LEON CHESTOV
KIERKEGAARD Y LA FILOSOFÍA EXISTENCIAL
(Vox clamantis in deserto)
traducción
de José Ferrater Mora
SEXTA ENTREGA
I
JOB Y HEGEL (2)
Cierto que Kierkegaard no se atreve a burlarse de Sócrates. Respeta a
Sócrates, inclusive lo venera. Y, sin embargo, no se dirige, con sus penas y
sus dificultades, a Sócrates, sino a Abraham. Sócrates fue el más grande de los
hombres que vivieron en la tierra antes de que la Biblia fuese revelada al
mundo occidental. (1) Se puede venerar a Sócrates, pero un alma conturbada no
puede hallar en él respuestas a sus preguntas. Haciendo el balance de lo que le
había legado su maestro, Platón escribe: la mayor desdicha que pueda ocurrirle
a un hombre es que llegue a despreciar la razón. Sí, hay que decirlo al punto:
Kierkegaard ha abandonado a Hegel para dirigirse a Job, ha abandonado a
Sócrates para dirigirse a Abraham sólo porque Hegel y Sócrates le exigían que
amara la razón y porque justamente él, Kierkegaard, detestaba la razón por
encima de todo.
Platón y Sócrates amenazan con toda clase de males a quienes deprecien
la razón. Pero, ¿tenían el poder de preservar de los males a quienes amasen la
razón? Y se plantea otro problema, aun más inquietante: ¿hay que amar la razón porque
de lo contrario se corre excesivo riesgo, o hay que amarla de un modo
desinteresado, sin segundas intenciones, sin indagar de antemano si ese amor ha
de proporcionar alegrías o sufrimientos, es decir, sólo por tratarse de ella?
Parece que Platón estaba muy lejos de ser desinteresado; si así no hubiese
sido, no habría recurrido a las amenazas. Habría simplemente proclamado este
precepto: ama a la razón de todo corazón y con toda el alma sin preocuparte de
saber si esto te hará feliz o desdichado. La razón exige que se la ame sin
presentar ninguna justificación en apoyo de su exigencia, pues ella misma es la
fuente de todas las justificaciones. Pero Platón no fue “tan lejos”. Tampoco
Sócrates parece haberse aventurado hasta ese terreno. En aquel mismo Fedón en que se declara que el mayor de
los males es despreciar la razón, se nos dice que Sócrates se apartó de su
maestro Anaxágoras cuando comprendió que “la inteligencia” de Anaxágoras, que
tanto lo había seducido durante su juventud, no le aseguraba “lo mejor”. “Lo
mejor” precede a todas las cosas; “lo mejor” debe reinar en el mundo. Mas en este
caso hay que informarse antes de decidirse a amar la razón. Hay que
preguntarse: ¿asegura efectivamente lo mejor del hombre? Por lo tanto, no se
puede saber de antemano si hay que amarla u odiarla. Si nos proporciona “lo
mejor”, la amaremos, si no nos lo proporciona, no la amaremos. Y en el caso de
que nos ofreciera algo malo, muy malo, maldeciríamos de ella y la odiaríamos. Y
entonces comenzaríamos a amar a su perpetuo enemigo -la Paradoja, lo Absurdo.
Sin embargo, ni Sócrates ni Platón plantearon este problema de un modo tan
categórico. Aunque “la inteligencia” de Anaxágoras no lo satisfizo, no por ello
dejaron de glorificar la razón; dejaron sólo de admirar a Anaxágoras. Ningún
poder podía separarlos de la razón.
Y, no obstante, la razón les ofrecía a veces verdades que no se parecían
en nada a “lo mejor”, que encubrían, por el contrario, muchas cosas malas,
muy malas. Recordemos, por ejemplo, esta
confesión de Platón (Tim, 48a): que
“nuestro mundo es el producto de una mezcla de la razón con la necesidad”. O
esta frase en la cual la misma afirmación se halla presentada bajo otra forma:
“Hay que distinguir entre dos especies de causalidad -la causalidad necesaria y
la causalidad divina” (Ibid. 68e). Recordemos también que la razón, con esa
seguridad en su infalibilidad que le es propia, sugiere incesantemente a Platón
que los propios dioses no pueden luchar contra la necesidad (Prot. 345c). Resulta, pues, que la
realidad no confirma en modo alguno nuestras esperanzas en cuanto a los bienes
de que la razón dispone. La razón dirige en parte el mundo; también sostiene,
en una cierta medida, a los dioses. Pero frente a la Necesidad, la razón y los
dioses que ella glorifica se manifiestan impotentes y, lo que es más,
impotentes para siempre. La razón lo
sabe muy bien, y no permite que nadie dude de su saber. Por eso rechaza
definitivamente y sin más apelación, como una locura, cualquier tentativa para
iniciar una lucha contra la Necesidad.
Y, sin embargo, ¿no puede esta Necesidad, ante la cual tanto los dioses
como los hombres resultan impotentes, ofrecernos males innumerables?
Evidentemente, la razón lo sabe. Ella misma es quien lo susurra al oído de los
hombres. Pero en este punto declina súbitamente toda responsabilidad; ni
siquiera acepta discutir este problema, Y, a pesar de esto, persiste en exigir
que se la ame; insiste en ello a despecho de que se puede llegar a ser tan
desdichado amándola como detestándola, y acaso aun más desdichado… Así, pues,
cuando es confrontada con los datos de la experiencia, la célebre afirmación de
Platón se encuentra, en fin de cuentas, bastante mal fundada. Lo mismo que el
Eros de Diotima (en el Banquete), la
razón no es un dios, sino un demonio, nacido de la Riqueza y de la Pobreza.
Sócrates y Platón mantuvieron silencio sobre este punto. Inclusive hicieron
cuanto pudieron para desviar al pensamiento curioso de toda investigación sobre
los orígenes de la razón. Con el fin de librarse de la Necesidad, inventaron la
catarsis. Pero, ¿qué es la catarsis? Platón nos lo explica: “La catarsis
consiste en separar tanto como sea posible el alma del cuerpo… y, en la medida
de lo posible, en permitir que, tanto aquí abajo como después, el alma viva
sola, libre de las cadenas del cuerpo”. He aquí todo lo que los hombres y los
dioses, con su razón, son capaces de oponer a la Necesidad que no conoce y no
quiere conocer a la razón. Nadie es dueño de su cuerpo, así como nadie es dueño
del mundo exterior. Por consiguiente, nada tenemos que ver con las cosas de
aquí abajo: que el mundo viva como quiera o como le sea prescrito. En cuanto a
nosotros, aprenderemos a prescindir del mundo y a prescindir del cuerpo que
forma parte de él, y enseñaremos a hacer lo mismo a otros. Y anunciaremos este
hallazgo como nuestro mayor triunfo, como una victoria sobre la invencible
Necesidad, ante la cual los dioses mismos se inclinan -o, mejor dicho, que los
mismos dioses no logran vencer si no es por medio de esa artería inventada por
la razón. Epicteto, ese estoico platonizante cuya probidad intelectual es por
lo común calificada de ingenuidad, nos lo confiesa francamente. Según él, Zeus
dijo a Crisipo: “…si hubiera sido posible, te habría dado un pleno poder sobre
tu cuerpo y sobre todos los objetos exteriores. Pero no quiero disimularte que
solamente te presto todo esto. Y como no puedo dártelo en plena propiedad, te
concedo una parte de lo que (a los dioses) nos pertenece -el don de decidir
hacer o no hacer, de querer o de no querer, en una palabra, el don de utilizar
las representaciones” (Diat,. I, 1).
Un espíritu moderno llega difícilmente a imaginarse que Zeus haya honrado
a Crisipo con una entrevista. Pero, en verdad, no había ninguna necesidad de
Zeus. Él mismo había tenido que beber en una fuente misteriosa la verdad que
anunció a Crisipo: que era “imposible” dar al hombre, en plena propiedad, las
cosas exteriores. Se tiene más bien la impresión de que no fue Zeus quien
informó a Crisipo, sino, por el contrario, que fue Crisipo quien informó a
Zeus. Crisipo sabía lo que era posible e imposible y no tenía ninguna necesidad
de importunar a los dioses. Si Zeus le hubiese realmente concedido una
entrevista, y si hubiese intentado poner a los razonamientos de Crisipo sobre
lo posible y lo imposible sus propias ideas, Crisipo no le habría, sin duda,
entendido, y si le hubiese entendido se habría negado a creerle: ¿se hallan,
efectivamente los dioses por encima de la verdad? ¿No son todos los seres pensantes
iguales ante ella? Los hombres, los demonios, los dioses, los ángeles, todo
poseen los mismos derechos o, mejor dicho, están privados de todo derecho frente
a la verdad, que se halla enteramente sometida a la razón. Cuando Sócrates y
Platón aprendieron que el mundo estaba dirigido no sólo por los dioses, sino,
además, por la Necesidad, y que nadie tenía poder sobre esta, adquirieron una verdad
tan válida para los mortales como para los inmortales. Zeus es muy poderoso;
nadie puede negarlo. Pero no es todopoderoso. Y como no es menos razonable que
Crisipo o aun que el maestro de Crisipo, Sócrates, le es imposible no
inclinarse ante la verdad y convertirse en un despreciador de la razón. A lo
sumo, puede otorgar al hombre la facultad de adaptarse a las condiciones de la
existencia. En otras palabras: puesto que todas las cosas exteriores, y entre
ellas el cuerpo, sólo pueden ser prestadas al hombre; puesto que es imposible
modificar esta situación, ¡que así sea! Y, sin embargo, si se hubiese podido
arreglar esto de modo distinto, no habría estado mal, no habría estado del todo
mal… El hombre ha recibido un don “divino” -la libertad de querer o de no
querer. Puede perfectamente no querer poseer su cuerpo y todas las cosas
exteriores en plena propiedad, puede querer disponer de ellas como si fuesen un
objeto prestado. En este caso todo cambiará bruscamente inclinándose hacia lo
mejor, y la razón podrá pretender que quienes la aman y obedecen son así
dichosos y que no hay una mayor desdicha que despreciarla. Aquí reside
justamente la catarsis de Platón y Aristóteles. También encuentra su expresión
en la célebre teoría de los estoicos según la cual las “cosas” no tienen ningún
valor por sí mismas, de modo que reside en nuestro poder la posibilidad de
determinar de acuerdo con nuestra voluntad lo que posee valor y lo que no
posee. En esta concepción se basa la ética autónoma. La ética se da sus propias
leyes. Tienen la facultad de declarar que cualquier cosa (evidentemente, la que
ella misma aprueba) es preciosa, importante, significativa o vil, sin
importancia, nula. Nadie, ni siquiera los dioses, puede luchar contra la ética
autónoma. Todos deben obedecerla, todos deben inclinarse ante ella. El “tú
debes” ético ha nacido en el mismo instante en que la Necesidad declaró a los
hombres y a los dioses: “no puedes”. La ética ha sido engendrada por los mismos
seres que han engendrado la Necesidad por la Riqueza y la Pobreza. De modo que,
propiamente hablando, los dioses no existen y no han existido jamás: solamente
hay demonios. Es lo que nos enseña la razón, es lo que nos descubre la visión
intelectual, la especulación. Y, ¿puede la razón descubrirnos otra cosa si ella
misma ha nacido de la Riqueza y la Pobreza?
Notas
1) Diario II, 343. “Fuera del cristianismo,
Sócrates se levanta como una figura única en su género”, escribía Kierkegaard
en su Diario, en 1854, pocos meses
antes de su muerte.
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