MORIR CON APARICIO
HUGO GIOVANETTI VIOLA
DECIMONOVENA
ENTREGA
SEGUNDO (3)
Tal vez exactamente
el día de la sentada de Aparicio Saravia -cuando vadeara el Tacuarí con unos
diez mil hombres para volver a avanzar por sorpresa sobre el campo uruguayo,
mientras los gubernistas perseguían el señuelo de Basilio Muñoz (guiados por la
destreza de su Grouchy tobiano) y la chistosa prensa parisina preveía el
hundimiento del águila blanca en el golfo de México- Jonás Erik Jönson abandonó
la chacra donde había predicado su evangelio mariano cerca de nueve años, para
aceptar la cátedra de astronomía que le ofreciera el Inspector Camacho. Aquella
noche no pudo dormir. Escuchó los ronquidos de los náufragos fumándose una pipa
que le avivó la brasa del remordimiento por haberlos curtido a latigazos la
última Nochebuena, cuando los encontró timbeando como bestias apóstatas frente
a la Casa de Nuestra Señora. La gente nos perdona, pensó lúcidamente: Pero la
vida no. Se fue sin despedirse antes de amanecer, caminando a la sombra que
hacían los eucaliptos bajo el brumoso brillo del estrellerío. Entonces recordó.
Recordó a su ex-mujer -Liv Palme, una famosa equilibrista sueca que se fue con
el dueño del circo de Malmö tras el primer aborto impuesto por su profesión- y
la ciencia del cielo que Erik Jönson (todavía no Jonás) abandonó enseguida para
vagabundear desde los veinticinco a los veintiocho años por el resto de Europa,
hasta que se cansó de buscar la verdad como a un nuevo planeta prometido a la
vez por el positivismo y el París comunero. Al final me enrolé en el Ciudad de
Santander tratando de pudrirme sin contagiar a nadie. En el 94, gracias a un
encadenamiento de varios temporales tocamos Beirut y fuimos en carretas a
conocer las ruinas de Byblos con la tripulación: ellos timbearon y se
emborracharon sobre un esplendoroso anfiteatro proyectado hacia el mar, y yo me
terminé de asquear de la bestialidad tirado arriba de las margaritas que
escarchaban el amontonamiento de ruinas medievales y árabes y romanas y griegas
y fenicias. Aquella misma tarde, sin embargo -solo en una letrina- me arrodilló
el llamado. Tuve que rechazarlo como el viejo Jonás, y naufragar como él unos
meses más tarde frente a la Isla de Lobos y acostarme a pasar de un sueño al otro
hasta que me obligaron a velar a la Virgen del Carmen con la tripulación: ella
flotó sonriendo alucinantemente en la branquia nocturna (los barcos de Lussich
llegaron a buscarnos recién cuando aclaraba) y yo me enamoré del equilibrio
heroico de la esfinge evangélica, y acabé predicándolo hasta el desequilibrio.
El sueco se sentó
en la plaza San Fernando después de haber gastado casi todo el jornal
mandándose a hacer un traje negro y botines de medida. Había almorzado fuerte
-y caminado mucho- y tomado más vino del que necesitaba su fatigada soledad
carnal: tenía cuarenta y cinco años y hacía cerca de quince que se enclaustraba
en una castidad sólo maravillosa al no olvidar a Liv. En Londres y en París
tuvo alguna mujer por una sola noche y entendió para siempre que la fornicación
se paga con las rentas de recuerdos sagrados. Al rato fue al café para comprar
un diario, pero apenas leyó los titulares que anunciaban el desbande total del
ejército blanco vio a don Pedro Tomillo entrar al templo flanqueado por las dos
mujeres. A don Pedro Tomillo y a su esposa los conocía de vista: a Magdalena
no. Jonás volvió a mirar los titulares con incredulidad y se acordó de Justo y
cruzó el empedrado a las zancadas. Cuando yo me di cuenta -con el rabo del ojo-
de quién era aquel hombre, me dio un poco de miedo. Había acabado de hincarme
para agradecerle al Señor el final de la guerra y pedir por mis hijos (y
también por el novio de la nena, no me importa decirlo) cuando escuché las
botas y vi al gringo parado al final de la fila. Quise hacerle una seña a
Magdalena pero me dio vergüenza interrumpir el Credo. Yo nunca lo había visto,
pero conocía bien las descripciones hechas por los vecinos desde los tiempos de
la procesión hasta el último escándalo que armó frente a la iglesia. Fui
torciendo la cara disimuladamente y le vi las bombachas y el poncho (y el
sombrero colgándole en la mano izquierda) tan remendados y llenos de barro que
me dio cortedad. Era tan alto y rubio y barbudo y peludo como decía la gente:
lo que yo no esperé fueron los ojos color agua de pozo puestos en Magdalena
como si estuvieran mirando el altar. Doña Luz se sentó y agarró a la muchacha y
empujó a su marido para salir por el pasillo izquierdo. Jonás ni se dio cuenta
del pavor matronal. Magdalena Tomillo no estuvo arrodillado ni creyó haber
rezado: tampoco creía ser una mujer hermosa, estoy seguro. Rezó sin comprender
(ni retener a nadie) y salió de la iglesia entre un halo velado que amansó mi
nostalgia definitivamente. Tengo que conseguirme un puesto de farero, pensé
yendo al Billar para agarrar mis cosas y marchar a la casa del Inspector
Camacho.
A los pocos días
del revés gubernista en Fray Marcos el Inspector y Jonás Erik Jönson visitaron
la casa de don Pedro Tomillo para ponerlo al tanto de las aspiraciones del
nuevo profesor de la sección anexa a la Escuela Ramírez. Don Pedro era un
admirador ferviente de la reforma vareliana y tenía una admiración casi
reverencial con el maestro Dodera y el Inspector Camacho. Pero Jonás notó que
estuvo casi ausente de la conversación hasta que se tocó el tema de la guerra.
“Mis hijos se atascaron con Muniz en el norte” se quejó terminando el segundo
jerez: “Y quedó comprobado que los saravistas no están en el Brasil como se
suponía”. El Inspector lo distrajo exponiéndoles las bases de un proyecto que
le iba a presentar al Dr. Abel Pérez en febrero, sobre la creación de una
Escuela Agraria en el Rincón de San Rafael. “Hay que buscar la entrada de los
desocupados en los actuales centros ganaderos” explicaba Camacho cuando empezó
a sonar la lejanía de un piano que iluminó en secreto a Jonás Erik Jönson:
“Como en los Estados Unidos y un importante número de países progresistas.
Actualmente perdemos -con la ganadería extensiva- una cifra incalculable de
cabezas de ganado por año nada más que por falta de pastos naturales durante
las sequías, para darle un ejemplo. Y eso es imprevisión, mi amigo: si nosotros
formáramos nuevas generaciones de elementos idóneos en la ganadería intensiva (gente
que fuera diestra en el cultivo de forrajes artificiales, por citarle un
renglón imprescindible) no solamente nuestro proletariado rural no sería una
amenaza sino que se transformaría en un auxiliar indispensable para los
ganaderos”. Jonás pidió permiso, saludó y salió solo del caserón rosado. No
debe ser tan fácil proyectar una Escuela Agraria mientras están pasando a
degüello a los futuros alumnos, pensó al doblar la esquina jalado por el
vértigo crepuscular del piano. Bach emergía en la luz anaranjada por un postigo
apenas entreabierto. Entonces recordé -acercándome a la música sin delatar ni
el paso de mi sombra- dos párrafos de un libro de textos daneses escogidos que
leíamos con Liv cuando nos conocimos. Los recordé palabra por palabra, sin
preocuparme por desenterrar el nombre del autor. Sola, sentada al piano se encuentra una muchacha decía uno de los
párrafos: La puerta queda entornada, de
modo que se pueda encontrar sin ser visto. La que está tocando no es una
“virtuosa”, porque, si lo fuera, la puerta no se habría abierto. El otro decía
así: Y de los dedos le fluían, corrían a
través de las notas, estremecimientos de una pasión tan intensa que trajeron a
mi espíritu el recuerdo de la virgen Mittelil, a quien le corría la leche de
los senos cuando tocaba el arpa de oro. Jonás subió a la plaza antes que se
fugara el preludio de Bach.
El primer domingo
que doña Julia trajo a Natacha desde Suelo Santo se cumplían ocho meses de la
muerte de José Luis Tomillo y de Justo Regusci, y un mes y medio de la muerte
de Aparicio Saravia. Yo le estaba comprando los bastoncitos a Priscilla cuando
las vi bajar del carricoche abierto y meterse a la iglesia entre los dos enjambres
que se formaron bajo las columnas para ver a la niña. Ya hacía varias semanas
que doña Julia había desembarcado en Punta del Este con su única nieta, pero
inmediatamente se encerró en Suelo Santo y mandó buscar médicos y pedagogos sin
explicarle a nadie más lo que estaba pasando. “Esa nena que acaba de entrar a
la iglesia es la hija de Sabino y Carolina: él pidió que la fueran a buscar a
Buenos Aires cuando murió mi prima” le expliqué a mi cuñada. Magdalena
contrabandeó un bastón de caramelo bajo el velo enlutado de Priscilla y lo
clavó en sus dientes: hacía bastante tiempo que monologaba con su cuñada loca
(y babeante y golosa, a punto de parir) saboreando el absurdo igual que una
venganza contra la Creación. “Podría haber sido sobrina política mía, además te
sobrina segunda ¿te das cuenta?” le dije: “Y parece que no habla una palabra
con nadie, aunque tía Julia jura que la oyó despedirse del padre en Buenos
Aires perfectamente bien. Pero aquí no le ha hablado una palabra a nadie”.
Priscilla Barnes de Tomillo se había estancado en la infantilidad de una locura
lánguida después de saberse la muerte de su esposo, el día que descubrió que
estaba embarazada (José Luis consiguió una licencia en febrero y no llegó a
pasar más que un almuerzo breve y una siesta con ella, antes de la
reincorporación al ejército gubernista): chupaba tantos caramelos que ya no
hablaba más que remotas frases en inglés. Yo la llevaba misa los domingos sin
falta, con una mezcla repugnante de vanidad y lástima. Magdalena y Priscilla se
sentaron muy cerca del confesionario. Yo no llegué a saber por qué seguía
importándome la iglesia -el
ritual insufrible y
casi no creyente de todos los domingos- hasta que vi a mi sobrina arrodillada
frente al confesionario. Natacha Regusci Tomillo tenía apenas seis años esa
primera mañana en que fue obligada por su abuela a llorar frente al silencio
oscuro de las rejas de roble. Señor, pensé: Por algo me traías a tu casa. Vio
pararse a la niña con sus ojos de pájara asperjados por una amordazada libertad
azul, y evitó saludar a su tía Julia mientras pensaba: Dios y la Virgen saben
que te la robaría, vieja maldita. Y fue en ese momento que por primera vez pude
pensar en Justo sin odiar a la vida. Al terminar la misa doña Julia hizo el
cuento del desembarco en Buenos Aires a medio vecindario -insultando a Sabino y
volviendo a acusarlo abiertamente de matar a su hija- mientras Natacha parecía
un esculpido ángel irreverente. Yo acompañé a mi cuñada hasta la casa y le dije
al llegar: “Esa nena que viste era sobrina de él, también. Del hombre que iba a
ser el padre de mis hijos”. Magdalena rozó la barriga enlutada y deforme de
Priscilla antes de alzarle el velo: la irlandesa lloraba babas multicolores con
el bastón a medias derretido enclavado en los dientes. “Take my doll” murmuró. Magdalena
Tomillo no entendió lo que dijo, pero quedó erizada durante un rato largo.
Entonces me decidí a pedirle a Mr. Barnes la custodia de su futuro nieto. El
reverendo Barnes era un irlandés lóbrego que abandonó su iglesia y emigró con Priscilla
a los muy pocos meses de enviudar, fácilmente imantado por un francés
aventurero que hacía de cónsul móvil de la Compañía Boeth. Cuando nosotros
llegamos a Maldonado Priscilla era una niña, todavía. El reverendo contrató a
una ex-esclava para criar a su hija y trabajó en el mar durante casi un lustro
sin perder aquel aura de orfandad de mujer y de congregación que asustaba a la
gente. Le decíamos el muerto, en casa. Al fundirse la Boeth Mr. Barnes se
instaló como carpintero y repechó la década trabajando en equipo con los Decaux
(que restauraron el altar mayor del nuevo templo donde fue instalada la Virgen
del Carmen) y observando crecer a la muchacha rubia con la nostalgia inválida
de quien exhuma una fotografía. Priscilla fue la gringa más hermosa que yo he
visto jamás en Maldonado. El reverendo Barnes tomaba mate de café cuando entró
Magdalena a pedir la custodia de su futuro nieto. Se lo pedí sin miedo, aunque
no pude levantar la vista de su barba auriblanca y pulcra y sin bigote. En los
ojos del hombre hubo una explosión desorbitada que reflejó simultáneamente la
incredulidad, la agresión y la paz: Mr. Barnes sonrió con horrenda dulzura y le
pidió a la negra que cebara otro mate. Cuando dijo que sí -moviendo la bombilla
de arriba para abajo unas cinco o seis veces- me pareció que se había vuelto un
viejo, de repente. Pero no era verdad (como no era verdad que hubiese estado
muerto antes de la locura de Priscilla y tampoco después): Barnes no estaba viejo
sino libre -por fin- se asumir de una vez el desafío supremo. “Al nieto te lo
regalo” me dijo: “A Priscilla la vendo. Cuesto medio quintal de bastoncitos
dulces”. Magdalena volvió a cruzar la plaza San Fernando mientras el carricoche
que llevaba a Natacha Regusci Tomillo se recortaba sobre la intemperie de las
primeras dunas batidas por el viento.
Dieciséis años
antes la familia Tomillo había bajado del ferrocarril en terminal La Sierra,
donde los esperaba una diligencia de La Comercial del Este para llevarlos hasta
Maldonado. Cuando zanjaron la primera de las siete vertientes de las Ánimas
oyendo el bambolear crujiente de la baca demasiado cargada (y escuchando el
piafar chapoteador de las veintiocho patas de los mancarrones, mientras el
mayoral pretendía exorcizar el desastre vociferando algo como un ritual
imprecatorio) Magdalena empezó a sentir el miedo. La sierra de Las Ánimas
parecía un monstruo pardo echado detrás nuestro, aunque el triángulo azul del
cerro Pan de Azúcar recortado en la niebla del amanecer me hizo acordar a una
postal alpina. Don Pedro recobró su euforia mercantil cuando cruzaron entre los
pinares ya formados por Piria y aburrió a la familia por centésima vez haciendo
el panegírico de Maldonado: aquella inexplotada promisión virreinal que no se
pudo consolidar nunca -por las malditas guerras- como puerto de entrada y salida
libre de productos marinos, ganaderos y agrícolas. En el corral de la primera
posta había un solo caballo y el cuarteador tuvo que salir a juntar el resto de
la muda: tardó tanto que me dormí en el hombro de mamá (y hasta llegué a soñar
con el Cid Campeador del Capitán
Martínez sobrevolando el Prado). Magdalena se despertó temblando. Recién me
daba cuenta de que además de mi Conservatorio me faltarían los globos
aerostáticos y el alumbrado eléctrico y los grandes cantantes que soñaba con
ver en el teatro Solís. Después de haber vadeado la barra de la laguna del
Sauce el mayoral hizo bajar a los hombres para cruzar las dunas hasta el Portezuelo.
Yo saqué la cabeza y le quise preguntar a papá si tampoco iba a haber tram-ways
en Maldonado, pero un chorro de arena me empantanó la boca. Magdalena empezó a
entrever a los caminadores que ofrecían sus sombreros -firmemente prensados por
los puños rojizos- al ataque frontal de la sudestada. “Tengo miedo, mamá” dije
con el vestido encharcado de arena. “¿De qué?” le preguntó doña Luz sonriendo. La
entrada a Maldonado la hicimos antes de oscurecer. Vieron los campos con
carretas (y paisanos y mujeres y niños levantados del surco para hacerle un
saludo al nubarrón rodante) y enseguida las quintas los rancheríos el cementerio
el Molino y las torres de la iglesia inconclusa rebrillando en la póstuma
llamarada solar. Yo escuchaba el aullido de los médanos sobrepuesto al oleaje
lejano: era como si el pueblo estuviera emergiendo interminablemente de una
invasión salobre. Se distinguían los túmulos de construcciones semiderruidas,
mientras la diligencia iba sorteando perros que apenas lloriqueaban con los ojos
llorosos de hambre o de rabia. Terminamos cruzando callejones donde alguna
silueta mateaba en un portal frente a inclinadas tapias coronadas de hinojo: las
grietas parecían rayos petrificados. Al llegar a la plaza al vieron al carricoche
del tío Fausto esperándolos para llevarlos hasta Suelo Santo. Después que nos
lavamos y cambiamos de ropa en aquel palacete encolumnado -y recién edificado a
una legua del pueblo, entre un enorme monte de eucaliptos no crecidos del todo-
bajamos al salón, y a mí se me fue el miedo por un rato cuando mi prima Carolina
me sentó en el Steinway y toqué Bach y Schumann sin pararme ni nada. Carolina
era apenas cuatro mayor que Magdalena, pero tenía los ojos aterciopelados por
la madurez triste de una infancia vacía. Nadie más me escuchó. Los hermanos
Tomillo bebían whisky escocés sin prestarle atención tampoco a los hors d’oeuvre, mientras don Fausto
inventariaba los adelantos conseguidos por la Compañía Boeth en el último mes:
ya estaban funcionando los primeros criaderos de ostras y langostinos, y el
vapor Maldonado (propiedad de la empresa) había hecho el quinto viaje para
Montevideo. Tía Julia le contaba a mamá que se acababa de presentar un proyecto
de un gran hotel casino estilo Montecarlo en la playa Las Delicias, conectado a
la plaza San Fernando por modernos tram-ways. Doña Julia también habló de los touristes que de a poco empezaban a
darle lustre a la región con su charme europeo:
su encorsetada (y mustia) belleza cuarentona apestaba a lujuria. Esa noche
dormimos en el palacete y escuché un rato largo -despierta por el miedo- aquel
coro ventoso de los eucaliptos perfumando el balcón donde Sabino y Carolina se
rozarían los labios en un pacto sagrado, como a los pocos años hicimos Justo y
yo.
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