paradisíaco se abre con la entronización de un nuevo soberano. Asurbanipal se
considera como un regenerador del cosmos, pues “desde que los dioses, en su
bondad, me han establecido en el trono de mis padres, Adad ha enviado su lluvia…,
el trigo ha crecido…, la cosecha ha sido abundante…, los rebaños se han
multiplicado, etc…”. (Nabucodonosor dice de sí mismo: “Gracias a mí el país ha
conocido un reinado de abundancia, años de exuberancia.” En un texto hitita,
Murshili se expresa acerca del reinado de su padre en los siguientes términos: “…Bajo
su reinado, todo el país de Khatti prosperó y en su tiempo todo el pueblo, el
ganado y los rebaños se multiplicaron”. La concepción es arcaica y universal:
podemos hallarla en Homero, en Hesíodo, en el Antiguo Testamento, en China,
etc.)
Simplificando, podría decirse que, tanto entre los iranios como entre
los judíos y los cristianos, la “historia” que se atribuye al universo es
limitada, y que el fin del mundo coincide con el aniquilamiento de los pecadores,
la resurrección de los muertos, y la victoria de la eternidad sobre el tiempo. Pero
aun cuando esa doctrina se hizo cada vez más popular en el siglo I a. de C. y
en los primeros siglos que siguieron, no consiguió eliminar definitivamente la
doctrina tradicional de la regeneración periódica del tiempo por la repetición
anual de la creación. En el capitulo anterior hemos visto que entre los iranios
se conservaron vestigios de esa doctrina hasta una época muy avanzada de la
Edad Media. Dominante también el judaísmo premesiánico, esa doctrina nunca fue,
sin embargo, totalmente abolida, pues los círculos rabínicos vacilaban en
precisar la duración fijada por Dios al cosmos y se contentaban con declarar
que el illud tempus llegaría
ciertamente algún día. En el cristianismo, por otro lado, la tradición evangélica
deja entender que está ya presente “entre los que creen, y que por consiguiente
el illud tempus es eternamente actual
y accesible a cualquiera, en cualquier momento, por metânoia. Como se trata de una experiencia religiosa totalmente
diferente de la experiencia tradicional, puesto que se refiera a la ”fe”, la
regeneración periódica del mundo se traduce en el cristianismo en una regeneración
de la persona humana. Mas para el que participa en ese eterno nunc del reino de Dios, la “historia”
cesa de modo tan total como para el hombre de las culturas arcaicas, que la anula
periódicamente. Por consiguiente, también para el cristianismo la historia
puede ser regenerada, por cada creyente en particular y a través de él, aun antes
de la segunda llegada del Salvador, en que cesará de manera absoluta para toda
la creación.
Una discusión conveniente de la revolución introducida por el cristianismo
en la dialéctica de la abolición de la historia y de la evasión fuera de la
dominación del tiempo nos llevaría fuera de los límites de este ensayo.
Observemos solamente que, aun en el cuadro de las tres grandes religiones -irania,
judaica y cristiana-, que han limitado la duración del cosmos a un número
cualquiera de milenios y afirman que la historia cesará definitivamente in illo tempore, subsisten, sin embargo,
huellas de la antigua doctrina de la regeneración periódica de la historia. En
otros términos, la historia puede ser abolida, y por consiguiente renovada, un
número considerable de veces antes de la realización del eskaton final. El año litúrgico cristiano está, por lo demás,
fundado en una repetición periódica y
real de la natividad, de la pasión,
de la muerte y de la resurrección de Jesús, con todo lo que ese drama místico
implica para un cristiano; es decir, la regeneración personal y cósmica por la
reactualización in concreto del
nacimiento, de la muerte y de la resurrección del Salvador.
Notas
1) Véase también Scheftelowicz, Die Zeit als Schickalsgottheit; R. C. Zaehner, Zurvanica; H. T. Schaeder, Der
Iranische Zeigott.
2) El simbolismo oriental y judeocristiano del pasaje
a través del fuego ha sido recientemente estudiado por Carl Martin Edsman en Le Baptême de feu, 1940.
No hay comentarios:
Publicar un comentario