HORACIO QUIROGA (1878 – 1937)
LOS DESTERRADOS
Misiones,
como toda región
de frontera,
es rica en tipos pintorescos.
Suelen serlo extraordinariamente aquellos que, a semejanza de
las bolas de billar, han nacido con efecto. Tocan normalmente banda, y
emprenden los rumbos más inesperados. Así Juan Brown, que habiendo ido por
sólo unas horas a mirar las ruinas, se quedó 25 años allá; el doctor Else, a
quien la destilación de naranjas llevó a
confundir a su hija con una rata; el químico Rivet, que se extinguió
como una lámpara, demasiado repleto de alcohol carburado; y tantos otros que,
gracias al efecto, reaccionaron
del modo más imprevisto.
En los tiempos
heroicos del obraje y la yerbamate, el Alto Paraná sirvió de
campo de acción a algunos tipos riquísimos de color, dos o tres de los cuales
alcanzamos a conocer nosotros, treinta años después. Figura a la cabeza de aquéllos un bandolero de un desenfado tan grande
en cuestión de vidas humanas, que probaba sus winchesters sobre el primer
transeúnte. Era correntino, y las costumbres y habla de su patria
formaban parte de su carne misma. Se llamaba Sidney Fitz-Patrick,y poseía una
cultura superior a la de un egresado de Oxford. A la misma época pertenece el cacique Pedrito, cuyas indiadas mansas
compraron en los obrajes los primeros pantalones. Nadie le había oído a
este cacique de faz poco india una palabra en lengua cristiana, hasta el día en
que al lado de un hombre que silbaba un aria de La Traviata, el cacique prestó
un momento atención, diciendo luego en perfecto castellano:
–La Traviata... Yo asistí a su
estreno en Montevideo, el 59...
Naturalmente, ni aun en las
regiones del oro o el caucho abundan tipos de este romántico color. Pero en las primeras avanzadas de la civilización
al norte del Iguazú, actuaron algunas figuras nada despreciables, cuando los
obrajes y campamentos de yerba del Guayra se abastecían por medio de grandes
lanchones izados durante meses y meses a la sirga contra una corriente de Infierno,
y hundidos hasta la borda bajo el peso de mercancías averiadas, charques, mulas
y hombres, que a su vez tiraban como
forzados, y que alguna vez regresaron sólo sobre diez tacuaras a la
deriva, dejando a la embarcación en el más grande silencio.
De estos
primeros mensús formó parte el negro Joâo Pedro, uno de los tipos de aquella
época que alcanzaron hasta nosotros. Joâo
Pedro había desembocado un mediodía del monte con el pantalón arremangado sobre
la rodilla, y el grado de general, al frente de ocho o diez brasileños
en el mismo estado que su jefe.
En aquel tiempo –como ahora– el
Brasil desbordaba sobre Misiones, a cada revolución, hordas fugitivas cuyos machetes no siempre concluían de
enjugarse en tierra extranjera.
Joâo Pedro, mísero
soldado, debía a su gran conocimiento del monte su ascenso a general. En tales condiciones,
y después de semanas de bosque virgen que los fugitivos habían perforado como diminutos ratones,
los brasileños guiñaron los ojos enceguecidos ante el Paraná, en cuyas aguas albeantes
hasta hacer doler los ojos, el bosque se cortaba por fin.
Sin motivos de unión ya, los
hombres se desbandaron. Joâo Pedro remontó el Paraná hasta los obrajes, donde actuó breve tiempo, sin mayores
peripecias para sí mismo. Y advertimos esto último, porque cuando un
tiempo después Joâo Pedro acompañó a un agrimensor hasta el interior de la
selva, concluyó en esta forma y en esta lengua de frontera el relato del viaje:
–Después tivemos um disgusto... E
dos dois, volvió um solo.
Durante
algunos años, luego, cuidó del ganado de un extranjero, allá en los pastizales
de la sierra, con el exclusivo objeto de obtener sal gratuita para cebar los
barreros de caza, y atraer tigres. El propietario notó al fin que sus terneras
morían como ex profeso enfermas en lugares estratégicos para cazar tigres, y
tuvo palabras duras para su capataz. Éste no respondió en el momento; pero al día
siguiente los pobladores hallaban en la picada al extranjero, terriblemente azotado
a machetazos, como quien cancha yerba de plano.
También esta vez fue breve la confidencia
de nuestro hombre:
–Olvidóse de que eu era home como
ele... E canchei o francéis.
El propietario era italiano; pero
lo mismo daba, pues la nacionalidad atribuida por Joâo Pedro era entonces
genérica para todos los extranjeros. Años
después, y sin motivo alguno que explique el cambio de país, hallamos al ex
general dirigiéndose a una estancia del Ibera cuyo dueño gozaba fama de pagar
de extraño modo a los peones que reclamaban su sueldo.
Joâo Pedro ofreció sus servicios,
que el estanciero aceptó en estos términos:
–A vos, negro,
por tus motas, te voy a pagar dos pesos y la rapadura. No te olvidés de venir acobrar a fin de mes.
Joâo Pedro salió mirándolo de
reojo; y cuando a fin de mes fue a cobrar su sueldo, el dueño dela estancia le
dijo:
–Tendé la mano, negro, y apretá
fuerte.
Y abriendo el cajón de la mesa, le
descargó encima el revólver .Joâo Pedro
salió corriendo con su patrón detrás que lo tiroteaba, hasta lograr hundirse en
una laguna de aguas podridas, donde arrastrándose bajo los camalotes y pajas,
pudo alcanzar un tacurú que se alzaba en el centro como un cono. Guareciéndose
tras él, el brasileño esperó, atisbando a su patrón con un ojo.
–No te movás, moreno –le gritó el
otro, que había concluido sus municiones.
Joâo Pedro no se
movió, pues tras él el Ibera borbotaba hasta el Infinito. Y cuando asomó de nuevo
la nariz, vio a su patrón que regresaba al galope con el winchester cogido por
el medio. Comenzó entonces para el brasileño una prolija tarea, pues el otro
corría a caballo buscando hacer blanco en el negro, y éste giraba a la par
alrededor del tacurú, esquivando el tiro.
–Ahí va tu
sueldo, macaco –gritaba el estanciero al galope; y la cúspide del tacurú volaba
en
pedazos.
Llegó un
momento en que Joâo Pedro no pudo sostenerse más, y en un instante propicio se hundió de espaldas
en el agua pestilente, con los labios estirados a flor de camalotes y
mosquitos, para respirar. El otro, al paso
ahora, giraba alrededor de la laguna buscando al negro. Al fin se retiró,
silbando en voz baja y con las riendas sueltas sobre la cruz del caballo.
En la alta
noche el brasileño abordó el ribazo de la laguna, hinchado y tiritando, y huyó
de la estancia, poco satisfecho al parecer del pago
de su patrón, pues se detuvo en el monte a conversar con otros peones
prófugos, a quienes se debía también dos pesos y la rapadura. Dichos peones
llevaban una vida casi independiente, de día en el monte, y de noche en los
caminos. Pero como no podían olvidar a su ex patrón, resolvieron jugar entre ellos
a la suerte el cobro de sus sueldos, recayendo dicha misión en el negro Joâo
Pedro, quien se encaminó por segunda veza la estancia, montado en una mula.
Felizmente –pues ni uno ni otro
desdeñaban la entrevista–, el peón y su patrón se encontraron; éste con su
revólver al cinto, aquél con su pistola en la pretina. Ambos detuvieron sus
cabalgaduras a veinte metros.
–Está bien, moreno –dijo el
patrón–. ¿Venís a cobrar tu sueldo? Te voy a pagar en seguida.
–Eu vengo
–respondió Joâo Pedro– a quitar a vocé de en medio. Atire vocé primeiro, e nao erre.
–Me gusta, macaco. Sujétate
entonces bien las motas...
–Atire.
–¿Pois nao? –dijo aquél.
–Pois é –asintió el negro, sacando
la pistola.
El estanciero apuntó, pero erró el
tiro. Y también esta vez, de los dos hombres regresó uno solo.
El otro tipo
pintoresco que alcanzó hasta nosotros era también brasileño, como lo fueron
casi todos los primeros pobladores de Misiones. Se le conoció siempre por
Tirafogo, sin que nadie haya sabido de él nombre otro alguno, ni aun la
policía, cuyo dintel por otro lado nunca llegó a pisar.
Merece este detalle mención, porque
a pesar de haber sorbido nuestro hombre más alcohol del que pueden soportar
tres jóvenes fuertes, logró siempre esquivar, fresco o borracho, el brazo de los
agentes. Las chacotas que levanta la caña en
las bailantas del Alto Paraná, no son cosa de broma. Un machete de monte,
animado de un revés de muñeca de mensú, parte hasta el bulbo el cráneo de un jabalí; y una vez, tras un mostrador, hemos
visto al mismo machete, y del mismo revés, quebrar como una caña el
antebrazo de un hombre, después de haber cortado limpiamente en su vuelo el
acero de una trampa de ratas, que pendía del techo.
Si en bromas de esta especie o en
otras más ligeras, Tirafogo fue alguna vez actor, la policía lo ignora. Viejo ya, esta
circunstancia le hacía reír, al recordarla por cualquier motivo:
–¡Eu nunca estive na policia!
Por sobre
todas sus actividades, fue domador. En los primeros tiempos del obraje se llevaban allá mulas chúcaras,
y Tirafogo iba con ellas. Para domar, no había entonces más espacio que los rozados
de la playa, y presto las mulas de Tirafogo partían a estrellarse contra los
árboles o caían en los barrancos, con el
domador debajo. Sus costillas se habían roto y soldado infinidad de veces,
sin que su propietario guardara por ello el menor rencor a las muías.
–¡Eu gosto mesmo –decía– de lidiar
con elas!
El optimismo era su cualidad
específica. Hallaba siempre ocasión de manifestar su satisfacción de haber vivido tanto tiempo. Una de sus vanidades
era el pertenecer a los antiguos pobladores de la región, que solíamos
recordar con agrado.
–¡Eu
só antiguo! –exclamaba, riendo y estirando desmesuradamente
el cuello adelante–.¡Antiguo!
En el período
de las plantaciones se le reconocía desde lejos por sus hábitos para carpir mandioca. Este
trabajo, a pleno Sol de verano, y en hondonadas a veces donde no llega un soplo
de aire, se lleva a cabo en las primeras horas de la mañana y en las últimas de
la tarde. Desde las once a las dos, el paisaje se calcina solitario en un vaho
de fuego. Éstas eran las horas que elegía Tirafogo para carpir descalzo la
mandioca. Se quitaba la camisa, se
arremangaba el calzoncillo por encima de la rodilla, y sin más protección que
la de su sombrero orlado entre paño y cinta de puchos de chala, se
doblaba a carpir concienzudamente su mandioca, con la espalda deslumbrante de
sudor y reflejos. Cuando los peones volvían
de nuevo al trabajo a favor del ambiente ya respirable, Tirafogo había concluido el suyo. Recogía la azada, quitaba
un pucho de su sombrero, y se retiraba fumando y satisfecho.
–¡Eu gosto –decía– de poner os
yuyos pés arriba ao Sol!
En la época en
que yo llegué allá, solíamos hallar al paso a un negro muy viejo y flaquísimo que
caminaba con dificultad y saludaba siempre con un trémulo “Bon día, patrón”
quitándose humildemente el sombrero ante cualquiera.
Era Joâo Pedro. Vivía en un rancho,
lo más pequeño y lamentable que puede verse en el género, aun en un país de obrajes, al borde de un terrenito anegadizo de
propiedad ajena. Todas las primaveras sembraba un poco de arroz –que
todos los veranos perdía– y las cuatro mandiocas indispensables para subsistir, y cuyo cuidado le
llevaba todo el año, arrastrando las piernas.
Sus fuerzas no daban para más. En
el mismo tiempo, Tirafogo no carpía más para los vecinos. Aceptaba todavía
algún trabajo de lonja que demoraba meses en
entregar, y no se vanagloriaba ya de ser antiguo en un país totalmente
transformado.
Las costumbres, en efecto, la
población y el aspecto mismo del país, distaban, como la realidad de un sueño, de los primeros tiempos vírgenes,
cuando no había límite para la extensión de los rozados, y éstos se efectuaban entre todos y para todos, por el sistema
cooperativo. No se conocía entonces la moneda, ni el Código Rural, ni
las tranqueras con candado, ni los breeches.
Desde el Pequirí al Paraná, todo
era Brasil y lengua materna, hasta con los francéis de Posadas. Ahora el país
era distinto, nuevo, extraño y difícil. Y ellos, Tirafogo y Joâo Pedro, estaban
ya muy viejos para reconocerse en él.
El primero había alcanzado los
ochenta años, y Joâo Pedro sobrepasaba esa edad. El enfriamiento del uno, a quien el primer día nublado relegaba a quemarse
las rodillas y las manos junto al fuego, y las articulaciones
endurecidas del otro, les hicieron acordarse por fin, en aquel medio hostil,
del dulce calor de la madre patria.
–E' –decía
Joâo Pedro a su compatriota, mientras se resguardaban ambos del humo con la mano–. Estemos lejos
de nossa terra, seu Tira... E un día temos de morrer.
–E' –asentía
Tirafogo, moviendo a su vez la cabeza–. Temos de morrer, seu Joâo... E lonje da
terra...
Se visitaban ahora con frecuencia,
y tomaban mate en silencio, enmudecidos por aquella tardía sed de la patria. Algún recuerdo, nimio por lo
común, subía a veces a los labios de alguno de ellos, suscitado por el
calor del hogar.
–Havíamos na
casa dois vacas... –decía el uno muy lentamente–. E eu brinqué mesmo con oscachorros de
papae...
–Pois nâo, seu Joâo... –apoyaba el
otro, manteniendo fijos en el fuego sus ojos en que sonreía una ternura casi
infantil.
–E eu me lembro de todo... E de
mamae... A mamae moça...
Las tardes pasaban de este modo,
perdidos ambos de extrañeza en la flamante Misiones.
Para mayor
extravío, se iniciaba en aquellos días el movimiento obrero, en una región que
no conserva del pasado jesuítico sino dos dogmas: la esclavitud del trabajo,
para el nativo, y la inviolabilidad del patrón.
Se vieron
huelgas de peones que esperaban a Boycott como
a un personaje de Posadas, y
manifestaciones encabezadas por un bolichero a caballo que llevaba la bandera
roja, mientras los peones analfabetos cantaban apretándose alrededor de uno de
ellos, para poder leer la Internacional que aquél mantenía en alto.
Se vieron detenciones sin que la
caña fuera su motivo, y hasta se vio la muerte de un sahib.
Joâo Pedro,
vecino del pueblo, comprendió de todo esto menos aún que el bolichero de trapo rojo, y aterido por
el otoño ya avanzado, se encaminó a la costa del Paraná.
También Tirafogo había sacudido la
cabeza ante los nuevos acontecimientos. Y bajo su influjo, y el del viento frío que rechazaba el humo, los
dos proscriptos sintieron por fin concretarse los recuerdos natales que acudían a sus mentes con la
facilidad y transparencia de los de una criatura.
Sí; la patria lejana, olvidada
durante ochenta años. Y que nunca, nunca...
–¡Seu Tira!
–dijo de pronto Joâo Pedro, con lágrimas fluidísimas a lo largo de sus viejos carrillos–. ¡Eu nao
quero morrer sin ver a minha terra!... E muito lonje o que eu tengo vivido…
A lo que Tirafogo respondió: –Agora mesmo eu
tenía pensado proponer a vocé... Agora mesmo, seu Joâo Pedro... eu vía na ceniza a casinha...
O pinto bataraz de que eu só cuidei...
Y con un puchero, tan fluido como
las lágrimas de su compatriota, balbuceó:
–¡Eu quero ir lá!... ¡A nossa terra
é lá, seu Joâo Pedro!... A mamae do velho Tirafogo...
El viaje, de
este modo, quedó resuelto. Y no hubo en cruzado alguno mayor fe y entusiasmo que los de aquellos
dos desterrados casi caducos, en viaje hacia su tierra natal. Los preparativos fueron
breves, pues breve era lo que dejaban y lo que podían llevar consigo. Plan, en verdad, no
poseían ninguno, si no es el marchar perseverante, ciego y luminoso a la vez, como de sonámbulos, y que los acercaba día a día a
la ansiada patria.
Los recuerdos
de la edad infantil subían a sus mentes con exclusión de la gravedad del
momento. Y caminando, y sobretodo cuando acampaban de noche, uno y otro partían
en detalles de la memoria que parecían dulces novedades, a juzgar por el
temblor de la voz.
–Eu nunca dije para vôcé, seu
Tira... ¡O meu irmao mau piqueno esteve uma vez muito doente!
O, si no, junto al fuego, con una
sonrisa que había acudido ya a los labios desde largo rato:
–O mate de papae cayóse umaz vez de
mim... ¡E batióme, seu Joâo!
Iban así, riquísimos de ternura y
cansancio, pues la sierra central de Misiones no es propicia al paso de los viejos desterrados. Su instinto y
conocimiento del bosque les proporcionaban el sustento y el rumbo por
los senderos menos escarpados.
Pronto, sin
embargo, debieron internarse en el monte cerrado, pues había comenzado uno de esos
períodos de grandes lluvias que inundan la selva de vapores entre uno y otro
chaparrón, y transforman las picadas en sonantes torrenteras de agua roja.
Aunque bajo el
bosque virgen, y por violentos que sean los diluvios, el agua no corre jamás sobre la capa de
humus, la miseria y la humedad ambiente no favorecen tampoco el bienestar delos
que avanzan por él.
Llegó pues una mañana en que los
dos viejos proscriptos, abatidos por la consunción y la fiebre, no pudieron
ponerse de pie.
Desde la
cumbre en que se hallaban, y al primer rayo de Sol que rompía tardísimo la
niebla, Tirafogo, con un resto más de vida que su compañero, alzó los ojos,
reconociendo los pinares nativos. Allá lejos vio en el valle, por entre los altos
pinos, un viejo rozado cuyo dulce verde se llenaba de luz entre las sombrías
araucarias.
–¡Seu
Joâo! –murmuró, sosteniéndose apenas sobre los puños– ¡E'a terra o que vôce
pode ver lá! ¡Temo chegado, seu Joâo Pedro!
Al oír esto, Joâo Pedro abrió los
ojos, fijándolos inmóviles en el vacío, por largo rato.
–Eu cheguei ya, meu compatricio...
–dijo.
Tirafogo no apartaba la vista del
rozado.
–Eu vi a terra... E' lá...
–murmuraba.
–Eu cheguei –respondió todavía el
moribundo–. Vôcé viu a terra. E eu estó lá.
–O que é...
seu Joâo Pedro –dijo Tirafogo–, o que é, é que vócé está de morrer... ¡Vôcé nâo
chegou!
Joâo Pedro no respondió esta vez.
Ya había llegado. Durante largo tiempo
Tirafogo quedó tendido de cara contra el suelo mojado, removiendo de tarde en
tarde los labios. Al fin abrió los ojos, y sus facciones se agrandaron de
pronto en una expresión de infantil alborozo:
–¡Ya cheguei, mamae!... O Joâo Pedro tinha razâu... ¡Vou com ele!...
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